martes, 7 de diciembre de 2010

De profundis (VI). Oscar Wilde


Por supuesto que tú tenías tus ilusiones, vivías en ellas de hecho, y a través de sus nieblas cambiantes y sus velos de colores lo veías todo cambiado. Pensabas, lo recuerdo muy bien, que tu dedicación a mí, con total abandono de tu familia y vida familiar, era prueba de tu maravilloso aprecio hacia mí y de tu gran afecto. Sin duda a ti te lo parecía. Pero date cuenta de que conmigo estaban el lujo, la vida regalada, el placer ilimitado, el dinero sin tasa. Tu vida familiar te aburría. El «vino barato y frío de Salisbury», por emplear una frase de tu invención, te sabía mal. De mi lado, y junto con mis atractivos intelectuales, estaban las ollas de Egipto. Cuando no me encontrabas a mí, los compañeros que elegías como sustitutos no eran como para presumir.
También pensaste que decirle a tu padre en una carta de abogado que antes que romper tu amistad eterna conmigo preferías renunciar a la asignación anual de 250 libras que, creo que con deducciones por tus deudas de Oxford, te estaba pasando por entonces, era situarse en la caballería andante de la amistad y pulsar la más noble nota de abnegación. Pero la cesión de tu pitanza no significaba que estuvieras dispuesto a dejar ni uno solo de tus lujos más superfluos ni de tus derroches más innecesarios. Al revés. Tu apetito de lujos nunca fue mayor. Mis gastos de ocho días en París contigo y tu criado italiano sumaron casi 150 libras: sólo en Paillard se fueron 85. Al tren de vida que querías llevar, todo tu estipendio de un año, comiendo solo y siendo especialmente ahorrativo en tu selección de los placeres menos costosos, difícilmente te habría durado tres semanas. El hecho de haber renunciado con fingida bravata a tu asignación, valiera lo que valiese, te daba al menos una razón pasable para tu pretensión de vivir a mis expensas, o lo que a ti te parecía una razón pasable; y en muchas ocasiones la esgrimiste seriamente, y la formulaste con puntos y comas; y el abuso continuo, principalmente, claro está, de mí, pero sé que también hasta cierto punto de tu madre, nunca fue tan penoso, porque, al menos en mi caso, nunca fue más absolutamente desprovisto de la menor palabra de gratitud ni sentido de la medida.
Pensaste también que al atacar a tu propio padre con cartas horribles, telegramas ofensivos y postales insultantes estabas realmente librando batallas por tu madre, sosteniendo su causa y vengando las ofensas y sufrimientos, sin duda terribles, de su vida matrimonial. Fue una total equivocación por tu parte; y una de las peores. La manera de vengar las ofensas de tu padre a tu madre, si lo considerabas parte de tus deberes de hijo, hubiera sido ser para tu madre mejor hijo de lo que eras: no hacer que le diera miedo hablar contigo de cosas serias; no firmar facturas para que ella las pagase; ser más suave con ella y no causarle penas. Tu hermano Francis le dio grandes compensaciones por lo que había sufrido, con su dulzura y bondad hacia ella en los breves años de su vida delicada. Tú deberías haberle tomado por modelo. Te equivocaste incluso al imaginar que para tu madre habría sido una delicia y una dicha absoluta que a través de mí hubieras conseguido llevar a tu padre a la cárcel. Estoy seguro de que te equivocabas. Y si quieres saber qué es lo que verdaderamente siente una mujer que tiene a su marido, al padre de sus hijos, vestido de presidiario y en una celda de presidio, escribe a mi mujer y pregúntaselo. Ella te lo dirá.
También yo tenía mis ilusiones. Pensaba que la vida iba a ser una comedia brillante, y tú una de sus muchas figuras airosas. Descubrí que era una tragedia repugnante y repelente, y que la siniestra ocasión de la gran catástrofe, siniestra por lo concentrado de su objetivo y la intensidad de una fuerza de voluntad encogida, eras precisamente tú, despojado de aquella máscara de alegría y placer con la que lo mismo tú que yo nos habíamos dejado engañar y extraviar.
Ahora podrás entender, ¿no es cierto?, un poco de lo que estoy sufriendo. No sé qué periódico, creo que la Pall Mall Gazette, hablando del ensayo general de una de mis obras, decía que me seguías a todas partes como mi sombra: el recuerdo de nuestra amistad es la sombra que va conmigo aquí; que parece no dejarme nunca; que me despierta por las noches para contarme una y otra vez la misma historia, hasta que su reiteración cansina ahuyenta el sueño hasta el alba; al alba vuelve a empezar; me sigue al patio de la cárcel y me hace hablar solo mientras hago la ronda; me veo obligado a recordar cada detalle que acompañó a cada momento horrible; no hay nada de cuanto sucedió en esos años infaustos que no pueda recrear en esa cámara del cerebro que está reservada al dolor o a la desesperación; hasta la última nota forzada de tu voz, hasta el último temblor y gesto de tus manos nerviosas, hasta la última palabra amarga, hasta la última frase venenosa vuelve a mí; me acuerdo de la calle o del río por donde pasamos, de la pared o del bosque que nos rodeaba, de qué figura hacían en la esfera las manecillas del reloj, de hacia dónde iban las alas del viento, de qué forma y color tenía la luna.
Hay, lo sé, una única respuesta a todo lo que te he dicho, y es que me querías; que a lo largo de esos dos años y medio en que los Hados estuvieron tejiendo un único dibujo escarlata con los hilos de nuestras vidas divididas, realmente me quisiste. Sí; sé que así fue. No importa cómo te portases conmigo, siempre sentí que en el fondo me querías de verdad. Aunque veía con toda claridad que mi posición en el mundo del Arte, el interés que mi personalidad siempre había suscitado, mi dinero, el lujo en que vivía, las mil y una cosas que componían una vida tan encantadora y prodigiosamente inverosímil como era la mía, que todas y cada una de esas cosas eran elementos que te fascinaban y te hacían aferrarte a mí, aun así, aparte de todo eso, había algo mas para ti, una extraña atracción: me querías mucho más que a nadie. Pero tú, como yo, has tenido una terrible tragedia en tu vida, aunque de signo totalmente contrario a la mía. ¿Quieres saber qué fue? Fue esto. En ti el Odio siempre fue más fuerte que el Amor. Tu odio hacia tu padre era de tal magnitud que superaba, anulaba, eclipsaba totalmente tu amor hacia mí. No hubo lucha alguna entre ellos, o si la hubo fue poca; de tales dimensiones era tu Odio y tan monstruoso. Tú no te dabas cuenta de que no hay sitio para las dos pasiones en una misma alma. No pueden vivir juntas en esa hermosa mansión. El Amor se alimenta de la imaginación, que nos hace más sabios que lo que sabemos, mejores que lo que sentimos, más nobles que lo que somos; que nos capacita para ver la Vida como un todo; que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales. Sólo lo bello, y bellamente concebido, alimenta el Amor. Pero el Odio se nutre de cualquier cosa. No hubo copa de champán que bebieras, no hubo plato exquisito que comieras en todos esos años, que no alimentara tu Odio y lo cebara. Para satisfacerlo jugaste con mi vida, lo mismo que jugabas con mi dinero, al desgaire, sin freno, indiferente a las consecuencias. Si perdías, pensabas que la pérdida no sería tuya. Si ganabas, sabías que tuyos serían el júbilo y las ventajas de la victoria.
El Odio ciega. Tú no te dabas cuenta de eso. El Amor alcanza a leer lo escrito en la estrella más remota, pero el Odio te cegó de tal modo que no veías más allá del jardín angosto, tapiado y ya marchito de tus deseos vulgares. Tu terrible falta de imaginación, el único defecto realmente fatídico de tu carácter, era enteramente resultado del Odio que vivía en ti. Sutilmente, en silencio y en secreto, el Odio iba royendo tu naturaleza, como muerde el liquen la raíz de una planta ajada, hasta que llegaste a no ver otra cosa que los intereses más ruines y los objetivos más mezquinos. Esa facultad que el Amor habría alentado en ti, el Odio la envenenó y paralizó. Cuando tu padre empezó a atacarme fue como amigo tuyo particular, y en una carta particular dirigida a ti. Tan pronto como leí esa carta, con sus amenazas obscenas y sus violencias groseras, vi de inmediato que un peligro terrible se cernía en el horizonte de mis agitados días; te dije que no quería ser la cabeza de turco entre vosotros dos, con vuestro odio inveterado; que yo en Londres era naturalmente una presa mucho mayor para él que un ministro de Asuntos Exteriores en Homburg; que sería injusto conmigo colocarme aunque sólo fuera por un instante en semejante posición; y que tenía mejores cosas que hacer en la vida que aguantar escenas con un hombre borracho, déclassé y medio idiota como él. No hubo manera de hacértelo ver. El Odio te cegaba. Te empeñaste en que la pelea realmente no tenía nada que ver conmigo; en que no ibas a tolerar que tu padre mandase en tus amistades particulares; en que sería muy injusto que yo interviniera. Ya antes de verme por ese motivo le habías enviado a tu padre un telegrama necio y vulgar a guisa de respuesta. Con eso, claro está, te condenabas a seguir un rumbo necio y vulgar. Los errores fatales de la vida no se deben a que seamos insensatos: un momento de insensatez puede ser nuestro mejor momento. Se deben a que somos lógicos. Hay una gran diferencia. Ese telegrama condicionó a partir de ahí todas tus relaciones con tu padre, y por consiguiente toda mi vida. Y lo grotesco es que era un telegrama del que el más vulgar galopín se habría avergonzado. De los telegramas insolentes se pasó con toda naturalidad a las cartas de abogado presuntuosas, y el resultado de tus cartas de abogado a tu padre fue, claro está, espolearle todavía más. No le dejaste otra alternativa que seguir. Le impusiste como cuestión de honor, de deshonor mas bien, que tu acción surtiera efectos aún mayores. Así que a la vez siguiente me ataca a mí, ya no en carta particular y como amigo tuyo particular, sino en público y como hombre público. Tengo que echarle de mi casa. Va buscándome de restaurante en restaurante, para insultarme ante la faz del mundo, y de tal modo que el replicar fuera mi ruina, y el no replicar fuera mi ruina también. ¿No fue ése el momento en que tú deberías haber dado un paso al frente para decir que antes que exponerme a tan odiosos ataques, a tan infame persecución por tu causa, de buen grado y al momento renunciabas a todo título sobre mi amistad? Ahora será eso lo que pienses, me figuro. Pero entonces ni se te pasó por la cabeza. El Odio te cegaba. Lo único que se te ocurrió (aparte, naturalmente, de escribirle cartas y telegramas insultantes) fue comprar una pistola ridícula que se dispara en el Berkeley en circunstancias que desatan un escándalo mayor de cuantos llegaran nunca a tus oídos. En realidad, la idea de ser el objeto de una disputa terrible entre tu padre y un hombre de mi posición parecía deleitarte. Halagaba tu vanidad, supongo que con toda lógica, y acrecentaba tu importancia ante ti mismo. Que tu padre se hubiera llevado tu cuerpo, que a mí no me interesaba, y me hubiera dejado tu alma, que no le interesaba a él, habría sido para ti una solución lamentable del litigio. Olfateaste la ocasión de un escándalo público y corriste a ella. La perspectiva de una batalla en la que tú estarías a salvo te entusiasmó. No recuerdo haberte visto nunca de mejor humor que el que mostraste en el resto de aquella temporada. Tu única decepción pareció ser que al final no pasó nada, y que entre nosotros no hubo más encuentro ni alboroto. Te consolaste enviándole telegramas de tal carácter, que al cabo el desgraciado te escribió diciendo que había dado orden a sus criados de que no le pasaran ningún telegrama bajo ningún pretexto. Eso no te arredró. Viste las inmensas oportunidades que brindaba la tarjeta postal abierta, y las explotaste a fondo. Le aguijoneaste aún más en la persecución de su presa. Yo no creo que él tampoco la hubiera dejado. Los instintos de la familia eran fuertes en él. Su odio
hacia ti era tan persistente como el tuyo hacia él, y yo era el buey de cabestrillo para los dos, y un modo de ataque a la vez que un modo de protección. Su mismo afán de notoriedad no era simplemente individual, sino racial. De todos modos, si su interés hubiera flaqueado por un momento, tus cartas y postales lo habrían vuelto en seguida a su antiguo ardor. Eso hicieron, y él lógicamente fue más lejos aún. Tras haberme acometido como caballero particular y en privado, como hombre público y en público, al cabo decide lanzar su gran ataque final contra mí como artista, y en el lugar donde mi Arte se está representando. Se procura por medios fraudulentos una butaca para el estreno de una de mis obras, y trama un plan para interrumpir la representación, hacer un sucio discurso sobre mí ante el público, insultar a mis actores, arrojarme proyectiles ofensivos o indecentes cuando salga a saludar al final, arruinarme totalmente de alguna manera asquerosa a través de mi trabajo. Por puro azar, en la sinceridad breve y accidental de una ebriedad mayor de lo habitual, alardea de su intención públicamente. Se informa a la policía, y se impide su entrada en el teatro. Tú tuviste entonces tu oportunidad. Tu oportunidad fue ésa. ¿No te das cuenta ahora de que deberías haberla visto, y haberte adelantado a decir que no querías que mi Arte, a lo menos, se perdiera por ti? Tú sabías lo que mi Arte era para mí, la gran nota fundamental con que me había revelado, en primer lugar ante mí mismo, y después ante el mundo; la verdadera pasión de mi vida; el amor frente al que todos los demás amores eran como agua de pantano al vino tinto, o la luciérnaga del pantano al mágico espejo de la luna. ¿No comprendes ahora que tu falta de imaginación era el único defecto realmente fatídico de tu carácter? Lo que tuviste que hacer era muy sencillo, y lo tenías muy claro ante ti, pero el Odio te había cegado y no veías nada. Yo no podía pedir excusas a tu padre porque él llevara casi nueve meses insultándome y persiguiéndome de la manera más aborrecible. No podía sacarte de mi vida. Lo había intentado una y otra vez. Había llegado incluso a dejar Inglaterra y marcharme al extranjero con la esperanza de escapar de ti. Nada había servido de nada. Tú eras la única persona que podía hacer algo. La clave de la situación estaba enteramente en ti. Fue la gran oportunidad que tuviste de darme alguna pequeña compensación por todo el amor, el afecto, la bondad, la generosidad y los desvelos que yo te había mostrado. Si me hubieras apreciado en la décima parte de mi valor como artista lo habrías hecho. Pero el Odio te cegaba. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales» estaba muerta en ti. No pensabas más que en la manera de llevar a tu padre a la cárcel. Verle «en el banquillo», como solías decir: ésa era tu única idea. Esa frase vino a ser uno de los muchos estribillos de tu conversación diaria. Se la oía en todas las comidas. Bien, pues viste satisfecho tu deseo. El Odio te concedió todo lo que querías. Fue un Señor indulgente contigo. Lo es, en efecto, con todos los que le sirven. Dos días te sentaste en un asiento elevado con los guardias, y te regalaste los ojos con el espectáculo de tu padre en el banquillo del Tribunal Central de lo Criminal. Y al tercer día yo ocupé su lugar. ¿Qué había pasado? Que en el espantoso juego de odio que os traíais, los dos habíais echado mi alma a los dados, y casualmente habías perdido tú. Nada más.
Ya ves que tengo que escribir tu vida para ti, y tú tienes que comprenderla. Hace ahora más de cuatro años que nos conocemos. La mitad de ese tiempo hemos estado juntos; la otra mitad yo he tenido que pasarla en la cárcel como resultado de nuestra amistad. Dónde recibirás esta carta, si es que te llega, no lo sé. Roma, Nápoles, París, Venecia, alguna hermosa ciudad sobre mar o río, no lo dudo, te acoge. Estás rodeado, si no de todo el lujo inútil que tuviste conmigo, por lo menos de todo lo que es placentero a la vista, al oído y al gusto. La Vida es muy bella para ti. Y sin embargo, si eres sabio, y quieres encontrar la Vida aún mucho más bella, y de otra manera, dejarás que la lectura de esta carta terrible - porque sé que eso signifique una crisis y un punto de inflexión tan importante para tu vida como escribirla lo es para mí. Tu cara pálida solía sonrojarse fácilmente con el vino o el placer. Si, mientras lees lo que aquí está escrito, de tanto en tanto te arde de vergüenza como al calor de un horno, tanto mejor será para ti. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.

(Continúa en otra entrada posterior)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Creative Commons License
El cuarto claro by Sofía Serra Giráldez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 3.0 España License.