Título de la fotografía: En busca del tiempo perdido (*)
Hace ya un par de años que disfruto del hecho de poder acercarme a una joya de la expresión humana como ésta, “En busca del tiempo perdido”. El primer volumen me lo leí rápido (sí, con ese “me”), titulado “Por la parte de Swan” según traducción de Carlos Manzano
(aquí se puede leer un bonito artículo sobre las traducciones y algunas palabras del propio Carlos Manzano sobre la que él hizo de esta obra), anotando algo de vez en cuando, o subrayando, como suelo hacer cuando algún libro me interesa especialmente (suelo percibir esa sensación nada más comenzarlo). Al empezar la lectura del segundo, tuve que dejar de entretenerme en esas “menudencias”, la lectura me demandaba completamente, la escritura de Proust me absorbió, pero a la vez comprendí que para satisfacer todas la inquietudes que su lectura me provocaba debería de leerlo como mínimo una segunda vez, para así poder dejar grafía de esas pro-vocaciones. Imagino, pienso, que lo que nos lleva a dejar grafía de algo que percibimos depende en gran medida, de la intensidad con que lo externo a nosotros nos marque, nos grafíe asimismo por dentro, indeleble pero también intangiblemente, sin fisicidad reconocible por nuestros también más físicos sentidos. No creo que sea otro el mecanismo que nos impulsa a esto que llamamos dejar huella. Es decir, hacer el camino de vuelta que antes esa corriente meta-física, interguiono explícitamente, de, en este caso, una huella, la escritura en este caso de Proust, ha recorrido logrando dar el salto casi interdimensional entre las re-conocidas de la otra huella hasta algo que al menos por ahora sólo conocemos habitualmente como desarrollada en una, el tiempo, esto es, nuestra psique. Es a través de nuestro cuerpo, nuestra fisicidad, con las neuronas que, también por ahora, sabemos que son las responsables de todo aquello que reconocemos como intangible en el ser humano, con el que exportamos (como los archivos incompatibles, como el proceso informático que habilitamos para que los distintos archivos que cada programa usa puedan ser ABIERTOS, es decir, reconocidos, por el otro software con el que queramos abrirlo) lo que nos mueve y conmueve por dentro desde fuera y hacia fuera. No es otra cosa la grafía que el resultado de esa exportación a un lenguaje más o menos asimilable por todo lo externo de este software que el individuo conforma (como una sola especie somos, y parto de la base tan conocida de que tan sólo en un 10% se diferencia nuestra ADN del de una mosca, concluyo que en estos más de cinco mil millones no existe más que un sólo software sobre el que funcionemos. El único inconveniente es que no por todos es conocido, el programa, y también, por nadie al completo).
Volviendo a la novela de Proust, sin querer fui ralentizando su lectura, tomándolo a pequeños sorbos, la mayoría tan sólo por la noche antes de cerrar los ojos. Se me antojan a veces esos momentos como unos de los de verdadero disfrute en la jornada, una forma de encuentro con la paz, un descanso para mi espíritu. El solaz.
Hace mucho tiempo como digo que dejé de subrayar, aunque a veces no puedo evitar tomar la pluma o el bolígrafo, pocas veces un lápiz, corre riesgo de borrarse su grafía mucho antes, y dejar señalada alguna perla. Sí, me encanta fundirme como buenamente puedo físicamente también con ellos, no soy fetichista, cuando amo, es decir cuando algo demanda mi interés, necesito integrarme en lo que quiera que sea con todo lo que soy, cuerpo y mente. Es decir me entrego. Anoto y escribo en sus papeles, esos papeles que para mí son sólo un soporte que me resulta accesible porque ambos compartimos fisicidad. Por eso mismo, cuando me leí a través de internet varias obras de José Saramago, en cuanto tuve medios para poder adquirirlos como libros, lo hice. Los necesito conmigo aunque sólo sea para tocarlos y distinguirlos como objetos en tres dimensiones. Así que escribo sobre ellos, tampoco demasiado porque soy cuidadosa o respetuosa, a la par de las letras que la imprenta ha dejado transcritas en el papel, y, aunque el libro pueda traer cinta señaladora, sin querer se me va la mano siempre para doblar el pico de la página por la que me quedo (odio los señaladores que tan de moda están hoy en día, sobre todo porque son más largos que la medida vertical del libro, tal como el propio fin para el que están fabricados supedita, y estorban, se doblan en las estanterías si encima coloco otros libros en horizontal, o en mis propias manos me disgusta su perfil de más, me distorsiona la silueta del libro en mi mirada. En definitiva no me gustan de ninguna de las maneras posibles para lo que fueron inventados, a no ser como cómodas y móviles estampas caso de que su diseño me resulte especialmente atractivo). Por eso prefiero las cintas, se amoldan a mi forma de integrarme en ellos, los cuido (me gustan mucho las tejidos), a los libros, a la vez que me "coloco" en ellos.
No es para mí el libro como objeto físico un tesoro para ser encerrado en una urna. Tengo que manosearlo, llenarlo de mis células, que se estropeé, levemente, aunque alguno he lanzado como torpedo, y, con los medios domésticos que a mi alcance queden, arreglarlo de vez en cuando si, por endeble edición o accidente, llega a correr riesgo su entramado físico, riesgo con posibles consecuencias irreparables. Todo este proceso de “intercambio” físico entre el libro y yo, termina, a lo largo de una vida, por configurar una especie de ex libris genuino. Casi podría reconocer, caso de que se me hubiera perdido alguno entre los antaño prestados (ya no suelo hacerlo, porque, efectivamente, alguno perdí en manos ajenas) con tan sólo un vistazo desde lejos.
En esta obra de Proust necesito dejar mi huella. Ahora lo hago físicamente de estas formas y dejo que él me señale por dentro. Ya llegará mi turno de grafiar yo lo que su grafía en mí provoca.
Sin embargo, no puedo evitar señalar alguna perla de esas que voy encontrando. Son tan incontables, tan sucesivas, que por eso mismo tuve que dejar de hacerlo y, como consecuencia, oír arrancar en mí el motor del deseo por dedicarle como mínimo una segunda lectura algún día, caso de qué me dé lugar en mis años de vida, para, ya más despacio, y, a partir de él, poder extraer de mí todo lo que su lectura me provoca. Me provoca o me señala, a mí, e intuyo que a cualquiera que lo lea. Siento por la mente que hizo posible esta joya de la literatura universal, ahora, una admiración sin límites. Transcribió, es decir, exportó a un lenguaje asimilable por todos, la escritura, lo que desde su software, que no es más que el de todos, percibía en su exterior para elegir el tiempo, una dimensión común a todos, no importa que viva quien sea en quien pensemos hace tres mil años, como recurso de digresión o artificio. Sin embargo, éste, esos límites que parece que interponemos entre los que están y no, desaparece al leer su escritura. Proust, al hacernos evidente su percepción, nos muestra la esencia de lo que estamos hechos, nos la evidencia, no importa en qué años vivamos.
Conecta con el cauce que nos subyace y lo hace visible. Hizo Poesía mediante el recurso de una historia narrada.
Proust fue un poeta. Y consciente soy de que nada descubro.
No quería dejar de pasar esta finalización del cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, con la anotación en este blog de una de esas perlas que me resulta imposible evitar registrarlas, aunque sea ya tumbada en la cama luchando entre el sueño que ya se me acerca, el acero del capuchón de la pluma y el enredo del cordón de mis lentes para la presbicia.
[…] "en la humanidad la regla —que entraña excepciones, naturalmente— es que los duros son débiles a quienes no los han querido y sólo los fuertes, a quienes poco importa que los quieran o no, tiene esa dulzura que el vulgo confunde con debilidad."
[...]
Marcel Proust.
En busca del tiempo perdido.
4. Sodoma y Gomorra. Capítulo tercero. Pág. 435. Traducción del francés: Carlos Manzano, cedida por Random House Mondadori, S. A. para Círculo de lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal).
ISBN 078-84-672-3384-1 (Tomo IV)
ISBN 978-84-672-3406-0 (Obra completa)
Sofía Serra, 31 de enero de 2011
(*) Esta fotografía la disparé e hice y además también titulé, años antes, en diciembre de 2005, de siquiera pensar que algún día accedería como lectora plena a la obra de Proust.