La poesía de Ángela Álvarez
Sáez o la necesariedad del ser humano
Si el lector se deja llevar por la
primera impresión que provoca mirar esa sonrisa tan tierna y llena de simpatía,
tan amigable, del rostro fotografiado de la autora, cometerá un craso error. La
poesía de Ángela Álvarez Sáez (AAS a partir de ahora) es implacable. Desde que
conozco a la persona a través de las redes sociales y un poco a sus poemas por
ella misma compartidos públicamente, intentaba hallar el término que, desde un
parco conocimiento como lectora de los mismos, me nombrara su ejercicio
poético, me lo definiera. Porque percibir, lo percibía. Tan solo no era capaz
de nombrarlo. Ahora, tras la lectura de
los dos libros que tan amistosamente (y generosamente por su parte, dos he recibido
a cambio de uno) hemos intercambiado, la he hallado, a la palabra. Implacable.
La poesía de AAS es implacable, hay que repetirlo. Implacable con Ella misma (consigo mismo como
poesía), implacable con su autora e implacable con el lector. Poesía tan
honesta que no deja títere con cabeza, es Ella misma por los siglos de los
siglos amén, sin concesiones a la galería, emanando limpia y pura hasta
deslumbrar con su feraz solvencia. Se resuelve a sí misma aparentemente sin
ayuda ni de la poeta ni del lector, no admite, por su propia ontología, ninguna
intervención que no sea su propio ser de palabra expuesta para poder hacerse inmanente
en la realidad del poema o del poemario. Feraz como se dice arriba. Honesta,
igualmente. Implacable, también, de nuevo. Con toda la rotundidad y el poder que pueden
evocar esos adjetivos. Ella sin necesidad de nadie, independiente, todopoderosa,
salvaje. Por hablar llana y simplemente,
de otro mundo, de ese mundo de donde nace el hecho poético, que es ajeno a las
verosimilitudes que aparentemente se necesitan para poder hacernos con Ella. Este
es el mérito indescriptible de la autora, humana como la que más, sometida a todas
las circunstancias de la existencia como cualquier ser humano. AAS moldea con
el barro de esas palabras que conquistan el ser más íntimo por su
capacidad amatoria, ilusoria, esperanzadora, palabras cercanas que nos evocan
el cobijo, el abrigo, el abrazo que el corazón del ser humano expuesto a la
intemperie de la existencia necesita, para, después de amasarlas en sus también
dedos tiernos de autora, pasarlas por el rodillo de la necesidad (ahora sí “necesidad”
y no "necesariedad") rasante de esta costra de la nomenclatura (¿no queremos
adaptación?, ¿no preferimos el orden en vez del caos?, aquí están, aquí los
tenemos, parece decirnos la autora tras el resuello que se permite después del
esfuerzo poético: esto es lo nuestro) hasta convertirlas en una finísima lámina
de acero con la que construye la guadaña de la exigencia poética. Tan
brillante, tan pulida, que antes de cercenar cualquier atisbo de hallazgo de
calidez, de abrigo, nos permite vernos reflejados, resultando así aún más
efectiva la pretensión de la misma poesía: mostrarse tal como Ella es, mostrarnos
tal como nosotros somos. Que cada palo aguante su vela nos dice Ella, la Poesía.
Esto es lo que hay y yo no voy a mentir, parece decir AAS. Yo os traigo la
poesía, esta es la poesía. Y esta es nuestra existencia.
Y nos quedamos blancos, mudos, no de
asombro, sí de reconocimiento ante la visión de un poder sobradamente superior a los que podamos
o creamos poseer.
Así me ha dejado la lectura de sus
dos libros que han llegado a mis manos. Más que sorprendida, con la boca
abierta. A los poetas se nos llena la misma hablando de poesía. Lo que sucede a
veces es que, cuando la encontramos más allá de nuestros minúsculos quehaceres,
normalmente nos quedamos mudos. La mudez es producto del hallazgo, del
encuentro con la realidad de que la poesía es aún más poderosa de lo que
podemos percibir habitualmente, por muy mistérica que nos resulte, antes
embarcados en nuestras propias minucias. AAS no olvida que somos humanos, que ella
misma lo es. Utiliza los mismos resortes de ser “ser humano” para atrapar la
poesía y poder traérnosla, complace a su ser íntimo acogiéndose en sus
recuerdos, a sus vivencias, en la impresión afectiva que los conceptos de
maternidad, paternidad, filiación, religión, evocación de paisajes muy visuales
y, por tanto, atrayentes, para poder imantarla, atraerla a su manos de poeta y ,
así, poder ofrecérnosla, pero con tal Arte, porque Arte es lo que oficia la
poetisa, que ningún atisbo humano mancha la efigie, la figura, la presencia de
la diosa que se nos aparece. La Poesía con mayúscula. Ahora, al hallarla, al
verla, comprendemos por qué nos atrae, por qué nos puede, por qué no podemos
hacer otra cosa que enmudecer ante su presencia. El trabajo del poeta es
anterior a su hallazgo. El trabajo del poeta se desarrolla consigo mismo y con
el lograr que, tras esa revolución que implica la propia reflexión, la que la
poeta hace consigo misma, el horizonte se despeje para que la pura y neta e imponderable
Poesía pueda emerger para hacerse visible a todos los demás seres humanos.
Audaz, sagaz, todopoderosa, ella misma ya hasta sin necesidad de la poeta. La
poesía es inhumana, pero necesita del ser humano para habitar. He ahí su
realidad. Ese, y no otro, es su misterio. Y esta nuestra alegría: ¡Somos
necesarios! Aun con todas nuestras debilidades, nuestros miedos, nuestra
incompetencia, somos necesarios. Este es el mensaje de la poesía de AAS. Este
es su regalo como poeta. Y qué más generoso y valioso regalo, el de nuestra necesariedad.
“La tierra frágil” nos ofrece un
ramillete de preciosas flores hábilmente compuesto estructurando colorido y
formas abullonadas, cálidas, curvilíneas, primorosamente dispuestas como si de
un arabesco de líneas onduladas y curvas se tratara, muy similar al efecto gráfico
que provoca la visión de su letra, de la escritura manual de la autora (tengo
la fortuna de haber obtenido dos dedicatorias suyas), aparentemente intrincado
pero repleto de pequeños pimpollos llenos de belleza, carnosos, amables a
simple vista, un ramillete de flores que abre el apetito, entran ganas de
comérselas aun no siendo veganos. Y es que no lo somos, tendencias alimenticias
aparte. Somos sangre y carne y así se transfiguran esas bellísimas flores hasta
hablarnos de nuestra debilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra vulnerabilidad
ante la intemperie de la existencia. Solo podemos recrearnos en nuestra
capacidad amatoria para sobrevivir bajo ella, dejarnos gobernar por la realidad
de nuestra naturaleza y la crudeza de nuestra lógica. Un día nacemos y otro
día morimos. No hay más. Y no hay menos que dedicarnos a vivir nuestra
existencia en el cobijo de nuestra capacidad para amar y así poder contemplar y
vivir el misterio sin más dolor que el necesario para el esfuerzo: lograr que
el amor habite en la inclemencia de nuestra existencia.
La tierra (amante, poderosa,
fecunda, madre) como imagen de nuestra propia vulnerabilidad (frágil). El amor,
tan poderoso, depende de nosotros, paradójicamente tan vulnerables.
El “Libro de la nieve” se escribe
por sí mismo, como si no necesitara autora aunque racionalmente sepamos que ese
hecho es un imposible. Se autoconstruye tal como exactamente la nieve hace, que
pasa del estado gaseoso al sólido sin mediador líquido (o autorial) que
necesite, como por auto-emanación divina, por sí misma. La nieve es la
manifestación sólida más inestable de nuestra fenomenología física. La nieve no
se desmenuza por muy escamosa y briznosa que aparente ser. La nieve se diluye
cuando la temperatura sube, cuando el calor del esfuerzo o del cobijo, o del
amor, aparece. La nieve se convierte en agua, el estado sólido transmuta en
líquido: ahora sí, la autora aparece. El autor como último eslabón en la cadena
fenomeno-ontológica de la poética, como el lugar que le corresponde en la tarea
del traimiento de la poesía a la realidad de esta nuestra existencia en la
costra dura de la nomenclatura. Ahora, al leer el libro, entendemos el
misterio poético. Ahora comprendemos el uso de la prosa poética escandida en
breves párrafos textuales por decisión de la autora. Ahora el líquido puede ser
escrito. Ahora el líquido de ese mar de dudas que anega el libro nos
transparenta la incertidumbre de nuestra propia existencia. En la incertidumbre
que es la esencia neta de toda poesía.
Poco más añadir salvo el hecho de transcribir
que, con poéticas así, el temor de alguien como yo (lectora y escritora de
poesía) por que en nuestros tiempos la lírica y la poesía no encuentren lugar,
desaparece. Paz. Paz. Sin miedo ya al comprobar que aún existen seres humanos como
Ángela Álvarez Sáez capaces de hacernos visibles lo verdadero a través del
Arte, por algo llamado nuestro último refugio. Lo que siempre nos queda,
afortunadamente. Aquello para lo que siempre seremos necesarios.
(Sofía Serra, 2020)