Una huelga no expresa ni mi malestar ni mi indignación como ciudadana. Comprendo que en eso que llaman el tejido productivo de un país la paralización de la actividad normal sea un forma de hacer evidente un descontento, pero como nunca se puede estar seguro de que todos lo hagan por convencimiento, es decir, por conocimiento y luego el camino de la asunción y de ahí a la práctica de lo que considere oportuno, pues no me vale. El derecho a la huelga, un derecho reconocido legalmente en este país, adolece de lo mismo que tantas otras cuestiones: no ha evolucionado conforme a las realidades sociales. Debe emanar de la misma sociedad un mecanismo que le permita ejercer, expresar su malestar, un mecanismo que nos ampare a todos, en el que cualquiera pueda sentirse representado o expresado.
No me vale una huelga laboral para protestar contra las leyes de un gobierno que no sólo afectan a los trabajadores. No me vale.
Algo se escapa y mi sensación es de que lo que se escapa y se nos va de los manos es justo lo importante.
Un libro que por sus característcas ronda normalmente el precio de 50/60 euros fue comprado ayer por el de 30. Es su precio habitual. ¿Por qué? No estoy segura, quizás por la que la legislación sobre el particular cambia constantemente, o quizás tan sólo para acordar con el normal nivel adquisitivo del representante al que alude. Un trabajador se supone que no es nadie de la clase media alta. Eso se supone.
En todo caso, todos tenemos acceso a él. Probablemente si todos los que hoy van a la huelga accediesen a su contenido, otro gallo cantaría en España.
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