(Aunque no sea una corona de tortilla de patatas, esta fotografía de ayer
me ha recordado este poema
algo extraño y muy autobiográfico, pero que me encantó me saliera.)
El año de la coronación
A mi madre, que hasta justo antes de morir sufrió la más cruel orfandad.
Sucedió en su fecha, el año
del descubrimiento, el año
en que me colon-
izó el huevo
claro
con el que me coronó
mi madre trigueña
clara
con la tortilla de patatas.
De allí llegó la desarrollable,
el conocimiento de lo inexplicable,
la opacidad del agua,
el brillo de los ojos oscuros
de los dos amantes, la vergüenza
de mi desnudez limpia
en los brazos amorosos
de mi madre, que me coronó,
sí, me coronó con su amarilla
tortilla de patatas servida
en el plato de plástico azul.
La hermosa y bella mía no sabía
que la asaeté todo el día
con el capricho y las flechas
de los celos de mi prima
tan sólo por hacerle justicia:
¡qué no, que mi madre
hace las tortillas mejor
que tu madre, mi tía!
Mi prima se iba donde los alemanes,
rubia, siempre princesa,
se la llevaban sus padrinos
muchos días a un lugar
que hasta 40 años después,
tan alta me quedaba mi prima,
no pude conquistar,
ya mediante otras armas
y otro color, el verde
de la higuera, o de La Higuerita.
Yo, como no
los tenía,
o sea, sí,
pero como eran mis abuelos,
como si no los tuviera,
así que ni disponía de animales,
digo, padrinos que se iban
donde los alemanes,
ni siquiera higueras
con las que matar
a las cañas, como Afrodita
sí las tuvo luego.
Me bastaban mis hermanas
y el calor del cuerpo de mi madre
cuando me arrebujaba en la toalla
tras el baño de por la tarde
en el agua clara de los manantiales
donde mi piel quedaba limpia
de sal y de arena y de calor.
Dulce y fresca quedaba yo.
Mi madre, mi madre
siempre me limpiaba,
siempre me endulzaba.
Pero llegó el fatídico día,
el de la coronación
del huevo pasé a la espina,
no del huevo, no, el huevo
es fruto, comprendí
las otras de mi madre
justa en el instante.
Las que no supe asimilar
fueron las de la mirada
sonriente—¿por qué sonreían?—
de la pareja justa y junta
que me observaba cuando,
por las manos amorosas de mi madre,
mis piernas entreabiertas en el mar
les mostró lo que ellos
nunca pudieron tener
ni antes
ni después:
un hijo,
una hija
con un
culo limpio,
un pimpollo de carne blanca
entre tanta piel morena
fruto de su bajo vientre,
llorando o riendo
según amanecieran
el día o la noche, jugando
en la playa con su padre
a construir murallas de arena
para que la suave ola
las lamiera embebiéndolas
y desaparecieran, acompañando
a su madre con la leche
de la más pequeña o asaeteándola
todo el día con el capricho
de una tortilla de patatas
hecha en aquella cocinita
cuidadosamente dispuesta
entre cartones decorados
con tazas de chocolate
bebido por un niño sonriente,
que la aislaban de los vientos
de levante o de poniente.
Ni los diseñadores suecos de Ikea
han aventajado las ideas de mi padre,
ni mi tortilla a la de mi madre,
comistrajo que no me gustaba
por entonces, el huevo sólo
me entraba pasado por agua,
el agua dulce de los manantiales
de agua clara —la clara clara
sólo por el agua me gustaba—
pero es que su prima, o sea, mi prima,
la prima,
tan de los alemanes, había osado
cuestionar el buen hacer
de las manos
de mi madre.
Claro, era princesa.
Fue un año fatídico
para una que ya no
recuerdo, o sí.
Ahora me ensordece su voz
anunciadora, nuncia
profética del nacimiento
del disfraz de la mesías:
la india.
Y mi madre la mandó retratar,
vestida de blanco,
tan ingenua,
pero muy morena,
había nacido desde el peor
mal de nuestros males:
La codicia.
Nació la india en septiembre
en la ciudad tras la playa
el año del descubrimiento
de un continente imparable:
Amar aunque la maten.
Aunque me maten
o me mate
yo misma.
Total, yo ya estoy coronada
con espinas de madre,
con tortilla de patatas
y hasta con plumas de aves,
niña blanca o india nave
con alas como las
que salieron de esa orilla
hacia la otra.
De la menudencia, la pequeña
violencia, el sabotaje,
a
las catástrofes, las hecatombes,
los holocaustos,
de más o de menos
millones de inocencias,
tienen siempre el mismo origen:
el capital de las legiones
que nos oprime y nos convence,
ya provenga de celos de princesas,
de ausencia de justicia
o presencia de alemanes,
de la codicia de hueros amantes
o del amor de una
dulce madre
que padeció
espinas
de
orfandad
y de
hambre.
(De "Los cabezos amarillos".)