jueves, 3 de marzo de 2011

De profundis (XIII). Oscar Wilde


Pero con las fuerzas dinámicas de la vida, y aquellos en quienes esas fuerzas dinámicas se encarnan, no sucede lo mismo. Las personas cuyo deseo es únicamente la autorrealización no saben nunca a dónde van. No lo pueden saber. En un sentido de la palabra es necesario, por supuesto, como decía el oráculo griego, conocerse a uno mismo. Ese es el primer logro del conocimiento. Pero reconocer que el alma de un hombre es incognoscible es el logro último de la Sabiduría. El misterio final es uno mismo. Cuando se ha pesado el sol en una balanza, y medido los pasos de la luna, y trazado el mapa de los siete cielos estrella por estrella, aún queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma? Cuando el hijo de Kis salió a buscar los asnos de su padre, no sabía que un hombre de Dios le estaba esperando con el mismísimo óleo de la coronación, y que su propia alma era ya el Alma de un Rey.

Espero vivir lo bastante, y hacer obra de tal carácter, que al final de mis días pueda decir: «Sí, aquí justamente es a donde conduce la vida artística». Dos de las vidas más perfectas que me he encontrado en mi propia experiencia son las vidas de Verlaine y del príncipe Kropotkin; los dos, hombres que pasaron años en prisión; el primero el único poeta cristiano desde Dante, el otro un hombre con el alma de ese hermoso Cristo blanco que parece estar despuntando en Rusia. Y durante los últimos siete u ocho meses, a pesar de una sucesión de grandes tribulaciones que me llegaban del mundo exterior casi sin pausa, he estado en contacto directo con un nuevo espíritu que opera en esta prisión por conducto de los hombres y de las cosas, y que me ha ayudado como no se puede expresar con palabras; de suerte que, así como en el primer año de mi encarcelamiento no hice otra cosa, ni recuerdo haber hecho otra cosa, que retorcerme las manos con desesperación impotente y decir: «¡Qué final! ¡Qué espantoso final!», ahora intento decirme, y a veces cuando no me estoy torturando me digo de verdad y sinceramente: «¡Qué comienzo! ¡Qué maravilloso comienzo!». Puede ser que verdaderamente lo sea. Puede llegar a serlo. Si lo es, deberé mucho a esta nueva personalidad que ha alterado la vida de todos los hombres que hay aquí.

Las cosas en sí mismas son de poca importancia, de hecho no tienen -demos por una vez las gracias a la Metafísica por habernos enseñado algo- existencia real. Sólo el espíritu es importante. Se puede infligir castigo de tal modo que cure, no que abra una herida, lo mismo que se puede dar limosna de tal modo que el pan se haga piedra en las manos del que da. Del cambio que hay -no en las normas, que están escritas en letras de hierro, sino en el espíritu que se sirve de ellas como su expresión- te podrás dar cuenta si te digo que si me hubieran liberado el pasado mes de mayo, como lo intenté, habría salido de este lugar aborreciéndolo y aborreciendo a todos sus funcionarios con una amargura de odio que habría envenenado mi vida. He tenido un año más de prisión, pero la Humanidad ha estado en la cárcel con todos nosotros, y ahora cuando salga siempre recordaré grandes bondades que aquí he recibido de casi todo el mundo, y el día de mi liberación daré las gracias a muchas personas y pediré que ellas a su vez me recuerden.

El sistema penitenciario es absoluta y totalmente equivocado. Daría cualquier cosa por poder alterarlo cuando salga. Pretendo intentarlo. Pero no hay nada en el mundo tan equivocado que el espíritu de la Humanidad, que es el espíritu del Amor, el espíritu del Cristo que no está en las Iglesias, no pueda hacerlo, si no acertado, al menos soportable sin demasiada amargura de corazón.
Sé también que fuera me están esperando muchas cosas muy deliciosas, desde lo que San Francisco llama «mi hermano el viento» y «mi hermana la lluvia», cosas galanas las dos, hasta los escaparates y los atardeceres de las grandes ciudades. Si hiciera una lista de todo lo que todavía me queda, no sabría dónde parar; porque, en verdad, Dios hizo el mundo para mí tanto como para cualquier otro. Acaso salga con algo que antes no tenía. No necesito decirte que para mí las reformas en moral son tan vacuas y vulgares como las reformas en teología. Pero, si proponerse ser un hombre mejor es hipocresía acientífica, haber llegado a ser un hombre más profundo es el privilegio de los que han sufrido. Y a eso creo haber llegado. Juzga tú mismo.

Si, cuando haya salido, un amigo mío diera una fiesta y no me invitara, no me importaría nada. Puedo ser perfectamente feliz solo. Con libertad, libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser feliz? Además, las fiestas ya no son para mí. He dado demasiadas para que me diviertan. Para mí ese lado de la vida se ha acabado, y me atrevo a decir que por suerte. Pero si, cuando haya salido, un amigo mío tuviera una pena y se negara a dejarme compartirla, eso lo sentiría muy amargamente. Si cerrara las puertas de la casa doliente contra mí, yo volvería una vez y otra y suplicaría que me dejasen entrar, para poder compartir lo que tengo derecho a compartir. Si él me juzgase indigno, no merecedor de llorar con él, yo lo sentiría como la humillación más lacerante, como el modo más terrible de ponerme en vergüenza. Pero eso no podría ser. Tengo derecho a compartir el Dolor, y el que puede mirar la hermosura del mundo, y compartir su dolor, y comprender algo del prodigio de los dos, está en contacto inmediato con las cosas divinas, y se ha acercado tanto como el que más al secreto de Dios.

Quizá entre en mi arte también, no menos que en mi vida, una nota aún más profunda, de mayor unidad de pasión y rectitud de impulso. No la amplitud, sino la intensidad, es el verdadero objetivo del Arte moderno. Lo que nos interesa en el Arte ya no es el tipo. Es la excepción lo que tenemos que tratar. Yo no puedo poner mis sufrimientos en la forma que hayan tomado, ni que decir tiene. El Arte no empieza sino allí donde la Imitación termina. Pero algo tiene que entrar en mi obra, de una armonía de las palabras más completa quizá, de cadencias más ricas, de efectos de color más curiosos, de orden arquitectónico más simple, de alguna cualidad estética, en fin.

Cuando Marsias fue «arrancado de la vaina de sus miembros» -dalla vagina delle memore sue, según una de las frases mas terribles, más a lo Tácito de Dante-, ya no tuvo más canto, decían los griegos. Apolo había salido vencedor. La lira había vencido a la caña. Pero quizá los griegos se equivocasen. Yo oigo en mucho del Arte moderno el grito de Marsias. Es amargo en Baudelaire, dulce y lamentoso en Lamartine, místico en Verlaine. Está en las resoluciones diferidas de la música de Chopin. Está en el descontento que ronda los rostros recurrentes de las mujeres de Burne Jones. Hasta Matthew Arnold, cuya canción de Calicles habla del «triunfo de la dulce lira persuasiva» y de la «final vic- toria famosa» con una nota tan clara de lírica belleza, hasta él, en ese fondo desasosegado de duda y angustia que ronda sus versos, tiene no poco de lo mismo. Ni Goethe ni Wordsworth pudieron sanarle, aunque a ambos los siguió por turno, y cuando quiere llo- rar por «Tirsis» o cantar al «Gitano Estudiante», es la caña lo que tiene que tomar para expresar su melodía. Pero, quedara o no en silencio el fauno frigio, yo no puedo. La expresión me es tan necesaria como la hoja y el capullo para las ramas negras de los árboles que se asoman sobre el muro de la cárcel y tanto se agitan en el viento. Entre mi arte y el mundo hay ahora un ancho abismo, pero entre el Arte y yo no hay ninguno. Espero, al menos, que no haya ninguno.

A cada uno de nosotros se le han adjudicado diferentes destinos. La libertad, el placer, las diversiones, una vida cómoda han sido tu parte, y no eres digno de ella. La mía ha sido de infamia pública, de largo encarcelamiento, de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco soy digno de ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que solía decir que creía poder soportar una tragedia de verdad si me llegara con manto de púrpura y la máscara de un dolor noble, pero que lo horrendo de la modernidad era que vestía la Tragedia de Comedia, de suerte que las grandes realidades parecían ordinarias o grotescas o faltas de estilo. Eso es muy cierto de la modernidad. Probablemente siempre ha sido cierto de la vida real. Se dice que todos los martirios han parecido mezquinos al espectador. El siglo diecinueve no es excepción a la regla general.

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido odioso, mezquino, repelente, falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace grotescos. Somos los fantoches del dolor. Somos payasos que tienen roto el corazón. Estamos especialmente ideados para excitar el sentido del humor. El 13 de noviembre de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde las dos hasta las dos y media de ese día tuve que estar en el andén central de Clapham Junction vestido de presi- diario y esposado, a la vista del mundo entero. Me habían sacado de la enfermería sin un momento para prepararme. Era el más grotesco de los objetos posibles. La gente al verme se reía. Con la llegada de cada tren aumentaba el público. Su regocijo no podía ser mayor. Pero eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo decían, se reían todavía más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia gris de noviembre, rodeado por una chusma que se burlaba de mí. Durante un año después de que me hicieran eso estuve llorando todos los días a la misma hora y por el mismo espacio de tiempo. Esto no es tan trágico como posiblemente te parezca. Para el que está en la cárcel, las lágrimas son parte de la experiencia de cada día. Un día en la cárcel en el que no se llore es un día en que el corazón está duro, no un día en que el corazón esté alegre.

Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir más pena por los que se reían que por mí. Claro está que cuando me vieron yo no estaba en mi pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que tener una naturaleza muy inimaginativa para interesarse por las personas sólo cuando están en el pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy irreal. Una picota es una realidad terrorífica. Deberían haber sabido también interpretar mejor el dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre Dolor. Aún más sensato sería decir que tras el dolor hay siempre un alma. Y burlarse de un alma dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser hermosas las vidas de quienes lo hagan. En la economía extrañamente simple del mundo, sólo se obtiene lo que se da, y a los que no tienen imaginación bastante para traspasar la mera cáscara de las cosas y apiadarse, ¿qué piedad puede dárseles sino la del desprecio?

Te he hecho esta relación de cómo me trasladaron aquí únicamente para que te des cuenta de lo duro que me ha resultado sacar otra cosa de mi castigo que amargura y desesperación. Pero tengo que hacerlo, y de vez en cuando tengo momentos de sumisión y aceptación. Toda la primavera puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo nido terrero de la alondra puede encerrar la dicha que ha de anunciar los pies de muchas auroras rosadas y rojas, y así también puede ser que la belleza de vida que aún quede para mí se contenga en un momento de rendirse, rebajarse y humillarse. Puedo, de cualquier manera, limitarme a seguir las líneas de mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha pasado hacerme digno de él.

Solía decirse de mí que era demasiado individualista. He de ser mucho más individualista que nunca. He de sacar mucho más de dentro de mí que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que nunca. La verdad es que mi ruina no brotó de una vida demasiado individualista, sino demasiado poco. La única acción afrentosa, imperdonable y para siempre despreciable de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a la Sociedad en busca de ayuda y protección contra tu padre. Semejante apelación contra cualquiera habría estado ya bastante mal desde el punto de vista individualista, pero ¿qué excusa podrá haber nunca para haberla hecho contra alguien de semejante naturaleza y aspecto?

Ni que decir tiene que, una vez que puse en marcha las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí, diciendo: «Hasta ahora has vivido desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes les pides protección? Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente a lo que has pedido». El resultado es que estoy en la cárcel. Y yo sentía amargamente la ironía y la ignominia de mi posición cuando en el curso de mis tres juicios, empezando por el del juzgado de guardia, veía a tu padre entrar y salir con la esperanza de atraer la atención pública, como si alguien pudiera dejar de observar o recordar el porte y vestimenta de mozo de cuadra, las piernas torcidas, las manos temblonas, el belfo colgante, la sonrisa bestial e imbécil. Incluso cuando no estaba, o no se le veía, sentía yo su presencia, y las espantosas paredes vacías del salón de justicia, hasta el aire, me parecían a veces cuajados de máscaras innumerables de aquella cara simiesca. Ciertamente no ha habido hombre que cayera de una manera tan innoble, y por obra de tan innobles instrumentos, como yo. No sé en qué parte de Dorian Gray digo que «todo cuidado es poco en la elección de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar que por un paria iba a acabar en paria yo mismo.

Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a la Sociedad, es una de las cosas que me hacen despreciarte tanto, que me hacen despreciarme tanto por haber cedido ante ti. El que no me apreciaras como artista era muy excusable. Era temperamental. No lo podías remediar. Pero podías haberme apreciado como Individualista. Para eso no hacía falta ninguna cultura. Pero no lo hiciste, y con eso pusiste el elemento de filisteísmo en una vida que había sido una protesta total contra él, y desde algunos puntos de vista una aniquilación total de él. El elemento filisteo de la vida no consiste en no entender el Arte. Hay gente encantadora, pescadores, pastores, labriegos, campesinos, personas así, que no saben nada del Arte y son la mismísima sal de la tierra. El filisteo es el que sostiene y secunda las fuerzas mecánicas, pesadas, lerdas y ciegas de la Sociedad, y que no reconoce la fuerza dinámica cuando la ve en un hombre o en un movimiento.

A la gente le pareció horrendo que yo hubiera invitado a cenar a las cosas malas de la vida, y encontrado placer en su compañía. Pero eran, desde el punto de vista con que yo, como artista de la vida, las miraba, enormemente sugestivas y estimulantes. Era como comer con panteras. En el peligro estaba la mitad de la emoción. Yo sentía lo que debe sentir el encantador de serpientes cuando incita a la cobra a salir de la tela pintada o el cesto de mimbre que la envuelve, y le hace abrir la capucha a una orden suya, y mecerse en el aire como se mece reposadamente una planta en el agua. Para mí eran serpientes doradas y brillantes. Su veneno era parte de su perfección. No sabía que cuando me hirieran sería al toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No me siento nada avergonzado de haberlas conocido. Eran intensamente interesantes. De lo que sí me avergüenzo es de la horrible atmósfera de filisteísmo en que tú me metiste. Yo era un artista para tratar con Ariel. Tú me hiciste forcejear con Calibán. En lugar de hacer cosas hermosas, coloridas, musicales como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado a mandarle a tu padre largas cartas de abogado y constreñido a apelar a aquello mismo contra lo que siempre protesté. Clibborn y Atkins eran maravillosos en su guerra infame contra la vida. Invitarlos era una aventura increíble. Dumas pére, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es asqueroso es el recuerdo de visitas interminables al abogado Humphreys en tu compañía, cuando a la luz siniestra y cegadora de un cuarto pelado nos sentábamos tú y yo muy serios a decirle mentiras serias a un hombre calvo, hasta que yo literalmente gemía y bostezaba de hastío. Ahí fue donde me encontré al cabo de dos años de amistad contigo, en el mismísimo centro de Filistia, lejos de todo lo hermoso, brillante, maravilloso, audaz. Al final tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid de la Respetabilidad en la conducta, el Puritanismo en la vida, y la Moralidad en el Arte. Voilá oú mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!»]

Y para mí lo curioso es que intentaras imitar a tu padre en sus principales características. No entiendo que fuera para ti un modelo cuando debería haber sido una advertencia, si no es porque siempre que entre dos personas hay odio, hay alguna clase de unión o hermandad. Supongo que, por alguna extraña ley de antipatía de los símiles, os aborrecíais, no porque en tantos puntos fuerais tan diferentes, sino por ser en algunos tan parecidos. En junio de 1893, cuando saliste de Oxford sin título y con deudas, en sí pequeñas pero considerables para un hombre de la renta de tu padre, él te escribió una carta muy vulgar, violenta e insultante. La carta con que tú le contestaste era peor en todos los sentidos, y naturalmente mucho menos excusable, y por consiguiente te enorgulleció mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con tu aire más fatuo que podías derrotar a tu padre «en su propio terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te burlabas de tu padre porque se retirase de la casa de tu primo donde vivía para escribirle cartas puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo mismo conmigo. Constantemente almorzabas conmigo en un restaurante público, te enfadabas o hacías una escena durante el almuerzo, y luego te retirabas al White's Club a escribirme una carta de lo más sucio. La única diferencia entre tu padre y tú era que tú, después de despacharme la carta por mensajero especial, te presentabas en mi piso unas horas más tarde, no para pedir disculpas, sino para saber si había encargado cena en el Savoy, y si no, por qué no. A veces llegabas incluso antes de que hubiera leído la carta ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me habías pedido que invitara a almorzar en el Café Royal a dos de tus amigos, a uno de los cuales no le había visto en la vida. Así lo hice, y a petición tuya encargué por adelantado un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo que se hizo llamar al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca de los vinos. En lugar de ir al almuerzo me mandaste al Café una carta insultante, calculada para que me llegase cuando ya llevábamos media hora esperándote. Yo leí la primera línea, vi de qué se trataba, y echándomela al bolsillo les expliqué a tus amigos que estabas súbitamente indispuesto, y que el resto de la carta se refería a tus síntomas. La verdad es que no la leí hasta la hora de vestirme para cenar en Tite Street aquella noche. Estaba en el medio de su cenagal, preguntándome con infinita tristeza cómo podías escribir cartas que eran verdaderamente como la baba y el espumarajo en labios de un epiléptico, cuando entró mi criado para decirme que estabas en el vestíbulo y empeñado en verme cinco minutos. Al punto ordené que subieras. Llegaste, reconozco que muy asustado y pálido, pidiéndome consejo y auxilio, porque te habían dicho que un enviado riel abogado Lumley había estado preguntando por ti en Cadogan Place, y temías estar amenazado por el lío de Oxford o algún peligro nuevo. Yo te tranquilicé; te dije, como así resultó ser, que probablemente no sería más que la factura de alguna tienda, y te dejé quedarte a cenar y pasar la velada conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre tu odiosa carta, ni yo tampoco. La traté simplemente como un síntoma desdichado de un temperamento desdichado. Jamás se aludió al tema. Escribirme una carta asquerosa a las dos y media y correr a mí en busca de ayuda y apoyo a las siete y cuarto de la misma tarde era en tu vida una cosa de lo más natural. Bien aventajaste a tu padre en esos hábitos, lo mismo que en otros. Cuando las cartas repugnantes que él te había escrito se leyeron en vista pública, él lógicamente sintió vergüenza y fingió que lloraba. Si sus propios abogados hubieran leído las que tú le enviaste, el horror y la repugnancia de todos los presentes habrían sido todavía mayores. Ni era sólo que en el estilo «le derrotases en su propio terreno», sino que en el modo de ataque le dabas quince y raya. Te valías del telegrama público y de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que esos modos de incordio se los podías haber dejado a gente como Alfred Wood, que tiene ahí su única fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que para él y los de su calaña era una profesión fue para ti un placer, y bien malo. Ni has abandonado tampoco la horrible costumbre de escribir cartas ofensivas después de todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y por ellas. Aún la cuentas entre tus habilidades, y la ejercitas con mis amigos, con quienes me han tratado bien en la cárcel, como Robert Sherard y otros. Debería darte vergüenza. Cuando Robert Sherard supo por mí que yo no quería que publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin cartas, deberías haberle estado agradecido por averiguar mis deseos al respecto, y evitar que sin querer me hicieras todavía más daño del que ya me habías hecho. Recuerda que una carta paternalista y filistea sobre «juego limpio» con «un hombre caído» está muy bien para un periódico inglés. Está en las viejas tradiciones del periodismo inglés en lo que respecta a su actitud hacia los artistas. Pero en Francia ese tono nos habría hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de desprecio. Yo no habría podido autorizar ningún artículo sin conocer su objetivo, tono, planteamiento y demás. En el arte las buenas intenciones no tienen el menor valor. Todo el arte malo ha nacido de buenas intenciones.

Ni es Robert Sherard el único de mis amigos al que has dirigido cartas amargas y virulentas porque quisieron consultar mis deseos y pareceres en asuntos que me concernían, la publicación de artículos sobre mí, la dedicatoria de tus versos, la entrega de mis cartas y regalos, etcétera. También a otros los has molestado o intentado molestar.

¿Se te ocurre alguna vez pensar en qué espantosa posición habría estado si durante estos dos años, durante mi espantosa condena, hubiera dependido de ti como amigo? ¿Alguna vez lo piensas? ¿Alguna vez sientes gratitud hacia quienes con bondad sin tasa, devoción sin límite, alegría y gozo de dar, han aligerado mi negra carga, me han visitado una y otra vez, me han escrito cartas bellas y solidarias, han gestionado mis asuntos por mí, han organizado para mí mi vida futura, han estado junto a mí frente a la maledicencia, el sarcasmo, la mofa descarada y hasta el insulto? Doy gracias a Dios todos los días por haberme dado otros amigos que tú. Todo se lo debo a ellos. Hasta los libros que hay en mi celda están pagados por Robbie con el dinero de sus gastos. De la misma fuente saldrá mi ropa cuando me liberen. No me da vergüenza aceptar lo que se me da con amor y afecto. Me enorgullece. Pero ¿piensas tú alguna vez en lo que han sido para mí amigos como More Adey, Robbie, Robert Sherard, Frank Harris y Arthur Clifton, en consuelo, ayuda, cariño, solidaridad y todas esas cosas? Me figuro que ni se te habrá pasado por la cabeza. Y sin embargo, si tuvieras algo de imaginación, sabrías que no hay una sola persona que me haya tratado bien en mi vida de presidio, hasta el vigilante que me da unos buenos días o unas buenas noches que no entran en sus obligaciones, hasta los policías vulgares que a su manera tosca y familiar pretendían confortarme en mis idas y venidas al Tribunal de Quiebras en condiciones de terrible angustia mental, hasta el pobre ladrón que, al reconocerme según hacíamos la ronda en el patio de Wandsworth, me susurró con esa ronca voz carcelaria que da el silencio largo y obligado: «Lo siento por usted: para la gente como usted es más duro que para la gente como nosotros»; no hay una sola, digo, que no debiera enorgullecerte que te dejara postrarte de rodillas y limpiarle el barro de los zapatos.
¿Tendrás la suficiente imaginación para ver qué espantosa tragedia fue para mí cruzarme con tu familia? ¿Qué tragedia habría sido para cualquiera que tuviera gran posición, gran nombre, algo importante que perder? Apenas hay una persona adulta en tu familia - con la excepción de Percy, que realmente es un buen hombre- que no haya contribuido de algún modo a mi ruina.

Te he hablado de tu madre con cierta amargura, y te aconsejo encarecidamente que le enseñes esta carta, por ti sobre todo. Si le resultara doloroso leer semejante acusación contra uno de sus hijos, que recuerde que mi madre, que intelectualmente está a la altura de Elizabeth Barrett Browning, e históricamente a la de Madame Roland, murió deshecha de pena porque el hijo de cuyo genio y arte había estado tan orgullosa, y en quien siempre había visto el digno continuador de un apellido distinguido, había sido condenado a dos años de trabajos forzados. Me preguntarás de qué manera contribuyó tu madre a mi destrucción. Te lo voy a decir. Así como tú te esforzaste en trasladarme todas tus responsabilidades inmorales, así tu madre se esforzó en trasladarme todas sus responsabilidades morales con respecto a ti. En vez de hablar de tu vida directamente contigo, como corresponde a una madre, siempre me escribió en privado con súplicas fervientes y temblorosas de que no te dijera que me escribía. Ya ves en qué posición me vi colocado entre tu madre y tú: tan falsa, tan absurda y tan trágica como la que ocupé entre tú y tu padre. En agosto de 1892, y el 8 de noviembre de ese mismo año, tuve dos largas entrevistas con tu madre acerca de ti. En ambas ocasiones le pregunté por qué no te hablaba a ti directamente En ambas ocasiones me respondió lo mismo: «Me da miedo: se pone furioso si se le dice algo». La primera vez te conocía tan por encima que no entendí lo que quería decir. La segunda vez te conocía tan bien que lo entendí perfectamente. (Durante el intervalo habías tenido un ataque de ictericia y el médico te había mandado una semana a Bournemouth, y me habías inducido a acompañarte porque no te gustaba estar solo.) Pero el primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente a su hijo. Si tu madre te hubiera hablado seriamente de los problemas en que te veía en julio de 1892 y te hubiera hecho sincerarte con ella, habría sido mucho mejor, y al final habríais quedado los dos mucho más contentos. Todas las comunicaciones furtivas y secretas conmigo estuvieron mal. ¿De qué servía que tu madre me mandase innumerables notitas, con la palabra «Privado» en el sobre, rogándome que no te invitara tantas veces a comer, y que note diera dinero, y acabando siempre con la ansiosa posdata: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito»? ¿Qué se podía conseguir con semejante correspondencia? ¿Esperaste tú alguna vez a que se te invitase a comer? Jamás. Hacías todas tus comidas conmigo como si tal cosa. Si yo protestaba, tú siempre tenías una observación: «Si no como contigo, ¿dónde voy a comer? No pretenderás que me vaya a comer a casa». Frente a eso no cabía respuesta. Y si yo me negaba en redondo a que comieras conmigo, siempre me amenazabas con hacer alguna tontería, y siempre la hacías. ¿Qué posible resultado podía seguirse de cartas como las que me enviaba tu madre, sino el que efectivamente se siguió, una necia y fatal traslación de la responsabilidad moral a mis hombros? De los diversos pormenores en que la debilidad y falta de coraje de tu madre fueron tan ruinosas para ella, para ti y para mí no quiero seguir hablando; pero ¿no es verdad que, cuando supo que tu padre iba a mi casa a hacer una escena asquerosa y desatar un escándalo público, pudo haber visto que se avecinaba una crisis seria y haber tomado algunas medidas serias para tratar de evitarla? Pero lo único que se le ocurrió fue mandar al astuto George Wyndham, con su lengua sutil, a proponerme ¿qué? ¡Que «te alejara poco a poco»! ¡Como si yo hubiera podido alejarte poco a poco! Había intentado poner fin a nuestra amistad de todas las formas posibles, llegando incluso a dejar Inglaterra y dar una dirección falsa en el extranjero con la esperanza de romper de un solo tajo un vínculo que me era ya irritante, odioso y ruinoso. ¿Tú crees que yo podía «alejarte poco a poco»? ¿Crees que eso habría satisfecho a tu padre? Sabes que no. Porque lo que tu padre quería no era la cesación de nuestra amistad, sino un escándalo público. Eso era lo que buscaba. Hacía años que no salía su nombre en los periódicos. Vio la oportunidad de aparecer ante el público británico en un papel totalmente nuevo, el de padre cariñoso. Su sentido del humor se picó. Si yo hubiera cortado mi amistad contigo se habría llevado una desilusión terrible, y la modesta notoriedad de un segundo proceso de divorcio, por repugnantes que fueran sus detalles y su origen, le habría dado consuelo. Porque lo que quería era popularidad, y posar de defensor de la pureza, como lo llaman, es, en el estado actual del público británico, la manera más segura de convertirse en figura heroica del momento. De este público he dicho yo en uno de mis dramas que es Calibán durante una mitad del año y Tartufo durante la otra, y tu padre, en quien puede decirse que ambos personajes se encarnaron, estaba de ese modo llamado a ser el representante idóneo del puritanismo en su forma agresiva y más característica. Ningún alejarte poco a poco habría servido de nada, suponiendo que hubiera sido factible. ¿No te parece ahora que lo único que debió hacer tu madre fue pedirme que fuera a verla, y en presencia de ti y de tu hermano decirme rotundamente que la amistad debía cesar desde ese punto y hora? Habría encontrado en mí el más caluroso apoyo, y estando Drumlanrig y yo en la habitación no habría tenido por qué temer hablarte. No lo hizo. Le daban miedo sus responsabilidades, y quiso trasladarlas a mí. Sí, me escribió una carta. Una carta breve, pidiéndome que no enviara la carta de abogado a tu padre advirtiéndole que debía desistir. Tenía toda la razón. Era ridículo que yo consultara abogados y buscara su protección. Pero anulaba cualquier efecto que su carta pudiera haber producido con su posdata habitual: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito».
Te hechizaba la idea de que yo también, como tú, le enviara cartas de abogado a tu padre. Fue sugerencia tuya. Yo no podía decirte que tu madre era muy contraria a esa idea, porque tu madre me había ligado con las promesas más solemnes de no hablarte nunca de las cartas que me escribía, y yo tontamente cumplí lo que le había prometido. ¿No ves que hizo mal en no hablarte a ti directamente? ¿Que todas las entrevistas conmigo en la escalera y la correspondencia por la puerta de atrás estuvieron mal? Nadie puede trasladar a otra persona sus responsabilidades. Siempre acaban volviendo a su legítimo dueño. Tu única idea de la vida, tu única filosofía, si alguna filosofía se te puede atribuir, era que todo lo que hicieras debía pagarlo otra persona: no quiero decir únicamente en el sentido financiero -eso no era más que la aplicación práctica de tu filosofía a la vida cotidiana-, sino en el sentido más amplio y más pleno de la responsabilidad transferida. Tú hiciste de eso tu credo. Salió muy bien mientras duró. Me obligaste a emprender la acción porque sabías que tu padre no atacaría tu vida ni te atacaría a ti de ninguna manera, y que yo defendería ambas cosas hasta el fin, y tomaría sobre mis hombros todo lo que se me echase. Tenías toda la razón. Tu padre y yo, cada uno, claro está, por distintos motivos, hicimos exactamente lo que esperabas. Pero no se sabe cómo, a pesar de todo, lo cierto es que no te has librado. La «teoría del niño Samuel», como podemos llamarla en aras de la brevedad, está muy bien por lo que hace al mundo en general. Podrá encontrar bastante desprecio en Londres, y algo de sarcasmo en Oxford, pero sólo porque en uno y otro lugar hay unas cuantas personas que te conocen, y porque en los dos has dejado huellas de tu paso. Fuera de un pequeño círculo de esas dos ciudades, el mundo te mira como al buen muchacho que casi se deja tentar al mal por el artista perverso e inmoral, pero que ha sido rescatado en el último momento por su padre bueno y amoroso. Queda muy bien. Pero tú sabes que no te has librado. No me refiero a una tonta pregunta hecha por un tonto jurado, que fue naturalmente tratada con desprecio por la Corona y por el juez. Eso no le importaba a nadie. Me refiero quizá principalmente a ti. A tus propios ojos, y algún día tendrás que pensar en tu conducta, no estás, no puedes estar del todo satisfecho de cómo han salido las cosas. Secretamente debes pensar en ti con bastante vergüenza. Una cara de piedra es cosa excelente para mostrar al mundo, pero de vez en cuando, cuando estés solo y sin público, tendrás, me figuro, que quitarte la máscara aunque sólo sea para respirar. Porque si no, realmente te asfixiarías.

(Continúa en ésta posterior)

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