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miércoles, 30 de marzo de 2011

De profundis (XV -y última-). Oscar Wilde

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Hay algunas cosas mas de las que tengo que escribirte. La primera es mi quiebra. Supe hace algunos días, reconozco que con gran decepción, que ya es demasiado tarde para que tu familia reembolse a tu padre, que eso sería ilegal, y que yo habré de permanecer en mi dolorosa situación presente durante un tiempo aún considerable. Para mí es amargo porque me aseguran de fuentes jurídicas que no puedo ni publicar un libro sin permiso del Receptor, a quien hay que presentar todas las cuentas. No puedo firmar un contrato con el empresario de un teatro, ni poner en escena una obra, sin que los ingresos pasen a tu padre y a mis otros tres o cuatro acreedores. Creo que incluso tú reconocerás ahora que el plan de «hacerle una buena» a tu padre permitiéndole hacerme a mí insolvente no ha sido realmente el éxito brillante y redondo que tú te prometías. Al menos no lo ha sido para mí, y habría que haber consultado con mis sentimientos de dolor y humillación ante mi indigencia más que con tu cáustico e inesperado sentido del humor. La realidad de los hechos es que al permitir mi quiebra, como al empujarme al primer proceso, le hacías el juego a tu padre, y hacías exactamente lo que él quería. Solo, desasistido, él habría sido impotente desde el primer momento. En ti -aunque tú no pretendieras llenar tan horrible puesto- ha encontrado siempre su mejor aliado.

Me dice More Adey en su carta que el verano pasado expresaste realmente en más de una ocasión tu deseo de devolverme «un poco de lo que gasté» en ti. Como yo le dije en mi contestación, por desdicha yo gasté en ti mi arte, mi vida, mi nombre, mi lugar en la historia, y si tu familia tuviera todas las cosas maravillosas del mundo a su disposición, o lo que el mundo juzga maravilloso, genio, belleza, riqueza, posición, etcétera, y todas las pusiera a mis pies, con eso no se me devolvería ni una décima parte de las cosas más pequeñas que se me han arrebatado, ni una sola de las lágrimas más pequeñas que he vertido. Pero claro está que todo lo que se hace hay que pagarlo. Eso es así hasta para el insolvente. Tú pareces tener la impresión de que la quiebra es para un hombre una manera cómoda de esquivar el pago de sus deudas, de «hacérsela» a los acreedores, en realidad. Pues es justamente lo contrario. Es el sistema por el que los acreedores de un hombre «se la hacen» a él, si hemos de seguir con tu frase favorita, y por el que la Ley, mediante la confiscación de todas sus propiedades, le obliga a pagar todas y cada una de sus deudas, y si así no lo hace le deja tan indigente como el más vulgar pordiosero que se acoja a un soportal o se arrastre por un camino con la mano tendida por esa limosna que, al menos en Inglaterra, le da miedo pedir. La Ley me ha quitado no ya todo lo que tenía, mis libros, muebles, cuadros, mis derechos de autor sobre mis obras publicadas, mis derechos de autor sobre mis obras de teatro, realmente todo desde El príncipe feliz y El abanico de lady Windermere hasta las alfombras de mi escalera y el limpiabarros de mi puerta, sino también todo lo que pueda tener en el futuro. Mi renta sobre los bienes dotales, por ejemplo, se vendió. Afortunadamente pude comprarla a través de mis amigos. De no haber sido así, en caso de fallecimiento de mi mujer, mis dos hijos serían mientras yo viviera tan indigentes como yo. Mi parte en las tierras de Irlanda, que mi propio padre me legó, será, me figuro, lo siguiente. Me da una gran amargura que se venda, pero habré de pasar por ello.

Están por medio los setecientos peniques de tu padre -¿o eran libras?-, y hay que reembolsarlos. Aun despojado de todo lo que tengo, y de todo lo que pueda tener, y declarado insolvente total, todavía tengo que pagar mis deudas. Las comidas en el Savoy: la sopa de tortuga, los orondos hortolanos envueltos en arrugadas hojas de parra siciliana, el recio champán de color ambarino, casi de aroma ambarino -Dagonet de 1880 era tu vino favorito, ¿verdad?-, todo eso hay que pagarlo todavía. Las cenas en Willis's, la cuvée especial de Perrier Jouet que siempre nos reservaban, los pátés maravillosos traídos directamente de Estrasburgo, el prodigioso fine champagne servido siempre en el fondo de grandes copas acampanadas para que su bouquet fuera mejor saboreado por los auténticos epicuros de lo realmente exquisito de la vida, eso no puede quedar sin pagar, como las deudas incobrables de un cliente trapacero. Hasta los delicados gemelos -cuatro piedras de luna, bruma de plata, en forma de corazón, montadas en cerco de rubíes y brillantes alternados- que yo diseñé y encargué en Henry Lewis como regalito especial para ti, para celebrar el éxito de mi segunda comedia, hasta eso, aunque creo que los vendiste por cuatro perras pocos meses después, hay que pagarlo. No le voy a dejar al joyero sin fondos por los regalos que te hice, independientemente de lo que tú hicieras con ellos. Así que, aunque me declaren insolvente, ya ves que aún tengo que pagar mis deudas.

Y lo que pasa con un insolvente pasa en la vida con todos los demás. Por cada pequeña cosa que se hace, alguien tiene que pagar. Tú mismo incluso -con todo tu deseo de libertad absoluta de todas las obligaciones, tu insistencia en que de todo te provean otros, tus intentos de rechazar todo compromiso de afecto, o de consideración, o de gratitud-, tú mismo tendrás un día que reflexionar seriamente sobre lo que has hecho, y tratar, aunque sea en vano, de expiarlo de algún modo. El hecho de que realmente no puedas hacerlo será parte de tu castigo. No puedes lavarte las manos de toda responsabilidad y pasar con un gesto de hombros o una sonrisa a un nuevo amigo o un banquete recién servido. No puedes tratar todo lo que has atraído sobre mí como una reminiscencia sentimental que sacar de cuando en cuando con los cigarrillos y los licores, fondo pintoresco para una vida moderna de placer, como un tapiz antiguo colgado en una posada vulgar. De momento podrá tener el encanto de una salsa nueva o una cosecha reciente, pero los restos de un festín se enrancian, y las heces de una botella son amargas. Hoy, o mañana, o cuando sea, tienes que comprenderlo. Porque si no podrías morirte sin haberlo comprendido, y entonces ¡qué vida tan ruin, famélica, falta de imaginación habrías tenido! En mi carta a More he sugerido un punto de vista que debes adoptar respecto al tema lo antes posible. Él te dirá lo que es. Para entenderlo tendrás que cultivar tu imaginación. Recuerda que la imaginación es esa cualidad que nos permite ver las cosas y las personas en sus relaciones reales e ideales. Si no eres capaz de comprenderlo solo, háblalo con otros. Yo he tenido que mirar mi pasado de frente. Mira tu pasado de frente. Siéntate tranquilamente a estudiarlo. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. Háblalo con tu hermano. De hecho la persona con quien hablarlo es Percy. Dale a leer esta carta, y cuéntale todas las circunstancias de nuestra amistad. Exponiéndoselo todo con claridad, no hay persona de mejor juicio. Si le hubiéramos dicho la verdad, ¡cuánto sufrimiento y vergüenza se me habría ahorrado! Recordarás que lo propuse, la noche que llegaste a Londres de Argel. Te negaste de plano. Por eso cuando vino a casa después de comer tuvimos que montar la comedia de que tu padre era un demente, víctima de espejismos absurdos e inexplicables. La comedia fue excelente mientras duró, y no menos porque Percy se la tomara totalmente en serio. Por desgracia acabó de una manera muy repulsiva. El tema sobre el que ahora escribo es uno de sus resultados, y si a ti te molesta, te ruego que no olvides que es la más profunda de mis humillaciones, y que he de pasar por ella. No tengo alternativa. Ni tú tampoco.

Lo segundo de lo que tengo que hablarte se refiere a las condiciones, circunstancias y lugar de nuestro encuentro cuando mi plazo de reclusión se haya cumplido. Por extractos de la carta que le escribiste a Robbie a comienzos del verano del año pasado, entiendo que has sellado en dos paquetes mis cartas y mis regalos -o lo que quede de unas y otros- y deseas entregármelos personalmente. Es necesario, por supuesto, que los entregues. Tú no entendiste por qué te escribía cartas hermosas, como no entendías por qué te hacía regalos hermosos. No te diste cuenta de que lo primero no era para publicarlo, como lo segundo no era para empeñarlo. Además, pertenecen a un lado de la vida que hace tiempo que pasó, a una amistad que, por la razón que fuese, tú no supiste apreciar en su valor debido. Te asombrarás cuando vuelvas la vista ahora a aquellos días en que tenías mi vida entera en tus manos. Yo también los miro con asombro, y con otras emociones bien distintas.

Seré liberado, si todo va bien, a finales de mayo, y espero irme inmediatamente con Robbie y More Adey a algún pueblecito costero de otro país. El mar, como dice Eurípides en uno de sus dramas sobre lfigenia, lava las manchas y las heridas del mundo. Θάλασσα χλνΐει πάντα τ’ανθώπων xaxá.

Espero estar por lo menos un mes con mis amigos, y poder tener, en su sana y cariñosa compañía, paz y equilibrio, un corazón menos agitado y un estado de ánimo más risueño. Siento un anhelo extraño de las grandes cosas simples y primigenias, como el Mar, para mí no menos madre que la Tierra. Me parece que todos miramos a la Naturaleza demasiado y vivimos con ella demasiado poco. Yo encuentro una gran cordura en la actitud de los griegos. Ellos nunca charlaban de puestas de sol, ni discutían si en la hierba las sombras eran realmente violáceas o no. Pero veían que el mar era para el nadador, y la arena para los pies del corredor. Amaban los árboles por la sombra que dan, y el bosque por su silencio al mediodía. El viñador se ceñía el pelo de hiedra para resguardarse de los rayos del sol según se encorvaba sobre los brotes tiernos, y para el artista y el atleta, los dos tipos que Grecia nos ha dado, se tejían en guirnaldas las hojas del laurel amargo y del perejil silvestre, que por lo demás no rendían ningún servicio al hombre.

Decimos que somos una era utilitaria, y no conocemos la utilidad de nada. Hemos olvidado que el Agua limpia y el Fuego purifica, y que la Tierra es madre de todos nosotros. La consecuencia es que nuestro Arte es de la Luna y juega con sombras, mientras que el arte griego es del Sol y trata directamente con las cosas. Yo tengo la seguridad de que en las fuerzas elementales hay purificación, y quiero volver a ellas y vivir en su presencia.

Claro está que para alguien tan moderno como yo soy, enfant de mon siécle, el mero hecho de contemplar el mundo siempre será hermoso. Tiemblo de placer cuando pienso que el mismo día en que salga de la cárcel estarán floreciendo en los jardines el codeso y las lilas, y que veré al viento agitar en inquieta belleza el oro cimbreño de lo uno, y a las otras sacudir la púrpura pálida de sus penachos de modo que todo el aire será Arabia para mí. Linneo cayó de hinojos y lloró de alegría cuando vio por primera vez el largo páramo de las tierras altas inglesas teñido de amarillo por los capullos aromáticos del tojo, y yo sé que para mí, para quien las flores forman parte del deseo, hay lágrimas esperando en los pétalos de alguna rosa. Siempre me ha ocurrido, desde mi niñez. No hay un solo color oculto en el cáliz de una flor, o en la curva de una concha, al que mi naturaleza no responda, en virtud de alguna sutil simpatía con el alma de las cosas. Como Gautier, siempre he sido de aquellos pour qui le monde visible existe.

Aun así, ahora soy consciente de que detrás de toda esa Belleza, por satisfactoria que sea, se esconde un Espíritu del cual las formas y figuras pintadas no son sino modos de manifestación, y con ese Espíritu deseo ponerme en armonía. Me he cansado de las declaraciones articuladas de hombres y cosas. Lo Místico en el Arte, lo Místico en la Vida, lo Místico en la Naturaleza: eso es lo que busco, y en las grandes sinfonías de la Música, en la iniciación del Dolor, en las profundidades del Mar quizá lo encuentre. Me es absolutamente necesario encontrarlo en alguna parte.

En todos los juicios se enjuicia la propia vida, como todas las sentencias son sentencias de muerte; y a mí me han juzgado tres veces. La primera vez salí de la tribuna para ser detenido, la segunda para ser devuelto a la prisión preventiva, la tercera para ser encarcelado por dos años. La Sociedad, tal como la hemos constituido, no tendrá sitio para mí, no tiene ninguno que ofrecer; pero la Naturaleza, cuyas dulces lluvias caen por igual sobre justos e injustos, tendrá tajos en las peñas donde yo pueda esconderme, y valles secretos en cuyo silencio pueda llorar tranquilo. Prenderá estrellas en la noche para que pueda caminar por la oscuridad sin tropezar, y mandará el viento sobre mis huellas para que nadie pueda seguirme en mi perjuicio; me limpiará en vastas aguas, y con hierbas amargas me sanará.
Al cabo de un mes, cuando las rosas de junio estén en toda su desbordada opulencia, concertaré contigo por conducto de Robbie, si me siento capaz, un encuentro en alguna ciudad extranjera tranquila como Brujas, cuyas casas grises y verdes canales y calles frescas y silenciosas, tenían un encanto para mí, hace años. De momento tendrás que cambiar de nombre. El titulillo del que tanto te ufanabas y es verdad que hacías que tu nombre sonara a nombre de flor lo tendrás que abandonar, si quieres verme, así como también mi nombre, que en tiempos fuera tan musical en la boca de la Fama, habrá de ser abandonado por mí. ¡Qué estrecho, y ruin, e insuficiente para sus cargas es este siglo nuestro! Puede dar al Éxito su palacio de pórfido, pero para morada del Dolor y la Vergüenza no conserva siquiera una choza: lo único que puede hacer por mí es ordenarme que cambie mi nombre por otro, cuando incluso el medievalismo me habría dado cubrirme con la capucha del monje o el velo del leproso y estar en paz.

Espero que nuestro encuentro sea como debería ser un encuentro entre tú y yo, después de todo lo ocurrido. En los viejos tiempos hubo siempre un ancho abismo entre nosotros, el abismo del Arte conseguido y la cultura adquirida; ahora hay entre nosotros un abismo todavía mayor, el abismo del Dolor; pero para la Humildad nada es imposible, y para el Amor todo es fácil.

En cuanto a la carta con que respondas a ésta, puede ser todo lo larga o corta que tú quieras. Dirige el sobre al Director de la Prisión de Reading. Dentro, en otro sobre abierto, pon tu carta para mí: si el papel es muy fino no escribas por los dos lados, porque así a otros les cuesta trabajo leer. Yo te he escrito con total libertad. Tú me puedes escribir igual. Lo que he de saber de ti es por qué no has hecho ningún intento de escribirme, desde el mes de agosto del año antepasado, y más particularmente después de que, en mayo del año pasado, hace ahora once meses, supieras, y reconocieras ante otros que sabías, cuánto me habías hecho sufrir, y cómo yo era consciente. Un mes tras otro esperé noticias tuyas. Aunque no hubiera estado esperando, aunque te hubiera cerrado la puerta, deberías haber recordado que nadie puede cerrar las puertas al Amor para siempre. El juez injusto del Evangelio acaba por levantarse para dar una decisión justa porque la justicia llama todos los días a su puerta; y de noche el amigo en cuyo corazón no hay amistad de verdad cede al cabo ante su amigo «por su importunidad». No hay cárcel en el mundo que el Amor no pueda asaltar. Si eso no lo has entendido, es que no has entendido nada del Amor. También quiero que me cuentes todo lo relativo a tu artículo sobre mí para el Mercure de France. Algo sé de él. Dame citas literales. Está compuesto en letras de molde. Dame también las palabras exactas de la dedicatoria de tus poemas. Si están en prosa, cita la prosa; si en verso, cita el verso. No me cabe duda de que será hermosa. Escríbeme con toda franqueza sobre ti; sobre tu vida; tus amigos; tus ocupaciones; tus libros. Háblame de tu libro y su acogida. Lo que tengas que decir en tu descargo, dilo sin miedo. No escribas lo que no sientes: eso es todo. Si en tu carta hay algo de falso o fingido, lo detectaré en seguida por el tono. No por nada, ni en vano, en mi culto de toda la vida a la literatura me he hecho

Miser of sound and syllable, no less Than Midas of his coinage.
[Avaro de sonidos y de dabas, / como Midas de sus monedas.]

Recuerda también que aún estoy por conocerte. Quizá estemos aún por conocernos.

Acerca de ti no me queda más que una última cosa que decir. No te dé miedo el pasado. Si te dicen que es irrevocable, no lo creas. El pasado, el presente y el futuro no son sino un momento a la vista de Dios, a cuya vista debemos tratar de vivir. El tiempo y el espacio, la sucesión y la extensión, son meras condiciones accidentales del Pensamiento. La Imaginación puede trascenderlos, y moverse en una esfera libre de existencias ideales. Las cosas, además, son en su esencia lo que queremos que sean. Una cosa es según el modo en que se la mire. «Allí donde otros», dice Blake, «no ven más que la Aurora que despunta sobre el monte, yo veo a los hijos de Dios clamando de alegría». Lo que para el mundo y para mí mismo parecía mi futuro, yo lo perdí irremisiblemente cuando me dejé incitar a querellarme contra tu padre; me atrevo a decir que lo había perdido, en realidad, mucho antes. Lo que tengo ante mí es mi pasado. He de conseguir mirarlo con otros ojos, hacer que el mundo lo mire con otros ojos, hacer que Dios lo mire con otros ojos. Eso no lo puedo conseguir soslayándolo, ni menospreciándolo, ni alabándolo, ni negándolo. Únicamente se puede hacer aceptándolo plenamente como una parte inevitable de la evolución de mi vida y mi carácter: inclinando la cabeza a todo lo que he sufrido. Cuán lejos estoy de la verdadera templanza de ánimo, esta carta con sus humores inciertos y cambiantes, su sarcasmo y su amargura, sus aspiraciones y su incapacidad de realizar esas aspiraciones, te lo mostrará muy claramente. Pero no olvides en qué terrible escuela estoy haciendo los deberes. Y aun siendo como soy incompleto e imperfecto, aun así quizá tengas todavía mucho que ganar de mí. Viniste a mí para aprender el Placer de la Vida y el Placer del Arte. Acaso se me haya escogido para enseñarte algo que es mucho más maravilloso, el significado del Dolor y su belleza.
Tu amigo que te quiere,
Oscar Wilde.

oOo

miércoles, 16 de marzo de 2011

De profundis (XIV). Oscar Wilde

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(Me permito en esta ocasión, y a la vista de que ya quedan pocas entradas para terminar de publicarla entera, la libertad de subrayar poniendo en negrita, tal como lo tengo en mi archivo) 

Y del mismo modo tu madre tendrá que lamentar a veces haber intentado trasladar sus graves responsabilidades a otra persona, que ya tenía bastante fardo que llevar. Ocupaba respecto a ti la posición de ambos padres. ¿Cumplió realmente los deberes de alguno? Si yo aguantaba tu mal carácter y tu grosería y tus escenas, también ella podía haberlos aguantado. La última vez que vi a mi mujer -hace de eso catorce meses-, le dije que iba a tener que ser padre y madre para Cyril. Le describí la manera de tratar contigo que tenía tu madre con todos sus detalles, como la he expuesto en esta carta, aunque lógicamente con mucha más extensión. Le conté la razón de las incesantes notas con la palabra «Privado» en el sobre que llegaban a Tite Street procedentes de tu madre, tan incesantes que mi mujer se reía y decía que debíamos estar colaborando en una novela de sociedad o algo por el estilo. Le imploré que no sea para Cyril lo que tu madre ha sido para ti. Le dije que le educara de tal modo que, si él derramara sangre inocente, fuera a decírselo, para que ella primero le lavara las manos, y después le enseñara a limpiar el alma por la penitencia o la expiación. Le dije que, si le atemorizaba afrontar la responsabilidad de la vida de otro, aunque fuera su propio hijo, buscara un custodio que la ayudase. Cosa que ha hecho, y me alegro. Ha escogido a Adrian Hope, un hombre de alta cuna y cultura y excelente carácter, primo suyo, a quien conociste una vez en Tite Street, y con él Cyril y Vyvyan tienen buenas posibilidades de un futuro hermoso. Tu madre, si le daba miedo hablar seriamente contigo, debería haber elegido entre sus parientes a alguien a quien hubieras escuchado. Pero no debió tener miedo. Debió hablarlo todo contigo y afrontarlo. En cualquier caso, mira el resultado. ¿Está satisfecha y contenta?

Sé que me echa a mí la culpa. Me lo dicen, no personas que te conocen, sino personas que ni te conocen ni tienen ganas de conocerte. Me lo dicen a menudo. Habla de la influencia de un hombre mayor sobre otro más joven, por ejemplo. Es una de sus actitudes favoritas hacia la cuestión, y siempre una llamada eficaz a los prejuicios y la ignorancia populares. No hace falta que yo te pregunte qué influencia tuve sobre ti. Tú sabes que ninguna. Era una de tus bravatas frecuentes que no tenía ninguna; y la única, de hecho, bien fundada. ¿Qué había en ti, si vamos a ver, en lo que yo pudiera influir? ¿Tu cerebro? Estaba subdesarrollado. ¿Tu imaginación? Estaba muerta. ¿Tu corazón? Aún no había nacido. De todas las personas que han cruzado mi vida, fuiste la sola y única en la que no pude de ninguna manera influir en ninguna dirección. Cuando estaba enfermo y desvalido por una fiebre que había contraído cuidándote, no tuve influencia bastante sobre ti para inducirte a que me llevaras siquiera una taza de leche que beber, ni que te ocuparas de que tuviera lo más indispensable en la habitación de un enfermo, ni que te molestaras en recorrer doscientas yardas en coche para traerme un libro de una librería pagado por mí. Cuando estaba materialmente ocupado en escribir, y dando a la pluma comedias que habían de superar a Congreve en brillantez, y a Dumas hijo en filosofía, y supongo que a todos los demás en todas las demás cualidades, no tuve influencia bastante sobre ti para que me dejaras tranquilo como hay que dejar a un artista. Dondequiera que estuviera mi cuarto de escribir, para ti era un gabinete cualquiera, un sitio donde fumar y beber vino con agua de Seltz, y hablar de memeces. La «influencia de un hombre mayor sobre un hombre más joven» es una excelente teoría hasta que llega a mis oídos. Entonces pasa a ser grotesca. Cuando llegue a los tuyos, supongo que sonreirás... para tus adentros. Ciertamente estás en tu derecho de hacerlo. También oigo muchas cosas de lo que tu madre dice del dinero. Declara, y con total justicia, que fue incansable en sus súplicas de que no te diera dinero. Lo reconozco. Sus cartas fueron innumerables, y la posdata «Por favor que no sepa Alfred que le he escrito» aparece en todas. Pero para mí no era ningún placer tener que pagarte absolutamente todo, desde el afeitado por la mañana hasta el taxi por la noche. Era un horror. Me quejaba ante ti una y otra vez. Solía decírtelo recuerdas, ¿verdad?- que detestaba que me considerases una persona «útil», que ningún artista desea que le consideren ni le traten así; porque los artistas, como el arte mismo, son por su naturaleza esencialmente inútiles. Tú te irritabas mucho cuando te lo decía. La verdad siempre te irritaba. La verdad, en efecto, es una cosa muy dolorosa de escuchar y muy dolorosa de pronunciar. Pero no por eso cambiabas de ideas ni de modo de vida. Todos los días tenía yo que pagar todas y cada una de las cosas que hacías en el día. Sólo una persona de bondad absurda o de necedad indescriptible lo habría hecho. Desdichadamente yo era una combinación completa de ambas. Cada vez que te sugería que tu madre debía pasarte el dinero que necesitabas, siempre tenías una respuesta muy bonita y airosa. Decías que la renta que le dejaba tu padre -unas 1.500 libras al año, creo-- era totalmente insuficiente para los gastos de una señora de su posición, y que no podías ir a pedirle más dinero del que ya te daba. Tenías toda la razón en lo de que su renta fuera absolutamente inadecuada para una señora de su posición y de sus gustos, pero eso no era excusa para que tú vivieras con lujo a mi costa; al contrario, debía haberte servido de indicación para vivir con economía. El hecho es que eras, y supongo que lo seguirás siendo, el sentimentalista típico. Por que sentimentalista es sencillamente el que quiere darse el lujo de una emoción sin pagarla. La intención de respetar el bolsillo de tu madre era hermosa. La de hacerlo a costa mía era fea. Tú crees que se pueden tener emociones gratis. No se puede. Hasta las emociones más nobles y más abnegadas hay que pagarlas. Cosa extraña, por eso son nobles. La vida intelectual y emocional de la gente vulgar es una cosa muy despreciable. Así como toman prestadas las ideas de una especie de biblioteca circulante del pensamiento -el Zeitgeist de una época que no tiene alma- y las devuelven manchadas al final de la semana, así intentan siempre obtener las emociones a crédito, y se niegan a pagar la factura cuando llega. Tú deberías salir de esa concepción de la vida. En cuanto tengas que pagar por una emoción sabrás su calidad, y habrás ganado con ese conocimiento. Y recuerda que el sentimentalista siempre es un cínico en el fondo. La realidad es que el sentimentalismo no es sino un cinismo en vacaciones. Y por muy delicioso que sea el cinismo desde su lado intelectual, ahora que ha cambiado el Tonel por el Club, nunca podrá ser más que la filosofía perfecta para el hombre que no tenga alma. Tiene su valor social, y para un artista todos los modos de expresión son interesantes, pero en sí mismo es poca cosa, porque al cínico auténtico nada se le revela.

Creo que si ahora vuelves la vista a tu actitud hacia la renta de tu madre, y tu actitud hacia mi renta, no te sentirás orgulloso; y acaso puedas algún día, si no le enseñas esta carta, explicarle a tu madre que en lo de vivir a costa mía no se consultaron mis deseos en ningún momento. No fue más que una forma peculiar, y para mí personalmente desagradabilísima, que adoptó tu devoción a mí. Hacerte dependiente de mí lo mismo para las sumas más pequeñas que para las más grandes te prestaba a tus ojos todo el encanto de la niñez, y al insistir en que yo pagara hasta el último de tus placeres creías haber encontrado el secreto de la eterna juventud. Confieso que me duele oír lo que tu madre va diciendo de mí, y estoy seguro de que si reflexionas convendrás conmigo en que, si no tiene ni una palabra de pesar ni de pena por la ruina que tu linaje ha atraído sobre el mío, haría mejor en estarse callada. Por supuesto que no hay motivo para que vea ninguna parte de esta carta referente a ninguna evolución mental que yo haya pasado, o a ningún punto de partida que espere alcanzar. No tendría interés para ella. Pero las partes que se refieren estrictamente a tu vida, yo que tú se las enseñaría.

Yo que tú, de hecho, no querría ser amado sobre falsas apariencias. No hay ninguna razón para que un hombre muestre su vida al mundo. El mundo no entiende las cosas. Pero con las personas cuyo afecto se desea es diferente. Un gran amigo mío -que hace ya diez años que lo es- vino a verme hace algún tiempo y me dijo que no creía una sola palabra de lo que se decía contra mí, y quería que yo supiese que él me consideraba totalmente inocente, y víctima de una trama inmunda urdida por tu padre. Yo al oírle me eché a llorar, y le dije que, aunque hubiera muchas cosas entre las acusaciones concretas de tu padre que eran totalmente falsas y se me habían cargado por una malignidad repugnante, de todos modos mi vida había estado llena de placeres perversos y pasiones extrañas, y que a menos que aceptara ese hecho como tal hecho y lo comprendiera hasta el fondo, yo no podría de ningún modo seguir siendo amigo suyo, ni estar siquiera en su compañía. Fue para él un choque terrible, pero somos amigos, y yo no he conseguido su amistad sobre falsas apariencias. Te he dicho que decir la verdad es doloroso. Verse obligado a contar mentiras es mucho peor.

Recuerdo que estaba sentado en el banquillo durante mi último juicio, escuchando la denuncia atroz que hacía de mí Lockwood -como una cosa sacada de Tácito, como un pasaje de Dante, como una de las invectivas de Savonarola contra los papas de Roma-, y asqueado y horrorizado ante lo que oía. Y de pronto se me ocurrió pensar: «¡Qué espléndido sería que fuera yo el que estuviera diciendo todo eso sobre mí!». Entonces vi en seguida que lo que se diga de un hombre no es nada. Lo que importa es quién lo diga. El momento más alto de un hombre, no me cabe ninguna duda, es cuando se arrodilla en el polvo y se golpea el pecho y cuenta todos los pecados de su vida. Así contigo. Serías mucho más feliz si tu madre supiera por lo menos un poco de tu vida dicho por ti. Yo le conté bastante en diciembre de 1893, pero claro está que con las obligadas reticencias y generalidades. Al parecer no le dio más coraje en sus relaciones contigo. Al revés. Puso más empeño que nunca en no mirar a la verdad. Si tú mismo se lo dijeras sería distinto. Puede ser que muchas de mis palabras te resulten demasiado amargas. Pero los hechos no los puedes negar. Las cosas fueron como he dicho que fueron, y si has leído esta carta con la atención con que debes leerla te habrás encontrado cara a cara contigo mismo.

Te he escrito todo esto, muy por extenso, para que comprendas lo que fuiste para mí antes de mi encarcelamiento, durante aquellos tres años de amistad funesta; lo que has sido para mí durante mi encarcelamiento, ya casi a dos lunas de completarse; y lo que yo espero ser para mí y para los demás cuando mi encarcelamiento haya acabado. No puedo reconstruir mi carta ni rescribirla. Tendrás que tomarla como está, en muchos sitios emborronada con lágrimas, en algunos con señales de pasión o de dolor, y desentrañarla como puedas, con sus borrones y sus correcciones. En cuanto a las correcciones y enmiendas, las he hecho para que mis palabras sean expresión absoluta de mis pensamientos, y no pequen ni de exceso ni de deficiencia. El lenguaje requiere afinación, como un violín: y lo mismo que demasiadas vibraciones o demasiado pocas en la voz del cantante o en el temblor de la cuerda falsean la nota, así demasiadas palabras o demasiado pocas estropean el mensaje. Tal cual es, en cualquier caso, mi carta tiene su concreto significado detrás de cada frase. No hay ninguna retórica en ella. Allí donde lleva borradura o sustitución, ligera o complicada, es porque busco dar mi impresión real, encontrar para mi talante su equivalencia exacta. Lo que es primero en el sentimiento es lo que siempre llega lo último en la forma.

Reconozco que es una carta severa. No te he ahorrado nada. Podrías decirme que, después de reconocer que pesarte con el más pequeño de mis dolores, la más mezquina de mis pérdidas, sería realmente injusto hacia ti, eso ha sido lo que he hecho, un pesaje meticuloso, escrúpulo a escrúpulo, de tu carácter. Es verdad. Pero recuerda que tú mismo te pusiste en la balanza.

Recuerda que, si puesto frente a un solo instante de mi encarcelamiento el platillo donde tú estás sube hasta el fiel, la Vanidad te hizo escoger el platillo, y la Vanidad te hizo aferrarte a él. Ahí estuvo el gran error psicológico de nuestra amistad, su absoluta falta de proporción. Te metiste a la fuerza en una vida que te venía grande, cuya órbita rebasaba tu capacidad de visión no menos que tu capacidad de movimiento cíclico, cuyos pensamientos, pasiones y acciones eran intensos en valor, anchos en interés, y estaban carga- dos, demasiado cargados verdaderamente, de consecuencias prodigiosas o tremendas. Tu pequeña vida de pequeños caprichos y humores era admirable en su pequeña esfera. Era admirable en Oxford, donde lo peor que te podía pasar era una reprimenda del decano o un sermón del presidente, y donde la emoción más alta era que Magdalena ganase la regata, y encender una hoguera en el patio como celebración del augusto evento. Debería haber continuado en su esfera cuando saliste de Oxford. Tú personalmente estabas muy bien. Eras un ejemplar muy completo de un tipo muy moderno. Únicamente con respecto a mí estuviste mal. Tu derroche desaforado no era un delito. La juventud siempre es manirrota. Lo lamentable era que me obligaras a mí a pagar tus derroches. Tu deseo de tener un amigo con quien pasar tu tiempo desde por la mañana hasta por la noche era encantador. Era casi idílico. Pero deberías haberte pegado a un amigo que no fuera un hombre de letras, un artista para quien tu presencia continua fuera tan completamente destructiva de toda obra hermosa como efectivamente paralizante de la facultad creadora. No había nada de malo en que considerases seriamente que la manera más perfecta de pasar una velada era una comida con champán en el Savoy, luego un palco en un music-hall, y una cena con champán en Willis's como bonne-bouche para acabar. Jóvenes deliciosos de la misma opinión los hay en Londres a montones. No es ni siquiera una excentricidad. Es la condición para ser socio de White's. Pero no tenías ningún derecho a exigir que yo fuera el proveedor de esos placeres para ti. Ahí mostrabas tu nula apreciación real de mi genio. Tu pelea con tu padre, se interprete como se interprete, también es obvio que debería haber quedado enteramente entre vosotros dos. Debería haber sido en el patio de atrás. Creo que es ahí donde se suelen hacer. Tu error fue insistir en representarla como una tragicomedia sobre un estrado de la Historia, con el mundo entero como auditorio, y yo como premio para el vencedor de la despreciable contienda. El que tu padre te aborreciera y tú aborrecieras a tu padre no le interesaba nada al público inglés. Esos sentimientos son muy corrientes en la vida doméstica inglesa, y no deberían salir del lugar que caracterizan: el hogar. Lejos del círculo hogareño no pintan nada. Traducirlos es una tropelía. La vida familiar no es una bandera roja para flamearla por las calles, ni un clarín para hacerlo sonar por los tejados. Tú sacaste la Domesticidad de su esfera, como a ti mismo te habías sacado de tu esfera.

Y los que se salen de su esfera cambian sólo de entorno, no de naturaleza. No adquieren los pensamientos ni las pasiones propias de la esfera a la que pasan. No está en su mano hacerlo. Las fuerzas emocionales, como digo en alguna parte de Intenciones, son tan limitadas en extensión y duración como las fuerzas de la energía física. La copita que está hecha para contener una cantidad contiene esa cantidad y no más, aunque todas las tinas purpúreas de Borgoña estén de vino hasta el borde y la uva recogida en los viñedos pedregosos de España les llegue a los pisadores hasta la rodilla. No hay error más común que el de pensar que quienes son causa u ocasión de grandes tragedias comparten un sentir adecuado a lo trágico; no hay error más fatal que esperarlo de ellos. El mártir, en su «camisa de fuego», podrá estar contemplando la faz de Dios, pero para el que apila la leña, o abre los troncos para que ardan mejor, toda esa escena no es más que el sacrificio de un buey para el matarife, o la tala de un árbol para el carbonero del bosque, o la caída de una flor para el que siega la hierba con la guadaña. Las grandes pasiones son para los grandes de alma, y los grandes hechos sólo los ven los que están a una altura con ellos.
Yo no conozco nada en todo el Teatro más incomparable desde el punto de vista del Arte, ni más sugestivo por su sutileza de observación, que el retrato que hace Shakespeare de Rosencrantz y Guildenstern. Son los amigos de colegio de Hamlet. Han sido sus compañeros. Traen consigo recuerdos de días agradables que pasaron juntos. En el momento en que se cruzan con él en la obra, él vacila bajo el peso de una carga intolerable para un hombre de su temperamento. Los muertos han salido armados del sepulcro para imponerle una misión que es a la vez demasiado grande y demasiado ruin para él. Él es un soñador, y se le ordena que actúe. Tiene naturaleza de poeta y se le pide que se las vea con las complejidades comunes de causa y efecto, con la vida en su materialización práctica, de la que no sabe nada, no con la vida en su esencia ideal, de la que tanto sabe. No tiene idea de qué hacer, y su desvarío es fingir desvarío. Bruto se sirvió de la locura como manto para ocultar la espada de su resolución, la daga de su voluntad, pero para Hamlet la locura es una mera máscara con que ocultar la debilidad. En hacer gestos y chistes ve una ocasión de demorarse. Juega con la acción como juega un artista con una teoría. Se hace espía de sus propias acciones, y escuchando sus propias palabras sabe que no son sino «palabras, palabras, palabras». En lugar de héroe de su propia historia, pretende ser espectador de su propia tragedia. Descree de todo y de sí, pero su duda no le ayuda, porque no nace de escepticismo, sino de una voluntad dividida.

De todo esto Guildenstern y Rosencrantz no entienden nada. Cabecean, sonríen, y lo que dice el uno lo repite el otro con iteración más penosa. Cuando por fin, a través del drama dentro del drama y el juego de los títeres, Hamlet «atrapa la conciencia» del Rey y desaloja de su trono al miserable aterrado, Guildenstern y Rosencrantz no ven en esa conducta más que una lamentable infracción del protocolo cortesano. Es lo más lejos que pueden llegar en «la contemplación del espectáculo de la vida con emociones apropiadas». Están junto al secreto de Hamlet y no saben nada de él. Ni serviría de nada contárselo. Son las copitas que pueden contener tanto y no más. Ya al final se insinúa que, atrapados en una astuta trampa tendida para otros, encuentran o pueden encontrar una muerte violenta y repentina. Pero un final trágico de esa clase, aunque tocado por el humor de Hamlet con algo de la sorpresa y la justicia de la comedia, realmente no es para gente como ellos. Ellos no mueren nunca. Horacio, que, para «justificar a Hamlet y su causa ante los insatisfechos», «se aparta por un tiempo de la dicha y en este duro mundo sigue alentando con dolor», muere, aunque sin público, y no deja hermanos. Pero Guildenstern y Rosencrantz son tan inmortales como Angelo y Tartufo, y su lugar está con ellos. Son lo que la vida moderna ha aportado al ideal antiguo de la amistad. El que escriba un nuevo De amicitia tendrá que encontrarles un nicho y elogiarlos en prosa tusculana. Son tipos fijados para siempre. Censurarlos demostraría falta de apreciación. Únicamente están fuera de su esfera: eso es todo. La sublimidad de alma no se contagia. Los altos pensamientos, las altas emociones están aislados por su propia existencia. Lo que ni siquiera Ofelia podía entender no iban a comprenderlo «Guildenstern y el gentil Rosencrantz», «Rosencrantz y el gentil Guildenstern». Por supuesto que no pretendo compararte. Hay una amplia diferencia entre vosotros. Lo que en ellos era azar, en ti fue elección. Deliberadamente y sin que yo te invitara te metiste en mi esfera, usurpaste allí un sitio para el que no tenías ni derecho ni cualidades, y cuando mediante una persistencia singular, haciendo de tu presencia parte de todos y cada uno de los días, conseguiste absorber mi vida entera, no supiste hacer nada mejor con esa vida que romperla en pedazos. Por extraño que pueda parecerte, era lo natural. Si se le da a un niño un juguete demasiado prodigioso para su pequeña mente, o demasiado bello para sus ojos semiabiertos, lo rompe, si es obstinado; si es distraído lo deja caer y se va con sus compañeros. Así pasó contigo. Una vez que te apropiaste de mi vida, no supiste qué hacer con ella. No podías saberlo. Era una cosa demasiado maravillosa para estar en tus manos. Deberías haberla dejado caer y haber vuelto al juego de tus compañeros. Pero por desdicha eras obstinado, y la rompiste. Quizá en eso, al final, esté el secreto último de todo lo que ha ocurrido. Porque los secretos siempre son más pequeños que sus manifestaciones. Por el desplazamiento de un átomo puede estremecerse un mundo. Y para no ahorrarme nada a mí, ya que nada te ahorro a ti, añadiré esto: que mi encuentro contigo era peligroso para mí, pero lo que lo hizo funesto fue el particular momento en que nos encontramos. Porque tú estabas en esa etapa de la vida en que todo lo que se hace no es más que sembrar la semilla, y yo estaba en esa etapa de la vida en la que todo lo que se hace es nada menos que recoger la cosecha.

jueves, 3 de marzo de 2011

De profundis (XIII). Oscar Wilde


Pero con las fuerzas dinámicas de la vida, y aquellos en quienes esas fuerzas dinámicas se encarnan, no sucede lo mismo. Las personas cuyo deseo es únicamente la autorrealización no saben nunca a dónde van. No lo pueden saber. En un sentido de la palabra es necesario, por supuesto, como decía el oráculo griego, conocerse a uno mismo. Ese es el primer logro del conocimiento. Pero reconocer que el alma de un hombre es incognoscible es el logro último de la Sabiduría. El misterio final es uno mismo. Cuando se ha pesado el sol en una balanza, y medido los pasos de la luna, y trazado el mapa de los siete cielos estrella por estrella, aún queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma? Cuando el hijo de Kis salió a buscar los asnos de su padre, no sabía que un hombre de Dios le estaba esperando con el mismísimo óleo de la coronación, y que su propia alma era ya el Alma de un Rey.

Espero vivir lo bastante, y hacer obra de tal carácter, que al final de mis días pueda decir: «Sí, aquí justamente es a donde conduce la vida artística». Dos de las vidas más perfectas que me he encontrado en mi propia experiencia son las vidas de Verlaine y del príncipe Kropotkin; los dos, hombres que pasaron años en prisión; el primero el único poeta cristiano desde Dante, el otro un hombre con el alma de ese hermoso Cristo blanco que parece estar despuntando en Rusia. Y durante los últimos siete u ocho meses, a pesar de una sucesión de grandes tribulaciones que me llegaban del mundo exterior casi sin pausa, he estado en contacto directo con un nuevo espíritu que opera en esta prisión por conducto de los hombres y de las cosas, y que me ha ayudado como no se puede expresar con palabras; de suerte que, así como en el primer año de mi encarcelamiento no hice otra cosa, ni recuerdo haber hecho otra cosa, que retorcerme las manos con desesperación impotente y decir: «¡Qué final! ¡Qué espantoso final!», ahora intento decirme, y a veces cuando no me estoy torturando me digo de verdad y sinceramente: «¡Qué comienzo! ¡Qué maravilloso comienzo!». Puede ser que verdaderamente lo sea. Puede llegar a serlo. Si lo es, deberé mucho a esta nueva personalidad que ha alterado la vida de todos los hombres que hay aquí.

Las cosas en sí mismas son de poca importancia, de hecho no tienen -demos por una vez las gracias a la Metafísica por habernos enseñado algo- existencia real. Sólo el espíritu es importante. Se puede infligir castigo de tal modo que cure, no que abra una herida, lo mismo que se puede dar limosna de tal modo que el pan se haga piedra en las manos del que da. Del cambio que hay -no en las normas, que están escritas en letras de hierro, sino en el espíritu que se sirve de ellas como su expresión- te podrás dar cuenta si te digo que si me hubieran liberado el pasado mes de mayo, como lo intenté, habría salido de este lugar aborreciéndolo y aborreciendo a todos sus funcionarios con una amargura de odio que habría envenenado mi vida. He tenido un año más de prisión, pero la Humanidad ha estado en la cárcel con todos nosotros, y ahora cuando salga siempre recordaré grandes bondades que aquí he recibido de casi todo el mundo, y el día de mi liberación daré las gracias a muchas personas y pediré que ellas a su vez me recuerden.

El sistema penitenciario es absoluta y totalmente equivocado. Daría cualquier cosa por poder alterarlo cuando salga. Pretendo intentarlo. Pero no hay nada en el mundo tan equivocado que el espíritu de la Humanidad, que es el espíritu del Amor, el espíritu del Cristo que no está en las Iglesias, no pueda hacerlo, si no acertado, al menos soportable sin demasiada amargura de corazón.
Sé también que fuera me están esperando muchas cosas muy deliciosas, desde lo que San Francisco llama «mi hermano el viento» y «mi hermana la lluvia», cosas galanas las dos, hasta los escaparates y los atardeceres de las grandes ciudades. Si hiciera una lista de todo lo que todavía me queda, no sabría dónde parar; porque, en verdad, Dios hizo el mundo para mí tanto como para cualquier otro. Acaso salga con algo que antes no tenía. No necesito decirte que para mí las reformas en moral son tan vacuas y vulgares como las reformas en teología. Pero, si proponerse ser un hombre mejor es hipocresía acientífica, haber llegado a ser un hombre más profundo es el privilegio de los que han sufrido. Y a eso creo haber llegado. Juzga tú mismo.

Si, cuando haya salido, un amigo mío diera una fiesta y no me invitara, no me importaría nada. Puedo ser perfectamente feliz solo. Con libertad, libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser feliz? Además, las fiestas ya no son para mí. He dado demasiadas para que me diviertan. Para mí ese lado de la vida se ha acabado, y me atrevo a decir que por suerte. Pero si, cuando haya salido, un amigo mío tuviera una pena y se negara a dejarme compartirla, eso lo sentiría muy amargamente. Si cerrara las puertas de la casa doliente contra mí, yo volvería una vez y otra y suplicaría que me dejasen entrar, para poder compartir lo que tengo derecho a compartir. Si él me juzgase indigno, no merecedor de llorar con él, yo lo sentiría como la humillación más lacerante, como el modo más terrible de ponerme en vergüenza. Pero eso no podría ser. Tengo derecho a compartir el Dolor, y el que puede mirar la hermosura del mundo, y compartir su dolor, y comprender algo del prodigio de los dos, está en contacto inmediato con las cosas divinas, y se ha acercado tanto como el que más al secreto de Dios.

Quizá entre en mi arte también, no menos que en mi vida, una nota aún más profunda, de mayor unidad de pasión y rectitud de impulso. No la amplitud, sino la intensidad, es el verdadero objetivo del Arte moderno. Lo que nos interesa en el Arte ya no es el tipo. Es la excepción lo que tenemos que tratar. Yo no puedo poner mis sufrimientos en la forma que hayan tomado, ni que decir tiene. El Arte no empieza sino allí donde la Imitación termina. Pero algo tiene que entrar en mi obra, de una armonía de las palabras más completa quizá, de cadencias más ricas, de efectos de color más curiosos, de orden arquitectónico más simple, de alguna cualidad estética, en fin.

Cuando Marsias fue «arrancado de la vaina de sus miembros» -dalla vagina delle memore sue, según una de las frases mas terribles, más a lo Tácito de Dante-, ya no tuvo más canto, decían los griegos. Apolo había salido vencedor. La lira había vencido a la caña. Pero quizá los griegos se equivocasen. Yo oigo en mucho del Arte moderno el grito de Marsias. Es amargo en Baudelaire, dulce y lamentoso en Lamartine, místico en Verlaine. Está en las resoluciones diferidas de la música de Chopin. Está en el descontento que ronda los rostros recurrentes de las mujeres de Burne Jones. Hasta Matthew Arnold, cuya canción de Calicles habla del «triunfo de la dulce lira persuasiva» y de la «final vic- toria famosa» con una nota tan clara de lírica belleza, hasta él, en ese fondo desasosegado de duda y angustia que ronda sus versos, tiene no poco de lo mismo. Ni Goethe ni Wordsworth pudieron sanarle, aunque a ambos los siguió por turno, y cuando quiere llo- rar por «Tirsis» o cantar al «Gitano Estudiante», es la caña lo que tiene que tomar para expresar su melodía. Pero, quedara o no en silencio el fauno frigio, yo no puedo. La expresión me es tan necesaria como la hoja y el capullo para las ramas negras de los árboles que se asoman sobre el muro de la cárcel y tanto se agitan en el viento. Entre mi arte y el mundo hay ahora un ancho abismo, pero entre el Arte y yo no hay ninguno. Espero, al menos, que no haya ninguno.

A cada uno de nosotros se le han adjudicado diferentes destinos. La libertad, el placer, las diversiones, una vida cómoda han sido tu parte, y no eres digno de ella. La mía ha sido de infamia pública, de largo encarcelamiento, de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco soy digno de ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que solía decir que creía poder soportar una tragedia de verdad si me llegara con manto de púrpura y la máscara de un dolor noble, pero que lo horrendo de la modernidad era que vestía la Tragedia de Comedia, de suerte que las grandes realidades parecían ordinarias o grotescas o faltas de estilo. Eso es muy cierto de la modernidad. Probablemente siempre ha sido cierto de la vida real. Se dice que todos los martirios han parecido mezquinos al espectador. El siglo diecinueve no es excepción a la regla general.

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido odioso, mezquino, repelente, falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace grotescos. Somos los fantoches del dolor. Somos payasos que tienen roto el corazón. Estamos especialmente ideados para excitar el sentido del humor. El 13 de noviembre de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde las dos hasta las dos y media de ese día tuve que estar en el andén central de Clapham Junction vestido de presi- diario y esposado, a la vista del mundo entero. Me habían sacado de la enfermería sin un momento para prepararme. Era el más grotesco de los objetos posibles. La gente al verme se reía. Con la llegada de cada tren aumentaba el público. Su regocijo no podía ser mayor. Pero eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo decían, se reían todavía más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia gris de noviembre, rodeado por una chusma que se burlaba de mí. Durante un año después de que me hicieran eso estuve llorando todos los días a la misma hora y por el mismo espacio de tiempo. Esto no es tan trágico como posiblemente te parezca. Para el que está en la cárcel, las lágrimas son parte de la experiencia de cada día. Un día en la cárcel en el que no se llore es un día en que el corazón está duro, no un día en que el corazón esté alegre.

Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir más pena por los que se reían que por mí. Claro está que cuando me vieron yo no estaba en mi pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que tener una naturaleza muy inimaginativa para interesarse por las personas sólo cuando están en el pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy irreal. Una picota es una realidad terrorífica. Deberían haber sabido también interpretar mejor el dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre Dolor. Aún más sensato sería decir que tras el dolor hay siempre un alma. Y burlarse de un alma dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser hermosas las vidas de quienes lo hagan. En la economía extrañamente simple del mundo, sólo se obtiene lo que se da, y a los que no tienen imaginación bastante para traspasar la mera cáscara de las cosas y apiadarse, ¿qué piedad puede dárseles sino la del desprecio?

Te he hecho esta relación de cómo me trasladaron aquí únicamente para que te des cuenta de lo duro que me ha resultado sacar otra cosa de mi castigo que amargura y desesperación. Pero tengo que hacerlo, y de vez en cuando tengo momentos de sumisión y aceptación. Toda la primavera puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo nido terrero de la alondra puede encerrar la dicha que ha de anunciar los pies de muchas auroras rosadas y rojas, y así también puede ser que la belleza de vida que aún quede para mí se contenga en un momento de rendirse, rebajarse y humillarse. Puedo, de cualquier manera, limitarme a seguir las líneas de mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha pasado hacerme digno de él.

Solía decirse de mí que era demasiado individualista. He de ser mucho más individualista que nunca. He de sacar mucho más de dentro de mí que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que nunca. La verdad es que mi ruina no brotó de una vida demasiado individualista, sino demasiado poco. La única acción afrentosa, imperdonable y para siempre despreciable de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a la Sociedad en busca de ayuda y protección contra tu padre. Semejante apelación contra cualquiera habría estado ya bastante mal desde el punto de vista individualista, pero ¿qué excusa podrá haber nunca para haberla hecho contra alguien de semejante naturaleza y aspecto?

Ni que decir tiene que, una vez que puse en marcha las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí, diciendo: «Hasta ahora has vivido desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes les pides protección? Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente a lo que has pedido». El resultado es que estoy en la cárcel. Y yo sentía amargamente la ironía y la ignominia de mi posición cuando en el curso de mis tres juicios, empezando por el del juzgado de guardia, veía a tu padre entrar y salir con la esperanza de atraer la atención pública, como si alguien pudiera dejar de observar o recordar el porte y vestimenta de mozo de cuadra, las piernas torcidas, las manos temblonas, el belfo colgante, la sonrisa bestial e imbécil. Incluso cuando no estaba, o no se le veía, sentía yo su presencia, y las espantosas paredes vacías del salón de justicia, hasta el aire, me parecían a veces cuajados de máscaras innumerables de aquella cara simiesca. Ciertamente no ha habido hombre que cayera de una manera tan innoble, y por obra de tan innobles instrumentos, como yo. No sé en qué parte de Dorian Gray digo que «todo cuidado es poco en la elección de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar que por un paria iba a acabar en paria yo mismo.

Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a la Sociedad, es una de las cosas que me hacen despreciarte tanto, que me hacen despreciarme tanto por haber cedido ante ti. El que no me apreciaras como artista era muy excusable. Era temperamental. No lo podías remediar. Pero podías haberme apreciado como Individualista. Para eso no hacía falta ninguna cultura. Pero no lo hiciste, y con eso pusiste el elemento de filisteísmo en una vida que había sido una protesta total contra él, y desde algunos puntos de vista una aniquilación total de él. El elemento filisteo de la vida no consiste en no entender el Arte. Hay gente encantadora, pescadores, pastores, labriegos, campesinos, personas así, que no saben nada del Arte y son la mismísima sal de la tierra. El filisteo es el que sostiene y secunda las fuerzas mecánicas, pesadas, lerdas y ciegas de la Sociedad, y que no reconoce la fuerza dinámica cuando la ve en un hombre o en un movimiento.

A la gente le pareció horrendo que yo hubiera invitado a cenar a las cosas malas de la vida, y encontrado placer en su compañía. Pero eran, desde el punto de vista con que yo, como artista de la vida, las miraba, enormemente sugestivas y estimulantes. Era como comer con panteras. En el peligro estaba la mitad de la emoción. Yo sentía lo que debe sentir el encantador de serpientes cuando incita a la cobra a salir de la tela pintada o el cesto de mimbre que la envuelve, y le hace abrir la capucha a una orden suya, y mecerse en el aire como se mece reposadamente una planta en el agua. Para mí eran serpientes doradas y brillantes. Su veneno era parte de su perfección. No sabía que cuando me hirieran sería al toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No me siento nada avergonzado de haberlas conocido. Eran intensamente interesantes. De lo que sí me avergüenzo es de la horrible atmósfera de filisteísmo en que tú me metiste. Yo era un artista para tratar con Ariel. Tú me hiciste forcejear con Calibán. En lugar de hacer cosas hermosas, coloridas, musicales como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado a mandarle a tu padre largas cartas de abogado y constreñido a apelar a aquello mismo contra lo que siempre protesté. Clibborn y Atkins eran maravillosos en su guerra infame contra la vida. Invitarlos era una aventura increíble. Dumas pére, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es asqueroso es el recuerdo de visitas interminables al abogado Humphreys en tu compañía, cuando a la luz siniestra y cegadora de un cuarto pelado nos sentábamos tú y yo muy serios a decirle mentiras serias a un hombre calvo, hasta que yo literalmente gemía y bostezaba de hastío. Ahí fue donde me encontré al cabo de dos años de amistad contigo, en el mismísimo centro de Filistia, lejos de todo lo hermoso, brillante, maravilloso, audaz. Al final tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid de la Respetabilidad en la conducta, el Puritanismo en la vida, y la Moralidad en el Arte. Voilá oú mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!»]

Y para mí lo curioso es que intentaras imitar a tu padre en sus principales características. No entiendo que fuera para ti un modelo cuando debería haber sido una advertencia, si no es porque siempre que entre dos personas hay odio, hay alguna clase de unión o hermandad. Supongo que, por alguna extraña ley de antipatía de los símiles, os aborrecíais, no porque en tantos puntos fuerais tan diferentes, sino por ser en algunos tan parecidos. En junio de 1893, cuando saliste de Oxford sin título y con deudas, en sí pequeñas pero considerables para un hombre de la renta de tu padre, él te escribió una carta muy vulgar, violenta e insultante. La carta con que tú le contestaste era peor en todos los sentidos, y naturalmente mucho menos excusable, y por consiguiente te enorgulleció mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con tu aire más fatuo que podías derrotar a tu padre «en su propio terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te burlabas de tu padre porque se retirase de la casa de tu primo donde vivía para escribirle cartas puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo mismo conmigo. Constantemente almorzabas conmigo en un restaurante público, te enfadabas o hacías una escena durante el almuerzo, y luego te retirabas al White's Club a escribirme una carta de lo más sucio. La única diferencia entre tu padre y tú era que tú, después de despacharme la carta por mensajero especial, te presentabas en mi piso unas horas más tarde, no para pedir disculpas, sino para saber si había encargado cena en el Savoy, y si no, por qué no. A veces llegabas incluso antes de que hubiera leído la carta ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me habías pedido que invitara a almorzar en el Café Royal a dos de tus amigos, a uno de los cuales no le había visto en la vida. Así lo hice, y a petición tuya encargué por adelantado un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo que se hizo llamar al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca de los vinos. En lugar de ir al almuerzo me mandaste al Café una carta insultante, calculada para que me llegase cuando ya llevábamos media hora esperándote. Yo leí la primera línea, vi de qué se trataba, y echándomela al bolsillo les expliqué a tus amigos que estabas súbitamente indispuesto, y que el resto de la carta se refería a tus síntomas. La verdad es que no la leí hasta la hora de vestirme para cenar en Tite Street aquella noche. Estaba en el medio de su cenagal, preguntándome con infinita tristeza cómo podías escribir cartas que eran verdaderamente como la baba y el espumarajo en labios de un epiléptico, cuando entró mi criado para decirme que estabas en el vestíbulo y empeñado en verme cinco minutos. Al punto ordené que subieras. Llegaste, reconozco que muy asustado y pálido, pidiéndome consejo y auxilio, porque te habían dicho que un enviado riel abogado Lumley había estado preguntando por ti en Cadogan Place, y temías estar amenazado por el lío de Oxford o algún peligro nuevo. Yo te tranquilicé; te dije, como así resultó ser, que probablemente no sería más que la factura de alguna tienda, y te dejé quedarte a cenar y pasar la velada conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre tu odiosa carta, ni yo tampoco. La traté simplemente como un síntoma desdichado de un temperamento desdichado. Jamás se aludió al tema. Escribirme una carta asquerosa a las dos y media y correr a mí en busca de ayuda y apoyo a las siete y cuarto de la misma tarde era en tu vida una cosa de lo más natural. Bien aventajaste a tu padre en esos hábitos, lo mismo que en otros. Cuando las cartas repugnantes que él te había escrito se leyeron en vista pública, él lógicamente sintió vergüenza y fingió que lloraba. Si sus propios abogados hubieran leído las que tú le enviaste, el horror y la repugnancia de todos los presentes habrían sido todavía mayores. Ni era sólo que en el estilo «le derrotases en su propio terreno», sino que en el modo de ataque le dabas quince y raya. Te valías del telegrama público y de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que esos modos de incordio se los podías haber dejado a gente como Alfred Wood, que tiene ahí su única fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que para él y los de su calaña era una profesión fue para ti un placer, y bien malo. Ni has abandonado tampoco la horrible costumbre de escribir cartas ofensivas después de todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y por ellas. Aún la cuentas entre tus habilidades, y la ejercitas con mis amigos, con quienes me han tratado bien en la cárcel, como Robert Sherard y otros. Debería darte vergüenza. Cuando Robert Sherard supo por mí que yo no quería que publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin cartas, deberías haberle estado agradecido por averiguar mis deseos al respecto, y evitar que sin querer me hicieras todavía más daño del que ya me habías hecho. Recuerda que una carta paternalista y filistea sobre «juego limpio» con «un hombre caído» está muy bien para un periódico inglés. Está en las viejas tradiciones del periodismo inglés en lo que respecta a su actitud hacia los artistas. Pero en Francia ese tono nos habría hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de desprecio. Yo no habría podido autorizar ningún artículo sin conocer su objetivo, tono, planteamiento y demás. En el arte las buenas intenciones no tienen el menor valor. Todo el arte malo ha nacido de buenas intenciones.

Ni es Robert Sherard el único de mis amigos al que has dirigido cartas amargas y virulentas porque quisieron consultar mis deseos y pareceres en asuntos que me concernían, la publicación de artículos sobre mí, la dedicatoria de tus versos, la entrega de mis cartas y regalos, etcétera. También a otros los has molestado o intentado molestar.

¿Se te ocurre alguna vez pensar en qué espantosa posición habría estado si durante estos dos años, durante mi espantosa condena, hubiera dependido de ti como amigo? ¿Alguna vez lo piensas? ¿Alguna vez sientes gratitud hacia quienes con bondad sin tasa, devoción sin límite, alegría y gozo de dar, han aligerado mi negra carga, me han visitado una y otra vez, me han escrito cartas bellas y solidarias, han gestionado mis asuntos por mí, han organizado para mí mi vida futura, han estado junto a mí frente a la maledicencia, el sarcasmo, la mofa descarada y hasta el insulto? Doy gracias a Dios todos los días por haberme dado otros amigos que tú. Todo se lo debo a ellos. Hasta los libros que hay en mi celda están pagados por Robbie con el dinero de sus gastos. De la misma fuente saldrá mi ropa cuando me liberen. No me da vergüenza aceptar lo que se me da con amor y afecto. Me enorgullece. Pero ¿piensas tú alguna vez en lo que han sido para mí amigos como More Adey, Robbie, Robert Sherard, Frank Harris y Arthur Clifton, en consuelo, ayuda, cariño, solidaridad y todas esas cosas? Me figuro que ni se te habrá pasado por la cabeza. Y sin embargo, si tuvieras algo de imaginación, sabrías que no hay una sola persona que me haya tratado bien en mi vida de presidio, hasta el vigilante que me da unos buenos días o unas buenas noches que no entran en sus obligaciones, hasta los policías vulgares que a su manera tosca y familiar pretendían confortarme en mis idas y venidas al Tribunal de Quiebras en condiciones de terrible angustia mental, hasta el pobre ladrón que, al reconocerme según hacíamos la ronda en el patio de Wandsworth, me susurró con esa ronca voz carcelaria que da el silencio largo y obligado: «Lo siento por usted: para la gente como usted es más duro que para la gente como nosotros»; no hay una sola, digo, que no debiera enorgullecerte que te dejara postrarte de rodillas y limpiarle el barro de los zapatos.
¿Tendrás la suficiente imaginación para ver qué espantosa tragedia fue para mí cruzarme con tu familia? ¿Qué tragedia habría sido para cualquiera que tuviera gran posición, gran nombre, algo importante que perder? Apenas hay una persona adulta en tu familia - con la excepción de Percy, que realmente es un buen hombre- que no haya contribuido de algún modo a mi ruina.

Te he hablado de tu madre con cierta amargura, y te aconsejo encarecidamente que le enseñes esta carta, por ti sobre todo. Si le resultara doloroso leer semejante acusación contra uno de sus hijos, que recuerde que mi madre, que intelectualmente está a la altura de Elizabeth Barrett Browning, e históricamente a la de Madame Roland, murió deshecha de pena porque el hijo de cuyo genio y arte había estado tan orgullosa, y en quien siempre había visto el digno continuador de un apellido distinguido, había sido condenado a dos años de trabajos forzados. Me preguntarás de qué manera contribuyó tu madre a mi destrucción. Te lo voy a decir. Así como tú te esforzaste en trasladarme todas tus responsabilidades inmorales, así tu madre se esforzó en trasladarme todas sus responsabilidades morales con respecto a ti. En vez de hablar de tu vida directamente contigo, como corresponde a una madre, siempre me escribió en privado con súplicas fervientes y temblorosas de que no te dijera que me escribía. Ya ves en qué posición me vi colocado entre tu madre y tú: tan falsa, tan absurda y tan trágica como la que ocupé entre tú y tu padre. En agosto de 1892, y el 8 de noviembre de ese mismo año, tuve dos largas entrevistas con tu madre acerca de ti. En ambas ocasiones le pregunté por qué no te hablaba a ti directamente En ambas ocasiones me respondió lo mismo: «Me da miedo: se pone furioso si se le dice algo». La primera vez te conocía tan por encima que no entendí lo que quería decir. La segunda vez te conocía tan bien que lo entendí perfectamente. (Durante el intervalo habías tenido un ataque de ictericia y el médico te había mandado una semana a Bournemouth, y me habías inducido a acompañarte porque no te gustaba estar solo.) Pero el primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente a su hijo. Si tu madre te hubiera hablado seriamente de los problemas en que te veía en julio de 1892 y te hubiera hecho sincerarte con ella, habría sido mucho mejor, y al final habríais quedado los dos mucho más contentos. Todas las comunicaciones furtivas y secretas conmigo estuvieron mal. ¿De qué servía que tu madre me mandase innumerables notitas, con la palabra «Privado» en el sobre, rogándome que no te invitara tantas veces a comer, y que note diera dinero, y acabando siempre con la ansiosa posdata: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito»? ¿Qué se podía conseguir con semejante correspondencia? ¿Esperaste tú alguna vez a que se te invitase a comer? Jamás. Hacías todas tus comidas conmigo como si tal cosa. Si yo protestaba, tú siempre tenías una observación: «Si no como contigo, ¿dónde voy a comer? No pretenderás que me vaya a comer a casa». Frente a eso no cabía respuesta. Y si yo me negaba en redondo a que comieras conmigo, siempre me amenazabas con hacer alguna tontería, y siempre la hacías. ¿Qué posible resultado podía seguirse de cartas como las que me enviaba tu madre, sino el que efectivamente se siguió, una necia y fatal traslación de la responsabilidad moral a mis hombros? De los diversos pormenores en que la debilidad y falta de coraje de tu madre fueron tan ruinosas para ella, para ti y para mí no quiero seguir hablando; pero ¿no es verdad que, cuando supo que tu padre iba a mi casa a hacer una escena asquerosa y desatar un escándalo público, pudo haber visto que se avecinaba una crisis seria y haber tomado algunas medidas serias para tratar de evitarla? Pero lo único que se le ocurrió fue mandar al astuto George Wyndham, con su lengua sutil, a proponerme ¿qué? ¡Que «te alejara poco a poco»! ¡Como si yo hubiera podido alejarte poco a poco! Había intentado poner fin a nuestra amistad de todas las formas posibles, llegando incluso a dejar Inglaterra y dar una dirección falsa en el extranjero con la esperanza de romper de un solo tajo un vínculo que me era ya irritante, odioso y ruinoso. ¿Tú crees que yo podía «alejarte poco a poco»? ¿Crees que eso habría satisfecho a tu padre? Sabes que no. Porque lo que tu padre quería no era la cesación de nuestra amistad, sino un escándalo público. Eso era lo que buscaba. Hacía años que no salía su nombre en los periódicos. Vio la oportunidad de aparecer ante el público británico en un papel totalmente nuevo, el de padre cariñoso. Su sentido del humor se picó. Si yo hubiera cortado mi amistad contigo se habría llevado una desilusión terrible, y la modesta notoriedad de un segundo proceso de divorcio, por repugnantes que fueran sus detalles y su origen, le habría dado consuelo. Porque lo que quería era popularidad, y posar de defensor de la pureza, como lo llaman, es, en el estado actual del público británico, la manera más segura de convertirse en figura heroica del momento. De este público he dicho yo en uno de mis dramas que es Calibán durante una mitad del año y Tartufo durante la otra, y tu padre, en quien puede decirse que ambos personajes se encarnaron, estaba de ese modo llamado a ser el representante idóneo del puritanismo en su forma agresiva y más característica. Ningún alejarte poco a poco habría servido de nada, suponiendo que hubiera sido factible. ¿No te parece ahora que lo único que debió hacer tu madre fue pedirme que fuera a verla, y en presencia de ti y de tu hermano decirme rotundamente que la amistad debía cesar desde ese punto y hora? Habría encontrado en mí el más caluroso apoyo, y estando Drumlanrig y yo en la habitación no habría tenido por qué temer hablarte. No lo hizo. Le daban miedo sus responsabilidades, y quiso trasladarlas a mí. Sí, me escribió una carta. Una carta breve, pidiéndome que no enviara la carta de abogado a tu padre advirtiéndole que debía desistir. Tenía toda la razón. Era ridículo que yo consultara abogados y buscara su protección. Pero anulaba cualquier efecto que su carta pudiera haber producido con su posdata habitual: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito».
Te hechizaba la idea de que yo también, como tú, le enviara cartas de abogado a tu padre. Fue sugerencia tuya. Yo no podía decirte que tu madre era muy contraria a esa idea, porque tu madre me había ligado con las promesas más solemnes de no hablarte nunca de las cartas que me escribía, y yo tontamente cumplí lo que le había prometido. ¿No ves que hizo mal en no hablarte a ti directamente? ¿Que todas las entrevistas conmigo en la escalera y la correspondencia por la puerta de atrás estuvieron mal? Nadie puede trasladar a otra persona sus responsabilidades. Siempre acaban volviendo a su legítimo dueño. Tu única idea de la vida, tu única filosofía, si alguna filosofía se te puede atribuir, era que todo lo que hicieras debía pagarlo otra persona: no quiero decir únicamente en el sentido financiero -eso no era más que la aplicación práctica de tu filosofía a la vida cotidiana-, sino en el sentido más amplio y más pleno de la responsabilidad transferida. Tú hiciste de eso tu credo. Salió muy bien mientras duró. Me obligaste a emprender la acción porque sabías que tu padre no atacaría tu vida ni te atacaría a ti de ninguna manera, y que yo defendería ambas cosas hasta el fin, y tomaría sobre mis hombros todo lo que se me echase. Tenías toda la razón. Tu padre y yo, cada uno, claro está, por distintos motivos, hicimos exactamente lo que esperabas. Pero no se sabe cómo, a pesar de todo, lo cierto es que no te has librado. La «teoría del niño Samuel», como podemos llamarla en aras de la brevedad, está muy bien por lo que hace al mundo en general. Podrá encontrar bastante desprecio en Londres, y algo de sarcasmo en Oxford, pero sólo porque en uno y otro lugar hay unas cuantas personas que te conocen, y porque en los dos has dejado huellas de tu paso. Fuera de un pequeño círculo de esas dos ciudades, el mundo te mira como al buen muchacho que casi se deja tentar al mal por el artista perverso e inmoral, pero que ha sido rescatado en el último momento por su padre bueno y amoroso. Queda muy bien. Pero tú sabes que no te has librado. No me refiero a una tonta pregunta hecha por un tonto jurado, que fue naturalmente tratada con desprecio por la Corona y por el juez. Eso no le importaba a nadie. Me refiero quizá principalmente a ti. A tus propios ojos, y algún día tendrás que pensar en tu conducta, no estás, no puedes estar del todo satisfecho de cómo han salido las cosas. Secretamente debes pensar en ti con bastante vergüenza. Una cara de piedra es cosa excelente para mostrar al mundo, pero de vez en cuando, cuando estés solo y sin público, tendrás, me figuro, que quitarte la máscara aunque sólo sea para respirar. Porque si no, realmente te asfixiarías.

(Continúa en ésta posterior)

domingo, 20 de febrero de 2011

De profundis (XII). Oscar Wilde

Viene de esta entrada anterior

Para mí una de las cosas de la historia que más hay que lamentar es que al renacimiento propio de Cristo, que había dado la catedral de Chartres, el ciclo de las leyendas artúricas, la vida de San Francisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia de Dante, no se le dejara desarrollarse por sus vías, sino que fuera interrumpido y estropeado por el espantoso Renacimiento clásico que nos dio a Petrarca, y los frescos de Rafael, y la arquitectura paladiana, y la tragedia formal francesa, y la catedral de San Pablo, y la poesía de Pope, y todo lo que está hecho desde fuera y con reglas muertas, y no brota de dentro a impulsos de un espíritu que lo informa. Pero dondequiera que haya un movimiento romántico en el Arte, allí de algún modo, y bajo alguna forma, está Cristo, o el alma de Cristo. Está en Romeo y Julieta, en el Cuento de invierno, en la poesía provenzal, en «El marinero de antaño», en «La Belle Dame sans Merci» y en la «Balada de la caridad» de Chatterton.

Le debemos las cosas y las personas más diversas. Los Miserables de Hugo, las Flores del Mal de Baudelaire, la nota de piedad de las novelas rusas, las vidrieras y tapicerías y obras cuatrocentistas de Burne Jones y Morris, Verlaine y los poemas de Verlaine, le pertenecen tanto como la Torre de Giotto, Lanzarote y Ginebra, Tannháuser, los turbados mármoles románticos de Miguel Angel, la arquitectura apuntada y el amor a los niños y a las flores: cosas ambas, por cierto, que tuvieron poco sitio en el arte clásico, apenas el suficiente para crecer o jugar, pero que desde el siglo doce hasta nuestros días vienen continuamente apareciendo en el arte, en distintos modos y en distintos tiempos, sin aviso y a capricho, como es propio de niños y de flores; así la primavera siempre nos parece como si las flores hubieran estado escondidas, y únicamente salieran al sol por miedo a que la gente adulta se cansara de buscarlas y abandonara la búsqueda, y la vida de un niño no es más que un día de abril en el que hay lluvia y sol para el narciso.

Y es lo imaginativo de la naturaleza del propio Cristo lo que hace de él ese centro palpitante del romance. Las figuras extrañas del drama poético y la balada están hechas por la imaginación de otros, pero de su propia imaginación enteramente se creó a sí mismo Jesús de Nazaret. El grito de Isaías realmente no tenía más que ver con su venida que el canto del ruiseñor tiene que ver con el orto de la luna; no más, aunque quizá no menos. El fue la negación tanto como la afirmación de la profecía. Por cada expectativa que cumplió, destruyó otra. En toda belleza, dice Bacon, hay «alguna extrañeza de proporción», y de los que han nacido del espíritu, esto es, de los que como él mismo son fuerzas dinámicas, Cristo dice que son como el viento que «sopla donde quiere y nadie sabe de dónde viene ni adónde va». Por eso es él tan fascinante para los artistas. Tiene todos los elementos cromáticos de la vida: misterio, extrañeza, patetismo, sugerencia, éxtasis, amor. Apela a la capacidad de asombro, y crea ese ánimo en cuya sola virtud puede ser comprendido.

Y para mí es un gozo recordar que si él es «todo él imaginación», el propio mundo es de la misma sustancia. Dije en Dorian Gray que los grandes pecados del mundo tienen lugar en el cerebro, pero es en el cerebro donde todo tiene lugar. Ahora sabemos que no vemos con los ojos ni oímos con los oídos. Ellos no son sino cauces de transmisión, adecuada o inadecuada, de las impresiones sensoriales. Es en el cerebro donde la amapola es roja, donde la manzana es aromática, donde canta la alondra.

Últimamente he estado estudiando los cuatro poemas en prosa sobre Cristo con cierta diligencia. En Navidad conseguí hacerme con un Testamento en griego, y cada mañana, después de limpiar mi celda y sacar brillo a mis latas, leo un poco de los Evangelios, una docena de versículos tomados al azar de cualquier parte. Es una manera deliciosa de empezar el día. Para ti, en tu vida turbulenta y desordenada, sería cosa excelente hacer lo mismo. Te haría un bien incalculable, y el griego es muy sencillo. La repetición interminable, a hora y a deshora, nos ha estropeado la naiveté, la frescura, el sencillo encanto romántico de los Evangelios. Los oímos leer demasiadas veces y demasiado mal, y toda repetición es antiespiritual.

Cuando se vuelve al griego es como salir de una casa angosta y oscura y entrar en un jardín de lirios.
Y para mí el placer se duplica al pensar que es extremadamente probable que tengamos los términos reales, los ipsissima verba, que empleó Cristo. Siempre se ha supuesto que Cristo hablaba en arameo. Hasta Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los campesinos de Galilea, como los campesinos irlandeses de nuestros días, eran bilingües, y que el griego era la lengua normal de uso en toda Palestina, lo mismo que en todo el mundo oriental. Nunca me gustó la idea de que sólo conociéramos las palabras de Cristo por la traducción de una traducción. Me deleita pensar que en lo referente a su conversación Cármides podría haberle escuchado, y Sócrates haber razonado con él, y Platón haberle entendido; que de verdad dijo έγώ єίμι ό ποιμήν ό χαλός [«Yo soy el buen pastor», Jn 10:11 y 141; que al pensar en los lirios del campo, y cómo ni se afanan ni hilan, su expresión absoluta fue χαταμέθετε τάχρίνα τοv αγρον πẃς αυξαάνεί ονχπιά ονδέ νηθει [«Considerad los lirios del campo, cómo crecen; ni se afanan ni hilan», Mt 6:281, y que su última palabra al clamar: «Mi vida ha sido completada, ha llegado a su cumplimiento, ha alcan- zado su perfección», fue exactamente la que San Juan nos dice que fue: τετέλεσται [«ha terminado», Jn 19:301: nada más.

Y mientras, al leer los Evangelios -particularmente el del propio San Juan, o quien fuera el gnóstico temprano que tomase su nombre y su manto-, veo esta continua afirmación de la imaginación como base de toda vida espiritual y material, veo también que para Cristo la imaginación no era sino una forma del Amor, y que para él el Amor era Señor en el más pleno sentido de la palabra. Hace unas seis semanas el médico me autorizó a comer pan blanco en vez del pan basto, negro o moreno, del rancho normal de la cárcel. Es una gran exquisitez. A ti te resultará extraño que un pan seco pueda ser una exquisitez para nadie. Yo te aseguro que para mí lo es tanto que al terminar cada comida me como cuidadosamente las migas que puedan quedar en mi plato de lata, o que hayan caído sobre la toalla áspera que se usa como mantel para no manchar la mesa; y no por hambre -ahora me dan de comer bastante y más-, sino simplemente por que no se desperdicie nada de lo que me dan. Así habría que mirar el amor.

Cristo, como todas las personalidades fascinantes, tenía la facultad no ya de decir él cosas hermosas, sino de hacer que otras personas le dijeran cosas hermosas a él; y a mí me encanta la historia que nos cuenta San Marcos de aquella mujer griega -la γυνή Έλληνίς- que, cuando queriendo probar su fe él le dijo que no le podía dar el pan de los hijos de Israel, le contestó que los perrillos -χυνάριχ, «perrillos» habría que traducir- que están debajo de la mesa comen de las migas que los hijos dejan caer. La mayoría de la gente vive para el amor y la admiración. Pero es de amor y admiración de lo que deberíamos vivir. Si algún amor se tiene con nosotros, deberíamos reconocer que somos totalmente indignos de él. Nadie es digno de ser amado. El hecho de que Dios ame al hombre demuestra que en el orden divino de las cosas ideales está escrito que se dé amor eterno a lo que es eternamente indigno. O, si esa frase te suena amarga, digamos que toda persona es digna de amor, salvo la que cree serlo. El amor es un sacramento que habría que recibir de rodillas, y el Domine, non sum dignus tendría que estar en los labios y en los corazones de quienes lo reciben. Desearía que a veces pensaras en eso. Te hace mucha falta.

Si alguna vez vuelvo a escribir, en el sentido de hacer obra artística, hay sólo dos temas sobre los cuales y mediante los cuales deseo expresarme: uno es «Cristo, como precursor del movimiento romántico en la vida»; el otro es «la vida artística considerada en su relación con la conducta». El primero es, sobra decirlo, de una fascinación intensa, pues en Cristo no veo sólo los elementos esenciales del tipo romántico supremo, sino también todos los accidentes, las obstinaciones incluso, del temperamento romántico. Fue la primera persona que dijo a los hombres que debían vivir como las flores. Él fijó la frase. Tomó a los niños como tipo de lo que los hombres debían intentar ser. Los puso como ejemplos a sus mayores, cosa que yo siempre he pensado que es la principal utilidad de los niños, si es que lo perfecto ha de tener alguna utilidad. Dante dice que el alma del hombre viene de la mano de Dios «llorando y riendo como una niña», y también Cristo veía que el alma de cada uno debía ser «a guisa di Janciulla, che piangendo e ridendo pargoleggia». Sentía que la vida era cambiante, fluida, activa, y que dejar que se estereotipase en una u otra forma era la muerte. Dijo que no había que tomar demasiado en serio los intereses materiales, comunes; que ser impráctico era una gran cosa; que no había que afanarse demasiado en los negocios. «Los pájaros no lo hacen, ¿por qué ha de hacerlo el hombre?» Es maravilloso cuando dice: «No penséis en el mañana. ¿No es el alma más que la comida? ¿No es el cuerpo mas que el vestido?». Un griego podría haber dicho la segunda frase. Está llena de sentimiento griego. Pero sólo Cristo pudo decir las dos, y así darnos la vida tan perfectamente compendiada.

Su moral es toda ella simpatía, como debería ser la moral. Aunque lo único que hubiera dicho fuera: «Sus pecados le son perdonados porque mucho amó», habría valido la pena morir por haber dicho eso. Su justicia es toda ella justicia poética, exactamente lo que debería ser la justicia. El mendigo va al cielo porque ha sido infeliz. No concibo mejor razón para que se le envíe allí. Los que trabajan una hora en la viña, al frescor de la tarde, reciben la misma recompensa que los que llevaban todo el día sudando a pleno sol. ¿Y por qué no? Probablemente nadie merecía nada. O acaso fueran personas de otro tipo. Cristo no tenía paciencia con los sistemas obtusos, mecánicos, maquinales, que tratan a las personas como si fueran cosas, y por lo tanto tratan igual a todas: como si hubiera en el mundo una persona, o una cosa si vamos a eso, igual que otra. Para él no había leyes; sólo había excepciones.

Eso, que es la tónica misma del arte romántico, era para él la base propia de la vida real. No veía otra base. Y cuando le llevaron a una mujer sorprendida en acto de pecado y le mostraron su sentencia escrita en la ley y le preguntaron qué había que hacer, él escribió con un dedo en el suelo como si no los oyera, y al cabo, cuando le apremiaron una vez y otra, alzó la vista y dijo: «Aquel de vosotros que nunca haya pecado, sea el primero que le tire la piedra». Valía la pena vivir para decir eso.

Como todas las naturalezas poéticas, amaba a los ignorantes. Sabía que en el alma de un ignorante siempre hay sitio para una gran idea. Pero no soportaba a los estúpidos, sobre todo a los estúpidos por educación: a los que están llenos de opiniones sin comprender ni una sola de ellas, que es un tipo peculiarmente moderno, y resumido por Cristo cuando lo describe como el tipo del que tiene la llave del conocimiento, no sabe usarla él y no deja que otros la usen, aunque con ella se pueda abrir la puerta del Reino de Dios. Su mayor guerra fue contra los filisteos. Ésa es la guerra que tiene que librar todo hijo de la luz. El filisteísmo era la marca de la época y la comunidad en que vivió. Por su lerda cerrazón a las ideas, su respetabilidad obtusa, su ortodoxia tediosa, su adoración del éxito vulgar, su total absorción en el lado materialista y grosero de la vida y su estimación ridícula de sí mismos y de su importancia, los judíos de Jerusalén en tiempos de Cristo eran la exacta réplica de los filisteos británicos en los nuestros. Cristo se burló de los «sepulcros blanqueados» de la respetabilidad, y fijó esa frase para siempre. Trató el éxito mundano como cosa absolutamente despreciable. No veía en él absolutamente nada. Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre. No quería ni oír de lo que fuera sacrificar la vida a un sistema de pensamiento o de conducta. Señalaba que las formas y ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y ceremonias. Tomó la observancia del sábado como tipo de las cosas por las que no hay que dar un ochavo. Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados formalismos tan queridos para la mentalidad de clase media, los denunció con desdén total e implacable. Para nosotros lo que se llama Ortodoxia es sólo una aquiescencia ininteligente y barata, pero para ellos, y en sus manos, era una tiranía terrible y paralizante. Cristo se la llevó por delante. Mostró que sólo el espíritu tenía valor. Le placía especialmente señalarles que a pesar de estar siempre leyendo la Ley y los Profetas no tenían realmente la menor idea de lo que quería decir ni lo uno ni lo otro. Frente a su afán de partir cada día en su rutina fija de deberes prescritos, lo mismo que hacían partes de la menta y la ruda, él predicó la enorme importancia de vivir completamente para el momento.

Aquellos a quienes salvó de sus pecados se salvan simplemente para momentos bellos de sus vidas. María Magdalena, cuando ve a Cristo, rompe el rico vaso de alabastro que le diera uno de sus siete amantes y derrama las especias aromáticas sobre sus pies polvorientos y cansados, y por ese solo momento estará sentada para siempre con Ruth y Beatriz en las frondas de la nívea Rosa del Paraíso. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante. Siendo el filisteísmo simplemente ese lado de la naturaleza del hombre que no está iluminado por la imaginación, él ve todas las influencias bellas de la vida como modos de Luz: la imaginación misma es la luz del mundo, τό φως τovχοσμον el mundo es hecho por ella, y sin embargo el mundo no la comprende; porque la imaginación no es sino una manifestación del Amor, y es el amor, y la capacidad para el amor, lo que distingue a un ser humano de otro.

Pero es al tratar con el Pecador cuando es mas romántico, en el sentido de más real. El mundo siempre había amado al Santo como lo más cercano posible a la perfección de Dios. Cristo, por un divino instinto que había en él, parece haber amado siempre al pecador como lo más cercano posible a la perfección del hombre. Su deseo primordial no era el de reformar a las personas, como no era su deseo primordial el de aliviar el sufrimiento. Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era su objetivo. Habría tenido poca estima por la Sociedad de Ayuda a los Presos y otros movimientos modernos de esa índole. La conversión de un publicano en fariseo no le habría parecido ninguna gran cosa. Pero de una manera aún no comprendida por el mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas, y modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son peligrosas. Que era el credo de Cristo no admite duda. Que sea el credo verdadero yo no lo dudo.

Claro está que el pecador ha de arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: «Ni los Dioses pueden alterar el pasado». Cristo mostró que el pecador más vulgar podía hacerlo. Que era justo lo que podía hacer. Cristo, si le hubieran preguntado, habría dicho -tengo la certeza absoluta- que en el momento en que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó el haber dilapidado su caudal con rameras, y luego guardado cerdos y hambreado por las algarrobas que comían, en episodios hermosos y santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá merezca la pena ir a la cárcel.

¡Hay algo tan único en Cristo! Claro está que, así como hay falsos amaneceres antes del amanecer, y días de invierno tan llenos de súbito sol que engañan al sabio croco y le hacen malbaratar su oro antes de tiempo, y hacen que algún pájaro tonto llame a su compañera para construir en ramas peladas, así también hubo cristianos antes de Cristo. Eso lo deberíamos agradecer. Lo desdichado es que no haya habido ninguno desde entonces. Hago una excepción, San Francisco de Asís. Pero es que Dios le había dado de nacimiento un alma de poeta, y él mismo de muy joven había tomado por esposa en bodas místicas a la Pobreza; y con alma de poeta y cuerpo de mendigo el camino de la perfección no le fue difícil. Comprendió a Cristo, y por eso vino a ser como él. No hace falta que el Liber Conformitatum nos diga que la vida de San Francisco fue la verdadera Imitatio Christi: un poema comparado con el cual el libro que lleva ese nombre no es más que prosa. De hecho ahí está el encanto de Cristo, a fin de cuentas. El es justamente como una obra de arte. No es que realmente enseñe nada, sino que por entrar en su presencia uno llega a ser algo. Y todos estamos predestinados a su presencia. Por lo menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo a Emaús.

En cuanto al otro tema, la relación de la vida artística con la conducta, sin duda te parecerá extraño que lo elija. La gente apunta a la prisión de Reading y dice: «Ahí es a donde conduce la vida artística». Pues podría conducir a sitios peores. Las personas más mecánicas, para quienes la vida es una especulación astuta dependiente de un cuidadoso cálculo de medios y recursos, saben siempre a dónde van, y van. Parten del deseo de ser el sacristán de la parroquia, y, cualquiera que sea la esfera en que estén situados, consiguen ser el sacristán de la parroquia y nada más. Un hombre cuyo deseo sea ser algo aparte de sí mismo, ser Miembro del Parlamento, o tendero próspero, o abogado eminente, o juez, o cualquier bobada semejante, de todas consigue ser lo que quiere ser. Ése es su castigo. El que quiera una máscara tiene que llevarla.

domingo, 6 de febrero de 2011

De profundis (XI). Oscar Wilde


Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo. A lo lejos, como una perla perfecta, se ve la ciudad de Dios. Es tan maravillosa que parece como si un niño pudiera alcanzarla en un día de verano. Y un niño podría. Pero para mí y los que son como yo es diferente. Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo. Es tan difícil mantener «las alturas que el alma es capaz de coronar». Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio por el Tiempo; y de cómo pasa de despacio el tiempo para los que estamos en la cárcel no hace falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y la desesperación que se te filtran en la celda, y en la celda del corazón, con una insistencia tan extraña que tiene uno, por así decirlo, que engalanar y barrer la casa para recibirlos como para un invitado inoportuno, o un amo acerbo, o un esclavo del cual fuera uno esclavo por suerte o por desgracia. Y, aunque en el presente te cueste creerlo, no por ello es menos cierto que para ti, que vives con libertad, comodidad y ocio, es más fácil aprender las lecciones de la Humildad que para mí, que empiezo el día hincándome de rodillas y fregando el suelo de mi celda. Porque la vida de presidio, con sus incontables privaciones y restricciones, te hace rebelde. Lo más terrible no es que te rompa el corazón -los corazones están hechos para romperse-, sino que te lo petrifica. A veces se tiene la impresión de que sólo con una frente de bronce y labios de desdén es posible llegar al final del día. Y el que está en estado de rebeldía no puede recibir la gracia, por emplear la frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con tanta razón, me atrevo a decir-; porque en la vida, como en el Arte, el estado de rebeldía cierra los cauces del alma, y no deja entrar los aires del cielo. Pero yo tengo que aprender esas lecciones aquí, si he de aprenderlas en alguna parte, y he de estar lleno de alegría si tengo puestos los pies en el buen camino y vuelto el rostro hacia «la puerta que se llama Hermosa», aunque pueda caerme muchas veces en el fango, y extraviarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me gusta a veces llamarla, por supuesto que no es ninguna vida nueva, sino sencillamente la continuación, por desarrollo y evolución, de mi vida anterior. Recuerdo, estando en Oxford, haberle dicho a uno de mis amigos -íbamos paseando por las veredas estrechas de Magdalena, pobladas de pájaros, una mañana de junio antes de mi graduación- que quería comer del fruto de todos los árboles del jardín del mundo, y que salía al mundo con esa pasión en mi alma. Y así fue, efectivamente, como salí, y así viví. Mi único error fue limitarme tan exclusivamente a los árboles de lo que me parecía ser el lado soleado del jardín, y esquivar el otro lado por su sombra y su oscuridad. El fracaso, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, las lágrimas incluso, las palabras truncas que salen de los labios del dolor, el remordimiento que hace caminar sobre espinas, la conciencia que condena, la humillación de uno mismo que castiga, la miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la angustia que escoge la arpillera por vestido y en su propia bebida pone hiel, todas ésas eran cosas que me daban miedo. Y como había resuelto no saber nada de ellas, me vi obligado a probarlas una tras otra, a nutrirme de ellas, a pasar un tiempo, de hecho, sin otro alimento. No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría sido limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y prefigurado en mi arte. Algo está en «El príncipe feliz»; algo en «El joven rey», sobre todo en el pasaje donde el obispo le dice al muchacho arrodillado: «El que hizo la desdicha, ¿no es mas sabio que tú?», una frase que cuando la escribí me pareció poco mas que una frase; mucho está oculto en la nota de Fatalidad que corre como un hilo de púrpura por el paño de oro de Dorian Cray; en «El crítico artista» está expuesto en muchos colores; en El alma del hombre está consignado con sencillez y en letras demasiado fáciles de leer; es uno de los estribillos cuyos motivos recurrentes hacen que Salomé se parezca tanto a una pieza musical y la traban como una balada; en el poema en prosa del hombre que del bronce de la imagen del «Placer que vive para un Momento» tiene que hacer la imagen del «Dolor que permanece para Siempre», está encarnado. No podría haber sido de otro modo. En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. El Arte es un símbolo, porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la realización última de la vida artística. Porque la vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su aceptación franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater pretende reconciliar la vida artística con la vida de la religión, en el sentido profundo, dulce y austero de la palabra. Pero Mario es poco más que un espectador: un espectador ideal, sí, y a quien le es dado «contemplar el espectáculo de la vida con emociones apropiadas», que es como Wordsworth define el verdadero objetivo del poeta; pero sólo un espectador, y quizá una pizca demasiado atento a la elegancia de las vasijas del Santuario para darse cuenta de que lo que contempla es el Santuario del Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en el alma del hombre que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mismo, y había tomado como tipos no sólo al pastor en el monte y el preso en su celda, sino también al pintor para quien el mundo es un desfile y el poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haberle dicho una vez a Ándré Gide, estando con él en un café de París, que la Metafísica tenía escaso interés real para mí y la Moral absolutamente ninguno, pero que no había nada de cuanto dijeron Platón o Cristo que no pudiera trasladarse inmediatamente a la esfera del Arte, y ahí encontrar su total cumplimiento. Era una generalización tan profunda como novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra esa unidad estrecha de personalidad y perfección que es lo que realmente distingue el Arte clásico del romántico y hace de Cristo el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la propia base de su naturaleza era la misma que la de la naturaleza del artista, una imaginación intensa y flamígera. Él realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. El comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. Ahora verás ¿verdad que sí? que cuando me escribiste en mi tribulación: «Cuando no estás en tu pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente», estabas tan lejos del verdadero temple del artista como de lo que Matthew Arnold llama «el secreto de Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que lo que le ocurra a otro te ocurre a ti, y si quieres una inscripción para leerla al alba y a la noche, y para el placer o para el dolor, escribe en la pared de tu casa con letras que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»; y si alguien te preguntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele que quiere decir «el corazón del Señor Jesucristo y el cerebro de Shakespeare».
Es cierto que el sitio de Cristo está con los poetas. Toda su concepción de la Humanidad brotaba directamente de la imaginación y sólo se puede realizar con ella. Lo que Dios era para el Panteísta era el hombre para él. Él fue el primero en concebir las razas divididas como una unidad. Antes había dioses y hombres. Él solo vio que en los montes de la vida no había más que Dios y Hombre, y, sintiendo a través del misticismo de la simpatía que en él se habían encarnado ambos, se llama a sí mismo Hijo del Uno o hijo del otro, según su talante. Más que ninguna otra persona histórica despierta en nosotros ese temple de asombro al que el Romance siempre apela. Para mí sigue habiendo algo casi increíble en la idea de un joven campesino de Galilea que imagina poder llevar sobre sus hombros la carga del mundo entero: todo lo que ya se había hecho y sufrido, y todo lo que quedaba por hacer y sufrir: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, y del que fue Emperador de Roma y Sacerdote del Sol; los sufrimientos de aquellos cuyo nombre es Legión y que tienen su morada entre los sepulcros, las nacionalidades oprimidas, los niños de las fábricas, los ladrones, los encarcelados, los proscritos, los que enmudecen bajo la opresión y cuyo silencio sólo lo oye Dios; y que no sólo lo imagina sino que lo logra, de suerte que en el momento presente todos los que entran en contacto con su personalidad, aunque quizá no se inclinen ante su altar ni se arrodillen ante su sacerdote, empero sienten de algún modo que la fealdad de sus pecados desaparece y la belleza de su dolor se les revela.
He dicho de él que su sitio está con los poetas. Es verdad. Shelley y Sófocles son de los suyos. Pero su vida entera también es el más maravilloso de los poemas. En «piedad y terror» no hay nada en todo el ciclo de la Tragedia Griega que la alcance. La absoluta pureza del protagonista eleva el plan entero a una altura de arte romántico del que los sufrimientos del «linaje de Tebas y de Penélope» quedan excluidos por su mismo horror, y demuestra cuánto erraba Aristóteles al decir en su tratado sobre el Drama que sería imposible soportar el espectáculo del dolor de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante, maestros severos de la ternura, ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas, ni en la totalidad del mito y la leyenda celtas, donde la galanura del mundo se muestra a través de una bruma de lágrimas y la vida de un hombre no es más que la vida de una flor, hay nada que en pura simplicidad de patetismo fundida y unida con sublimidad de efecto trágico pueda ni equipararse ni acercarse siquiera al último acto de la Pasión de Cristo. La parva cena con sus compañeros, de los cuales uno ya le había vendido a un precio; la angustia en el silencioso olivar bajo la luna; el falso amigo que se acerca para entregarle con un beso; el amigo que todavía creía en él, y en quien como sobre una roca había esperado edificar su Casa de Refugio para el Hombre, que le niega cuando el gallo grita al amanecer; su soledad absoluta, su sumisión, su aceptación de todo; y al lado de todo eso, escenas como el sumo sacerdote de la Ortodoxia que se rasga iracundo las vestiduras, y el Magistrado de la Justicia Civil que pide agua con la vana esperanza de limpiarse de esa mancha de sangre inocente que hace de él la figura escarlata de la Historia; la ceremonia de coronación del Dolor, una de las cosas más prodigiosas que haya en toda la crónica de los tiempos; la crucifixión del Inocente ante los ojos de su madre y del discípulo al que amaba; los soldados que se juegan sus ropas a los dados; la terrible muerte con que dio al mundo su símbolo más eterno; y su entierro final en el sepulcro del hombre rico, con el cuerpo envuelto en lino egipcio y especias y perfumes caros como si hubiera sido el hijo de un Rey: cuando se contempla todo eso desde el punto de vista del Arte solamente, no se puede por menos de agradecer que el oficio supremo de la Iglesia sea la representación de la tragedia sin el derramamiento de sangre, la presentación mística mediante diálogo y vestidura y gesto incluso de la Pasión de su Señor, y es siempre una fuente de placer y profundo respeto para mí recordar que la última supervivencia del Coro griego, por lo demás perdido para el arte, se encuentra en el acólito que responde al sacerdote en la Misa.
Y sin embargo la vida de Cristo -tan enteramente pueden Dolor y Belleza ser una sola cosa en su significado y manifestación- es realmente un idilio, aunque acabe con el velo del templo desgarrado, y las tinieblas cubriendo la faz de la tierra, y la piedra rodada a la puerta del sepulcro. Uno siempre piensa en él como un joven novio con sus compañeros, como de hecho él mismo se describe en una ocasión, o un pastor que se pierde por el valle con sus ovejas en busca de prado verde o arroyo fresco, o un cantor que con música intenta alzar los muros de la ciudad de Dios, o un amante para cuyo amor el mundo entero era pequeño. Sus milagros me parecen tan exquisitos como la llegada de la Primavera, e igual de naturales. No encuentro dificultad alguna en creer que fuera tal el encanto de su personalidad que su mera presencia pudiera poner paz en las almas angustiadas, y que los que tocaban su vestido o sus manos se olvidaran de sus dolores; o que, a su paso por el camino de la vida, gente que no había visto nada de los misterios de la vida los viera claramente, y otros que habían sido sordos a toda voz que no fuera la del Placer oyeran por vez primera la voz del Amor y la encontraran tan «musical como el laúd de Apolo»; o que las malas pasiones huyeran ante él, y hombres cuyas vidas embotadas sin imaginación no habían sido sino un modo de muerte se alzaran como del sepulcro a su llamada; o que, cuando enseñaba en la ladera, la multitud se olvidara de su hambre y su sed y los cuidados de este mundo, y que a los amigos que le escuchaban al sentarse a comer la comida grosera les pareciera delicada, y el agua supiera a buen vino, y la casa entera se llenara de la fragancia y la dulzura del nardo.
Renan, en su Vie deisus -ese gentil Quinto Evangelio, el Evangelio según Santo Tomás se le podría llamar-, dice no sé por dónde que el gran logro de Cristo fue hacerse tan amado después de su muerte como lo había sido en vida. Y ciertamente, si su lugar está con los poetas, es el cabeza de todos los amantes. Él vio que el amor era ese secreto perdido del mundo que los sabios venían buscando, y que únicamente a través del amor podía uno acercarse al corazón del leproso o a los pies de Dios.
Y, sobre todo, Cristo es el más supremo de los Individualistas. La humildad, como la aceptación artística de todas las experiencias, no es sino un modo de manifestación. Es el alma del hombre lo que Cristo anda buscando siempre. La llama «el Reino de Dios y la encuentra en toda persona. La compara con cosas pequeñas, con una semilla diminuta, con un puñado de levadura, con una perla. Porque sólo realiza uno su alma desprendiéndose de todas las pasiones ajenas, de toda la cultura adquirida, y de todas las posesiones exteriores, sean buenas o malas.
Yo aguanté frente a todo con cierta testarudez de la voluntad y mucha rebelión de la naturaleza hasta que no me quedó nada en el mundo más que Cyril. Había perdido mi nombre, mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi hacienda. Era un preso y un indigente. Pero aún me quedaba una sola cosa hermosa, mi hijo mayor. De improviso la ley me lo quitó. Fue un golpe tan atroz que no supe qué hacer, así que me tiré de rodillas, y agaché la cabeza, y lloré y dije: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: no soy digno de ninguno de los dos». Ese momento pareció salvarme. Entonces vi que lo único que había para mí era aceptarlo todo. Desde entonces -por curioso que esto sin duda te resulte- he sido más feliz.
Era, por supuesto, mi alma en su esencia última lo que había alcanzado. De muchas maneras yo había sido su enemigo, pero me la encontré esperándome como amiga. Cuando se entra en contacto con ella, el alma le hace a uno sencillo como un niño, como dijo Cristo que había que ser. Es trágico que tan pocas personas «posean su alma» antes de morir. «Nada hay más infrecuente en todo hombre», dice Emerson, «que un acto que sea propiamente suyo». Es totalmente cierto. La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son las opiniones de otro, su vida un remedo, sus pasiones una cita. Cristo no fue sólo el Individualista supremo, sino el primero de la Historia. Se ha querido hacer de él un vulgar Filántropo, como los espantosos filántropos del siglo diecinueve, o se le ha colocado como Altruista al lado de los acientíficos y los sentimentales. Pero en realidad no fue ni lo uno ni lo otro. Tiene compasión, naturalmente, de los pobres, de los que están encerrados en las cárceles, de los humildes, de los desdichados, pero tiene mucha más compasión de los ricos, de los hedonistas duros, de los que dilapidan su libertad en hacerse esclavos de las cosas, de los que visten telas suaves y viven en las casas de los reyes. La Riqueza y el Placer le parecían tragedias realmente mayores que la Pobreza y el Dolor. Y en cuanto al Altruismo, ¿quién supo mejor que él que es la vocación y no la volición lo que nos determina, y que no se pueden recoger uvas de los espinos ni higos de los cardos?
Vivir para los demás como objetivo concreto y deliberado no fue su credo. No fue la base de su credo. Cuando dice: « Perdonad a vuestros enemigos», no lo dice por el bien del enemigo sino por el bien de uno mismo, y porque el Amor es más bello que el Odio. Cuando ruega al joven al que amó con verle: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres», no es en el estado de los pobres en lo que está pensando, sino en el alma del joven, el alma gentil que la riqueza estaba desfigurando. En su visión de la vida coincide con el artista que sabe que por la ley inevitable del propio perfeccionamiento el poeta ha de cantar, y el escultor pensar en bronce, y el pintor hacer del mundo espejo de sus estados de ánimo, tan seguro y tan cierto como que el majuelo ha de florecer en primavera, y el trigo llamear de oro al tiempo de la siega, y la Luna en sus ordenadas andanzas cambiar de escudo en hoz y de hoz en escudo.
Pero aunque Cristo no dijera a los hombres: «Vivid para los demás», señaló que no había diferencia real entre las vidas de los demás y la vida propia. De esta forma dio al hombre una personalidad extendida, de titán. Desde su venida, la historia de cada individuo es, o se puede hacer, la historia del mundo. Claro está que la Cultura ha intensificado la personalidad del hombre. El Arte nos ha hecho mentalmente multitudes. Quienes poseen el temperamento artístico van al destierro con Dante y aprenden cuán salado es el pan de otros y cuán empinadas sus escaleras; captan por un momento la serenidad y la calma de Goethe, pero saben muy bien por qué Baudelaire gritó a Dios:

O Seigneur, donnez-moi la force et le courage De contempler mon corps et mon suer sans dégoût.
[Señor, dame valor y fortaleza / para contemplar mi cuerpo y mi corazón sin asco.]

De los sonetos de Shakespeare extraen, quizá para su daño, el secreto de su amor y se lo apropian; miran con ojos nuevos a la vida moderna porque han escuchado un nocturno de Chopin, o manejado cosas griegas, o leído la historia de la pasión de un hombre muerto por una mujer muerta cuyos cabellos eran como hilos de oro fino y cuya boca era una granada. Pero la simpatía del temperamento artístico va necesariamente a lo que ha hallado expresión. En palabras o en color, en música o en mármol, tras las máscaras pintadas de un drama de Esquilo o por las cañas horadadas y unidas de un pastor siciliano tienen que haberse revelado el hombre y su mensaje.
Para el artista, la expresión es el único modo de concebir la vida. Para él lo mudo está muerto. Pero para Cristo no era así. Con una imaginación tan ancha y tan prodigiosa que casi espanta, él tomó por reino suyo el mundo entero de lo que no se expresa, el mundo sin voz de la pena, y se hizo su portavoz eterno. A ésos de los que he hablado, los que enmudecen bajo la opresión y «cuyo silencio sólo lo oye Dios», los escogió por hermanos. Quiso ser ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de los que tenían la lengua atada. Su deseo fue ser, para los incontables que no habían encontrado palabra, una trompeta con que llamar al Cielo. Y sintiendo, con la naturaleza artística de alguien para quien el Dolor y el Sufrimiento eran modos de realizar su concepción de lo Bello, que una idea no tiene ningún valor hasta que se encarna y se hace imagen, él hace de sí mismo la imagen del Varón de Dolores, y como tal ha fascinado y dominado el Arte como ningún dios griego lo consiguió jamás.
Porque los dioses griegos, a pesar del blanco y rojo de sus miembros hermosos y ligeros, no eran realmente lo que parecían. El curvo sobrecejo de Apolo era como el orbe del sol creciente sobre un monte al amanecer, y sus pies eran como las alas de la mañana, pero él había sido cruel con Marsias y había dejado a Niobe sin hijos; en los acerados escudos de los ojos de Palas no había habido piedad para Aracne; Hera no tuvo en verdad más cosa noble que su pompa y sus pavones, y el propio Padre de los Dioses había sido demasiado aficionado a las hijas de los hombres. Las dos figuras hondas y sugestivas de la mitología griega fueron, para la religión, Deméter, una diosa de la tierra, no del número de los Olímpicos, y para el arte Dionisos, hijo de una mujer mortal para quien el momento de alumbrarle fue también el momento de morir.
Pero la Vida misma, de su más modesta y humilde esfera, dio alguien mucho más maravilloso que la madre de Proserpina o el hijo de Sémele. Del taller de carpintero de Nazaret había salido una personalidad infinitamente mayor que cuantas hicieran el mito o la leyenda, y, cosa extraña, destinada a revelar al mundo el significado místico del vino y la belleza real de los lirios del campo como nadie, ni en el Citerón ni en Enna, lo había hecho nunca.
El canto de Isaías, «Es despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores y sabedor de la aflicción: y nos ocultamos el rostro ante él», le pareció una prefiguración de sí mismo, y en él la profecía se cumplió. No hemos de tener miedo de una frase como ésa. Cada obra de arte es el cumplimiento de una profecía. Porque cada obra de arte es la conversión de una idea en imagen. Cada ser humano debe ser el cumplimiento de una profecía. Porque cada ser humano debe ser la realización de un ideal, o en la mente de Dios o en la mente del hombre. Cristo halló el tipo, y lo fijó, y el sueño de un poeta virgiliano, en Jerusalén o en Babilonia, dentro de la larga marcha de los siglos se hizo carne en él a quien el mundo estaba esperando. «Tenía el semblante más desfigurado que el de ningún hombre, y su forma más que los hijos de los hombres», son algunos de los signos que advierte Isaías como distintivos del nuevo ideal, y, tan pronto como el Arte entendió lo que se significaba, se abrió como una flor en la presencia de uno en quien la verdad en el Arte se desplegó como jamás hasta entonces. Pues ¿no es la verdad en el Arte, como he dicho, «aquello en que lo exterior se hace expresivo de lo interior; el alma encarnada, y el cuerpo movido por el espíritu; aquello en que la Forma revela»?

 
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