viernes, 30 de agosto de 2019

Mi madre está en el cielo



Mi madre está en el cielo

Con rosas te escribo siendo
el agua que derramaste
sobre mis hombros.
Con rosas te nombro
bajo tu ventana te escribo rosas
a ese lugar que no conozco.
Con rosas abrevio el tiempo
que tardan las rosas en crecer
sobre tu tumba, mi suelo
hoy tu cielo que sí quiero que exista
como nuestro cuento
de consuelo.
Con rosas cantabas
como los ángeles y con ellos hoy
con rosas te oigo cantando
en el verde de tus ojos
y rosa cantas como un ángel rubio
del cielo suelta ya del suelo
y del dolor que te llevó a mi cuento.

sábado, 24 de agosto de 2019

De veraneo



Fotografía de Manuel Jesús Távora Serra


El chocolate no se vende

Cuando los coches se atascaban en los caminos de arena, había un motivo para mi miedo que hoy revierte en risa. El seiscientos era muy pequeño, iba cargado con, algunas veces, siete personas (las dos más de mis abuelos cuando un año se vinieron a pasar los primeros días) más una bombona de gas butano y el peso de la tienda de campaña, amén de todos los bártulos necesarios para poder disfrutar dos meses de vacaciones en la playa. Es decir, entre su tamaño minúsculo, el del seiscientos, y el peso que soportaban sus ruedas, se conformaba el imposible para rodar por los arenosos caminos (nada llanos, nada asfaltados, arena pura y nada dura) sin algún tropiezo o lapsus en su marcha.

Normalmente sucedía cuando sus ruedas cogían alguna hondonada más pronunciada. Yo siempre asomada a la ventanilla del conductor, mi padre, con la cabeza que casi se me escapaba del cuello que ahora imagino estirado como el de una mujer (niña) jirafa olfateando el mar, los eucaliptos, los pinos y los distintos aromas del bosque de este suroeste cayendo al océano.

De pronto, la falta de avance, el ruido extraño del motor que me chirriaba en los oídos y la expresión verbal de mi padre: Ea, atascado.

Sólo recuerdo una imagen que hoy califico como proverbial. Una vez todos fuera del coche, miro el seiscientos y yo, aún tan pequeña en tamaño, cinco o seis años, hormiga que soy hoy, pues más hormiga entonces, lo percibo como pequeño-pequeño, dentro literalmente de una hondonada de su exacto tamaño. O sea, no es que sus ruedas hubieran patinado, es que simplemente se había caído a un bache, a un precipicio, a un gran precipicio de no más desnivel de 25 cms, los suficientes para que remontarlo le supusiera más que escalar, también literalmente, el puerto de las Palomas en la carretera que iba a Grazalema, cuando tenía que hacerlo con la primera metida, la primera. Esto significaba mucho más esfuerzo. Impotencia del pobre y noble seiscientos.

Sacarlo del apuro no era complicado. Los mayores extendían cartones o ramas secas de los árboles cercanos delante de sus ruedas, mi padre arrancaba el coche, los que podíamos ser útiles (sic) empujando, nos apostábamos en su parte trasera, con cuidado, el calor del motor, y así, normalmente, salía del atolladero rápidamente. Si el bache era más hondo de lo previsto, de por ejemplo 35 cms de hondo, llegaba la última solución, la drástica, o sea, amarrarle al parachoques delantero una cuerda que comunicaba directamente con el opel negro enorme como un tren y mil toneladas de peso de mi tío. Es que es de HIERRO, decía mi padre, el seiscientos era de lata según él, pero el opel era de HIERRO, de hierro de verdad. Por eso pesaba tanto, y por su tamaño, claro, unos cinco metros desde mi perspectiva de entonces, tal vez 25, metros.

Esa era la solución radical, el plan B que, si bien permitía la solución de un problema, también podría devenir en la llegada de otro peor. Es decir, que el enorme opel, al tener que tirar de un peso algo considerable, al fin y al cabo el seiscientos era un armatoste de metal y motor, fuera el que quedara enterrado en las sinuosidades de los caminos de arena.

Como esa vez sucedió.

Recuerdo las risas de mi tía y de mi madre. Juntas se reían absolutamente de todo, se lo pasaban bomba. A más risa de las dos, más cara de pocos amigos de mi tío, y viceversa y recíprocamente, claro, no recuerdo dónde comenzaba el baile risas /mosqueo. Pero sí su cara seria, cabreado, mi tío, el bohemio de los dos hermanos, porque pintaba “cuadros”, que no vendía, claro, su trabajo era el de maestro de dibujo y trabajos manuales, y recuerdo a mi padre encendiendo un cigarro y no sintiéndose culpable. Mi tío tenía esa habilidad, lograr que cualquiera se sintiera culpable, por el no hablar, por el silencio y el cabreo contenido hasta que reventaba, y mi padre la habilidad de pasar de su hermano mayor cuando la situación emocional lo pedía. Normalmente le soltaba una gracia a la vez que iba disponiendo en su mente el engranaje correspondiente que le llevara a dar con la solución del problema, le comunicaba la idea a mi tío, la llevaban a la práctica y el problema se resolvía.
Mi padre volvió a montarse en el seiscientos aliviado del peso del resto de la familia, lo condujo con cuidado por el lado izquierdo del camino, ese por donde más hojas y ramas cubrían la peligrosísima arena, adelantó al opel y se situó justo donde, minutos antes, siguiendo la idea mi padre, habían trasladado todos los cartones y ramas que previamente habían servido para sacar al mismo seiscientos del bache. Ahora la cuerda se disponía con sus cabos en los puertos opuestamente situados: el delantero amarrado al motor del seiscientos. El trasero, al parachoques delantero del opel. Mi tío, aún con la cara de pocos amigos y de desconfianza completa en el proyecto, al volante de su opel, mi padre arrancó sus seiscientos verde clarito, primera marcha metida, yo, con los oídos tapados, cada esfuerzo del seiscientos se me figuraba que terminaba en explosión del cacharro saltando por los aires, temía por mi padre,  mi tía y  mi madre, imagino que ambas con algún rezo entre las risas casi nada contenidas, la guasa, el ruido del motor del seiscientos con el capó levantado para que no saliera ardiendo, la cara de pocos amigos de mi tío, primero, muy lentamente, rodaje sobre los cartones, otro tirón más, otro ruido más-oídos más tapados, ojos cerrados, más, apretados los párpados, y… ¡voilá!, ¡el milagro!, ¡el gran milagro!, las ruedas del opel de mi tío pudieron rodar (no más de diez centímetros) por la arena más firme. El seiscientos siguió tirando cada vez más alegre hasta que por fin ambos coches quedaron bien asentados sobre terreno seguro.

Y yo pude respirar, y mi madre y mi tía rieron a carcajadas, y mi tío ya no tenía cara de pocos amigos.

Ah, es que aquel seiscientos era un héroe. Recuerdo las botellas de agua que mi padre siempre disponía cerca del motor, era el único riesgo, que se calentara más de la cuenta. Entonces mi padre le daba de beber, no sé cómo, y el coche seguía andando tan cantarín como siempre.

Pero esta vez su hazaña era de verdadero renombre, épica. Un minúsculo seiscientos sacando del precipicio de 30 cms a todo un opel de mil quinientas toneladas de peso (chispa más o menos).
Creo que mi tío no se lo perdonó en la vida. No sé si al seiscientos o a mi padre.

¡O a mi madre y a mi tía!

Pero el caso es que ese año también pudimos llegar todos, seiscientos y opel incluidos, a la bajada que los cabezos amarillos, junto con su arroyo, disponían para que pudiéramos pasar las vacaciones más memorables. Allá junto a la torre árabe en ruinas. Allá iluminados en la marina noche por los carburos. Allá donde casi me ahogo por segunda vez en mi vida si no hubiera sido porque mi primo me agarró de los pelos para sacarme del revolcón que la ola me había dado, allá donde comía chanquetes crudos recién pescados y donde sufrí el cólico de coquinas que hizo que mi padre y mi tío tuvieran que salir a toda pastilla (no sé si con el opel o el seiscientos) al pueblo más cercano a buscar hielo para que no me deshidratara, allá donde mi hermana pequeña terminó pudriendo casi todas las sillas de anea del chiringuito-bar que nos hacía compañía. Y por el “nos” hay que entender dos tiendas de campaña con sendas familias en cada una cuyos miembros disponían de 10 kilómetros de playa de arena blanca para ellos solos, sin un alma salvo los domingos, uno de los cuales por primera vez vi una furgoneta enorme con la herradura pintada en sus flancos rodando por la arena mojada, a quién se le ocurre, decía mi padre, una furgoneta de una ferretería andando por la arena, se atascó, claro, también ella, pero para entonces y tras cuatro o cinco años, todos éramos expertos en extraer vehículos de gran tonelaje (sic) de sus atascos respectivos. Allá donde, entre otros milagros, presencié el más sencillo e inexplicable de todos desde mis ojos poéticos actuales, los pozos horizontales, los pozos que no necesitaban bombas para extraer el agua del acuífero correspondiente. Allá donde con tan sólo clavar una caña en los estratos amarillos de los cabezos, el agua manaba cristalina, clara, limpia y, además, irisada. Mis arcoíris son tan reales como la geología que nos garantizaba agua corriente, dulce y potable durante todas unas vacaciones de dos meses en la playa.

¿Qué por qué vacaciones de dos meses si mi padre no era el que trabajaba de maestro?

Muy sencillo. Porque mi padre era representante de chocolates Elgorriaga, o sea, vendedor.

Y ya se sabe, durante el verano sureño, el chocolate no se vende.

Supongo que por eso me encanta. El chocolate.

(De"Los cabezos amarillos")

viernes, 9 de agosto de 2019

Paseos campestres






Un largo o corto paseo

Con la verdad en la mano
que se ha ofrecido hoy
a posarse en esta palma
que no clava sus púas
en las ganas de caminar
entre la yerba cortada
que me lacera el empeine,
despellejo mis brazos
entre los leños secos
de los rosales, de los arbustos,
duermo derrotada
por la luz deslumbrante
con los blancos que he despejado.
Ya sin espejo asumo
mi sueño de cansancio
en un mundo de límite
que me asfixia creo
que desde que nací
para el verde y el cielo
limpio o negro
de verano o de invierno,
para el frío sol o la húmeda nuve
hasta con uve de vida
trashumante por las veredas
de la naturaleza tan inmune a mí
como yo simbiótica de ella.

Concluyo, en pleno insomnio,
que es tu seca la noche
y mi escena aquella
donde las butacas no se asientan,
donde los hombres no se vienen,
donde la herida, la flor, el solaz,
la envergadura que no abarco
hacen de mí buena compañera,
un con-sentido por los años
que me quedan, no importa
si ninguno.

Me voy al campo.
Allí casi no oigo
a nadie, casi no
te oigo, te veo,
no te imagino
andando, sólo
justo tú siendo
como tú quieras.

Aunque me abandones,
aunque yo me abandone.

(De "Extinción de ruina").

viernes, 2 de agosto de 2019

Reafirmaciones carnales







Maná de carnívora

Siempre te relacionaré
con mi estómago,
tú ya lo sabes.

El nudo se me ha hecho un silencio.
Desde él hablo al ente
sumergido bajo el barro negro
de la injusticia sobre ti.
¿Qué ibas a hacer sino imperar?,
¿cómo si no cazar cervatillos
mamuts o bisontes?
La hembra en el nido
curtía tu armiño.
De noche en descanso
el sol ahuecaba el día
para hacer lugar
a tus ancas de jilguero
recolector de las semillas
que introdujeron algunos manes
en tus testículos.
Cómo no averiguar
su color y su forma
si las zinnias ya florecían
allá por el pleistocénico
deseo de abrir la trampa
y la broma de los metales
que escanciaron sobre tu frente,
y yo, la orfebre y bruñidora,
cómo no tallar
con mi lengua
el blando relieve
de tu isla y su palmera,
cómo no pulir
con mi boca,
muñequilla de lienzo
nacarada por los pinceles
de la historia blanca
abrillanto en círculos
la longitud de esos canales,
mis ríos de legítima abundancia
de ti y tus simientes,
cómo no soñar sobre su color
y tu sonrisa de perfil
al cielo
mana
la densa y líquida niebla
que abruma mi hambre
y me alimenta con tu salida
en busca de la carne
que nos hizo más inteligentes.
Simplemente,
mejor alimentados.

Como yo.

Qué dibuja las circunvoluciones
de mi cerebro
sino el silo
grande de tu glande
y mi enorme deseo

de justicia
sobre
ti.

(De "Solenostemon")
 
Creative Commons License
El cuarto claro by Sofía Serra Giráldez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 3.0 España License.