sábado, 18 de diciembre de 2010

De profundis (VII). Oscar Wilde

(Viene de esta entrada anterior)

Ya he llegado a la prisión preventiva, ¿verdad? Tras pasar una noche en la comisaría me mandan allí en un coche celular. Tú estuviste de lo mas atento y amable. Casi todas las tardes, si no todas las tardes hasta que te fuiste al extranjero, te tomaste la molestia de ir a Holloway a verme. También escribías unas cartas muy dulces y cariñosas. Pero que no era tu padre sino tú quien me había metido en la cárcel, que desde el principio hasta el final tú eras el responsable, que si estaba allí era a causa de ti, por ti y por obra tuya, eso no lo pensaste ni por un momento. Ni siquiera el espectáculo de verme tras los barrotes de una jaula de madera pudo espabilar esa naturaleza sin imaginación. Tenías la conmiseración y el sentimentalismo del espectador de un drama más bien patético. Que tú fueras el autor de la abominable tragedia ni se te ocurrió. Yo vi que no te dabas cuenta de nada de lo que habías hecho. No quise ser yo el que te dijera lo que tu propio corazón debería haberte dicho, lo que en verdad te habría dicho si no hubieras dejado que el Odio lo endureciera y lo insensibilizara. Todo le tiene a uno que venir de su propia naturaleza. De nada vale decirle a nadie algo que no siente y no puede entender. Si ahora te escribo como lo hago es porque tu propio silencio y comportamiento durante mi larga prisión lo han hecho necesario. Además, de tal modo salieron las cosas que el golpe sólo me alcanzó a mí. Eso me agradó. Por muchas razones aceptaba sufrir, aunque siempre hubiera a mis ojos, cuando te miraba, algo no poco despreciable en tu completa y testaruda ceguera. Recuerdo que me enseñaste rebosante de orgullo una carta sobre mí que habías publicado en uno de los periódicos populacheros. Era un escrito muy prudente, moderado, vulgar incluso. Apelabas al «sentido inglés de la equidad», o algo así de horrendo, en favor de «un hombre caído». Era el tipo de carta que podrías haber escrito si se hubiera presentado una acusación dolorosa contra alguna persona respetable a la que personalmente no conocieras de nada. Pero a ti te parecía una carta maravillosa. La veías como una demostración de caballerosidad casi quijotesca. Estoy enterado de que escribiste otras cartas a otros periódicos, que no las publicaron. Pero eran únicamente para decir que odiabas a tu padre. A nadie le importaba que le odiaras o no. El Odio, aún tienes que aprenderlo, es, intelectualmente considerado, la Negación Eterna. Considerado desde el punto de vista de las emociones es una forma de Atrofia, y mata todo lo que no sea él mismo. Escribir a los periódicos para decir que uno odia a otra persona es como si uno escribiera a los periódicos para decir que tiene una enfermedad secreta y vergonzosa: el hecho de que el hombre al que odiabas fuera tu propio padre, y que ese sentimiento fuera plenamente correspondido, no hacía tu Odio noble ni hermoso en modo alguno. Si algo demostraba, era sencillamente que se trataba de una enfermedad hereditaria.
Recuerdo también, cuando se embargó mi casa y se pusieron en venta mis libros y mis muebles, y la quiebra era inminente, que lógicamente te escribí diciéndotelo. No hice mención de que era para pagar unos regalos que te había hecho para lo que los alguaciles habían entrado en la casa donde tantas veces cenaste. Pensé, con razón o sin ella, que esa noticia podría herirte un poco. Me limité a contarte los hechos escuetos. Creí oportuno que los conocieras. Me respondiste desde Boulogne en tonos casi de exultación lírica. Decías que sabías que tu padre estaba «muy alcanzado de dinero», y había tenido que pedir 1.500 libras para los gastos del proceso, y que mi quiebra era realmente un «triunfo espléndido» sobre él, ¡porque así no podría sacarme nada de las costas! ¿Te das cuenta ahora de lo que es que el Odio ciegue a una persona? ¿Reconoces ahora que al describirlo como una Atrofia destructora de todo lo que no sea él mismo estaba describiendo científicamente un hecho psicológico real? Que todas mis cosas bonitas hubieran de venderse: mis dibujos de Burne Jones; mis dibujos de Whistler; mi Monticelli; mis Simeon Solomons; mis porcelanas; mi biblioteca con su colección de volúmenes dedicados de casi todos los poetas de mi tiempo, de Hugo a Whitman, de Swinburne a Mallarmé, de Morris a Verlaine; con sus ediciones bellamente encuadernadas de las obras de mi padre y de mi madre; su maravilloso despliegue de premios de la universidad y del colegio, sus éditions de luxe y demás cosas, todo eso para ti no era absolutamente nada. Decías que era un fastidio: nada más. Lo que realmente veías en ello era la posibilidad de que tu padre pudiera acabar perdiendo unos pocos centenares de libras, y esa consideración ruin te colmó de extática dicha. En cuanto a las costas del juicio, tal vez te interese saber que tu padre declaró abiertamente en el Orleans Club que si le hubiera costado 20.000 libras las habría dado por muy bien empleadas, por lo mucho que había significado para él de deleite, disfrute y triunfo. El hecho de que pudiera no sólo meterme en la cárcel por dos años, sino sacarme una tarde para hacerme públicamente insolvente, fue un extrarrefinamiento de placer con el que no contaba. Fue el punto culminante de mi humillación, y de su victoria perfecta y total. Si tu padre no hubiera podido pedirme las costas, tú, lo sé perfectamente, al menos de palabra te habrías mostrado muy apenado por la pérdida de mi entera biblio teca, pérdida irreparable para un hombre de letras, de mis pérdidas materiales la más penosa para mí. Podrías incluso, recordando las cantidades de dinero que yo me había gastado en ti pródigamente y cómo habías vivido a mi costa durante años, haberte tomado la molestia de comprar para mí algunos de mis libros. Los mejores se dieron todos por menos de 150 libras: más o menos lo que yo gastaba en ti en una semana cualquiera. Pero el mezquino y vil placer de pensar que a tu padre le fueran a faltar unos peniques del bolsillo te hizo olvidarte de lo que habría podido ser una pequeña compensación, tan leve, tan fácil, tan barata, tan obvia, y para mí tan infinitamente valiosa, si la hubieras hecho. ¿Tengo razón al decir que el Odio ciega? ¿Lo ves ahora? Si no lo ves, haz un esfuerzo.
Con qué claridad lo vi yo entonces, como ahora, no hace falta que te lo diga. Pero a mí mismo me dije: «A toda costa tengo que conservar el Amor en mi corazón. Si voy a la cárcel sin Amor, ¿que será de mi Alma?». Las cartas que te escribía en aquella época desde Holloway eran mis intentos de conservar el Amor como nota dominante de mi naturaleza. Podía, si hubiera querido, haberte hecho pedazos con reproches amargos. Podía haberte desgarrado con maldiciones. Podía haberte puesto un espejo, y haberte mostrado una imagen tal de ti mismo que no la habrías reconocido como tuya hasta verla remedar tus gestos de horror, y entonces habrías sabido de quién era figura, y la habrías aborrecido y te habrías aborrecido para siempre. Y más que eso. Se estaban cargando los pecados de otro a mi cuenta. De haber querido, en uno u otro de los juicios podría haberme salvado a su costa, no de la vergüenza, no, pero sí de la prisión. Si me hubiera molestado en mostrar que los testigos de la Corona -los tres más importantes- habían sido cuidadosamente preparados por tu padre y sus abogados, no sólo en sus reticencias, sino en sus afirmaciones, para la absoluta transferencia, deliberada, planeada y ensayada, de las acciones y andanzas de otro sobre mí, podría haberles hecho recusar por el juez uno a uno, más sumariamente incluso que lo fue el pobre y perjuro Atkins. Podía haber salido del juzgado riéndome del mundo, libre, con las manos en los bolsillos. Se me sometió a la mayor presión para que lo hiciera. Me aconsejaron, me rogaron, me instaron encarecidamente a hacerlo personas cuyo único interés era mi bienestar y el bienestar de mi casa. Pero me negué. No quise. No he lamentado mi decisión ni un solo instante, ni en los momentos más amargos de mi encarcelamiento. Ese comportamiento habría estado por debajo de mí. Los pecados de la carne no son nada. Son enfermedades para que las cure un médico, si es que hay que curarlas. Sólo los pecados del alma son vergonzosos. Haber conseguido mi absolución por esos medios habría sido una tortura para toda mi vida. Pero ¿tú crees realmente que eras digno del amor que yo entonces te mostraba, o que yo ni por un instante pensé que lo fueras? ¿Tú crees realmente que en algún período de nuestra amistad fuiste digno del amor que te mostré, ni que por un instante pensé que lo fueras? Yo sabía que no lo eras. Pero el Amor no trafica en un mercado, ni usa balanza de mercachifle. Su dicha, como la dicha del intelecto, es sentirse vivo. El objetivo del Amor es amar: ni más ni menos. Tú eras mi enemigo: un enemigo como no ha tenido ningún hombre. Yo te había dado mi vida, y para satisfacer las más bajas y despreciables de todas las pasiones humanas, el Odio, la Vanidad y la Codicia, tú la habías tirado. En menos de tres años me habías arruinado completamente desde todos los puntos de vista. Por mi propio bien lo único que podía hacer era amarte. Sabía que, si me permitía odiarte, en el seco desierto de la existencia que tenía que cruzar, y que aún estoy cruzando, no habría peña que no perdiera su sombra, ni palmera que no se secara, ni pozo o agua que no viniera envenenada. ¿Empiezas ahora a comprender un poco? ¿Va despertando tu imaginación del prolongado letargo en que ha estado sumida? Sabes ya lo que es el Odio. ¿Empiezas a barruntar lo que es el Amor, y cómo es el Amor? No es demasiado tarde para que lo aprendas, aunque para enseñártelo haya tenido yo que ir a una celda de presidio.
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta de la cárcel se cerró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado por la angustia, desatinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?». Me recordaba que, al menos, no habías querido hacerme daño; me obligué a pensar que lo único que habías hecho era tender un arco a la ventura, y la flecha había atravesado a un rey entre las juntas del arnés. Haberte puesto en la balanza con la más pequeña de mis penas, la más mezquina de mis pérdidas, habría sido, pensaba, injusto. Resolví mirarte como a alguien que también sufría. Me forcé a creer que al fin se había caído la venda de tus ojos, tanto tiempo ciegos. Me imaginaba, con dolor, cuál habría sido tu espanto cuando contemplaste la obra terrible de tus manos. Hubo momentos, incluso en aquellos días oscuros, los más oscuros de toda mi vida, en que hasta anhelé consolarte. Tan seguro estaba de que por fin te habías dado cuenta de lo que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener el vicio supremo, la superficialidad. De hecho, fue un verdadero dolor para mí tener que comunicarte que debía reservar forzosamente mi primera oportunidad de recibir carta para asuntos familiares; pero mi cuñado me había escrito diciendo que con una sola vez que escribiera a mi mujer, ella, por mí y por nuestros hijos, renunciaría a pedir el divorcio. Sentí que ése era mi deber. Dejando aparte otras razones, no podía soportar la idea de que me separasen de Cyril, mi hermoso, amante y amable hijo, mi amigo sobre todos los amigos, mi compañero sobre todos los compañeros, del que un solo cabello de su cabecita de oro me habría sido más caro y valioso, no diré que tú de la cabeza a los pies, sino que toda la crisolita del mundo entero; como siempre lo había sido, aunque yo llegué a entenderlo demasiado tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve noticias tuyas. Robert Sherard, el mas valiente y caballeroso de todos los seres brillantes, me viene a ver, y entre otras cosas me dice que en el ridículo Mercure de France, con su absurda afectación de ser el verdadero centro de la corrupción literaria, estás a punto de publicar un artículo sobre mí con muestras de mis cartas. Me pregunta si es realmente por deseo mío. Yo me quedé estupefacto, y muy contrariado, y di orden de parar aquello inmediatamente. Habías dejado mis cartas por medio para que las robaran tus compañeros chantajistas, para que las escamoteara el servicio de los hoteles, para que las vendieran las criadas. Eso no era más que descuido y falta de apreciación de lo que yo te escribía. Pero que te propusieras seriamente publicar extractos del resto me pareció casi increíble. ¿Y qué cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la primera noticia que tuve de ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían presentado en la cárcel los abogados de tu padre, y me entregaron personalmente una notificación de fallido por unas miserables 700 libras, el importe de sus costas. Fui declarado insolvente público y se me ordenó comparecer ante el juez. Yo estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y volveré sobre ese tema, de que esas costas las debería haber pagado tu familia. Tú personalmente habías asumido la responsabilidad de afirmar que tu familia las pagaría. Por eso el abogado tomó el caso como lo tomó. La responsabilidad era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso en nombre de la familia, tenías que haber sentido que eras tú el que había atraído sobre mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer era ahorrarme la ignominia añadida de la quiebra por una suma absolutamente despreciable, menos de la mitad de lo que me había gastado en ti en tres cortos meses de verano en Goring. Pero de eso no hablemos más por ahora. Sí que recibí por medio del pasante, lo reconozco, un mensaje tuyo sobre el asunto, o por lo menos relacionado con la ocasión. El día que vino a tomar mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa -estábamos en presencia del vigilante-, y, luego de consultar un papel que sacó del bolsillo, me dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de-Lys le envía sus recuerdos». Yo me le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo no le entendía. «El caballero está en estos momentos en el extranjero», añadió misteriosamente. Entonces caí de golpe, y recuerdo que, por primera y última vez en toda mi vida de presidio, solté la carcajada. En esa carcajada iba todo el desprecio del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y los hechos subsiguientes me demostrarían que había visto bien- que nada de lo ocurrido te había hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos seguías siendo el príncipe gentil de una comedia trivial, no la figura sombría de un espectáculo trágico. Todo lo que había pasado no era mas que una pluma para la gorra que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno para el jubón que oculta un corazón que el Odio, y el Odio solamente, calienta, y que el Amor, y el Amor solamente, encuentra frío. ¡Príncipe Fleur-de-Lys! Sin duda hacías muy bien en comunicarte conmigo bajo nombre supuesto. Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre alguno. En la vasta prisión donde entonces estaba encarcelado, no era más que el número y la letra de una pequeña celda de una larga galería, uno entre mil números sin vida, como entre mil vidas sin vida. Pero seguramente habría muchos nombres de verdad en la historia de verdad que te habrían cuadrado mucho mejor, y con los que no me habría sido nada difícil reconocerte al instante. No se me ocurrió buscarte tras las lentejuelas de una visera de pacotilla sólo apta para una mascarada cómica. ¡Ah, si tu alma hubiera estado como para su propia perfección, incluso debería haber estado lacerada de pena, doblegada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habría sido ése el disfraz escogido para entrar a su sombra en la Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida son lo que parecen, y por esa razón, por extraño que te resulte, a menudo son difíciles de interpretar. Pero las cosas pequeñas de la vida son símbolos. Por ellas es como mejor recibimos las lecciones amargas. Tu elección aparentemente casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá siendo, simbólica. Te revela.
Seis semanas después llega una tercera noticia. Me sacan de la enfermería, donde estaba en cama muy enfermo, para recibir un mensaje especial de ti por mediación del director de la prisión. Él me lee una carta que le habías dirigido, donde afirmabas que te proponías publicar un artículo «sobre el caso del señor Oscar Wilde» en el Mercure de France («revista», añadías no se sabe por qué razón, «que es el equivalente de nuestra Fortnightly Reviera») y tenías mucho interés en obtener mi permiso para publicar extractos y selecciones de... ¿qué cartas? ¡Las cartas que yo te había escrito desde Holloway! ¡Las cartas que para ti deberían haber sido lo más sagrado y lo más secreto del mundo entero! ¡Ésas eran las cartas que querías publicar para asombro del ajado décadent, para chismorreo del voraz feuilletoniste, para estupefacción de los personajillos del Quartier Latin! Si en tu corazón no había nada que clamase contra un sacrilegio tan grosero, podías haberte acordado al menos del soneto que escribiera quien con tanta pena y desprecio vio vender en Londres, en pública subasta, las cartas de John Keats, y haber entendido al cabo el auténtico sentido de mis versos:

I think they love not Art Who break the crystal of a poet's heart
Those small and sickly eyes may glare or gloat.
[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta / para deleite de ojos ruines y enfermizos.]

Porque ¿qué querías demostrar con ese artículo? ¿Que yo te había querido demasiado? El gamin de París ya lo sabía. Todos leen los periódicos, y casi todos escriben en ellos. ¿Que yo era un hombre genial? Los franceses lo habían entendido, y la peculiar calidad de mi genio, mucho mejor que lo entendías tú, o podías entenderlo. ¿Que la genialidad se acompaña con frecuencia de un curioso retorcimiento de la pasión y el deseo? Admirable: pero ese tema hubiera sido más propio de Lombroso que de ti. Además, el fenómeno patológico en cuestión se encuentra también entre los que carecen de genialidad. ¿Que en tu guerra de odio con tu padre yo fui a la vez escudo y arma para los dos? Más aún, ¿que en esa caza atroz de mi vida que tuvo lugar una vez acabada la guerra él no me habría podido dar alcance si no estuvieran ya tus redes tendidas a mis pies? Totalmente cierto; pero me dicen que eso ya lo había hecho Henri Bauér la mar de bien. Además, para corroborar su tesis, si tal hubiera sido tu intención, no te hacía falta publicar mis cartas; por lo menos las escritas desde Holloway.
¿Dirás, en respuesta a mis preguntas, que en una de las cartas de Holloway yo mismo te había pedido que intentaras, hasta donde fuera posible, limpiar un poco mi nombre ante alguna pequeña porción del mundo? Ciertamente lo hice. Recuerda cómo y por qué estoy aquí, en este mismo momento. ¿Crees que estoy aquí por mis relaciones con los testigos del juicio? Mis relaciones, reales o supuestas, con esa clase de gente no eran materia de interés ni para el gobierno ni para la sociedad. No sabían nada de ellas, y menos aún les importaban. Estoy aquí por haber intentado llevar a la cárcel a tu padre. El intento fracasó, por supuesto. Mis propios abogados tiraron la toalla. Tu padre me volvió comple tamente las tornas, y me llevó a la cárcel a mí, y aún me tiene en ella. Por eso se me escarnece. Por eso se me desprecia. Por eso tengo que cumplir hasta el último día, hasta la última hora, hasta el último minuto de mi terrible reclusión. Por eso se han denegado mis apelaciones.
Tú eras la única persona que, sin exponerte de ninguna manera a escarnio ni peligro ni culpa, podría haber dado otro color a todo el asunto; haber puesto la cuestión bajo otra luz; haber mostrado hasta cierto punto cómo eran las cosas en realidad. Yo, por supuesto, no habría esperado, ni deseado, que declarases cómo y con qué fin habías buscado mi ayuda cuando tu apuro de Oxford; ni cómo, ni con qué fin, si es que algún fin tenías, prácticamente no te habías despegado de mí durante casi tres años. Mis intentos incesantes de cortar una amistad que era tan ruinosa para mí como artista, como hombre de posición, como miembro de la sociedad incluso, no tenían por qué haber sido relatados con la precisión con que aquí se han consignado. Tampoco hubiera querido que describieras las escenas que hacías con tan monótona reiteración; ni que dieras a la imprenta tus maravillosas series de telegramas, con su extraña mezcla de romance y finanzas; ni que citaras de tus cartas los pasajes mas repugnantes o despiadados, como yo he tenido que hacer. Aun así, pensé que habría sido bueno, para ti y para mí, que elevaras alguna protesta contra la versión que daba tu padre de nuestra amistad, no menos grotesca que venenosa, y tan absurda en lo tocante a ti como deshonrosa en lo tocante a mí. Esa versión ha pasado ya a la historia seria: se cita, se cree y se relata; el predicador ha hecho de ella su texto, y el moralista su tema baldío; y yo, que hablaba a todas las edades, he tenido que aceptar mi veredicto de un monicaco y bufón. He dicho en esta carta, y reconozco que con cierta acritud, que tal es la ironía de las cosas, que tu padre vivirá para ser el héroe de un opúsculo de catequesis; que a ti se te colocará al lado del niño Samuel, y que mi sitio estará entre Gilles de Retz y el marqués de Sade. Me atrevo a decir que más vale así. No quiero quejarme. Una de las muchas lecciones que se aprenden en la cárcel es que las cosas son lo que son, y serán lo que hayan de ser. Tampoco dudo que el leproso del medievalismo y el autor de Justine serán mejor compañía que Sandford y Merton.
Pero en el momento en que te escribí pensaba que para ti y para mí sería bueno, sería propio, sería acertado no aceptar la historia que tu padre había presentado a través de sus abogados para edificación de un mundo filisteo, y por eso te pedí que pensaras y escribieras algo que se acercara más a la verdad. Por lo menos habría sido mejor para ti que garabatear para los periódicos franceses sobre la vida doméstica de tus padres. ¿Qué les im portaba a los franceses que tus padres hubieran sido o no felices en su vida doméstica? No se concibe un tema que menos les pudiera interesar. Lo que sí les interesaba era cómo un artista de mi distinción, que por la escuela y movimiento que encarnaba había ejercido una influencia marcada en la dirección del pensamiento francés, podía, tras llevar semejante vida, iniciar semejante acción. Si para tu artículo hubieras propuesto publicar las cartas, me temo que incontables, en las que te había hablado de la ruina que estabas acarreando a mi vida, de la locura de los estados de ira que estabas dejando que te dominaran con daño tuyo y mío, y de mi deseo, más aún, mi determinación de poner fin a una amistad tan funesta para mí en todos los aspectos, yo lo habría entendido, aunque no habría permitido que tales cartas se publicaran; cuando los abogados de tu padre, queriendo sorprenderme en contradicción, presentaron de pronto ante el tribunal una carta mía que te había escrito en marzo del 93, donde afirmaba que antes que soportar una repetición de las detestables escenas que parecían darte tan terrible placer consentiría de grado en ser «chantajeado por todos los renters de Londres», fue para mí un dolor muy real que ese lado de mi amistad contigo fuera incidentalmente revelado a la mirada del vulgo; pero el que tú fueras tan tardo en ver, tan carente de toda sensibilidad, y tan falto de apreciación de lo raro, lo delicado y lo hermoso, como para tú mismo proponer la publicación de las cartas en las que, y con las que, yo intentaba mantener vivos el espíritu y el alma mismos del Amor, para que pudiera habitar en mi cuerpo a través de los largos años de humillación de ese cuerpo: eso fue, y sigue siendo para mí, causa del dolor más profundo, del desengaño más lacerante. Por qué lo hiciste, temo saberlo demasiado bien. Si el Odio cegó tus ojos, la Vanidad te cosió los párpados con hilos de hierro. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales», tu egotismo estrecho la había embotado, y el largo desuso la había inutilizado. La imaginación estaba tan encarcelada como yo. La Vanidad había puesto barrotes en las ventanas, y el carcelero se llamaba Odio.

(Continúa en esta otra entrada posterior)

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