Del cielo seco cae la arisca helada,
sin prendas, se tumba amando
sobre la yerba,
sobre los lomos del huerto,
sobre todo,
sobre las tuberías externas de cobre
y las mangueras de azufre.
Con paños calientes vendo
su estrategia de estatua de bronce,
su herida de ser corriente
estancando la ruptura
del devenir de sus ríos,
sus ríos de agua termal y verde,
lento arribo de la sima de la tierra
que a mis manos, y a la lavadora,
llega. Calmo y me calma el secreto
que guardo en mi bolsillo,
este calor que inventa mi amor
por la casa, nuestra casa,
nuestro piso de 10.000 metros
redondos acendrado con agua
de las entrañas de este suelo.
Como si diosa fuera yo, su ofrenda
me obsequia alzando mares del sur
desalados.
De este sur.
Y yo la bendigo con mis ojos
y el dolor de mis dedos.
La arisca fiel que se afana aun tumbada,
la ama de invierno que guarda las llaves
de la primavera, la enfermera
que lava todas las úlceras.
Aunque duela.
Sola culmina su labor sanadora,
sendas malignas gobiernan los trotamundos
estivales del sol y sus lagartos soldados
a las piedras como pajes perezosos
de su reino sanitario.
La tierra la sostiene,
se deja seducir por amor tan insólito,
sabe de su salud protectora,
siempre la recuerda,
nunca olvida, aunque la mates,
clava sobre ella el puñal de hielo
de tu furia:
te devolverá los verdes ríos
y salados mares de los frutos calientes
de tus manos cuando no te dolían.
Y así, se venga mi madre,
me recuerda a mí también,
nunca olvida mi siembra.
Aunque hiele.
(Sofía Serra)