lunes, 25 de octubre de 2010

De profundis (I). Oscar Wilde

Estoy cansada de contemplar cómo una y otra vez se utilizan las dos palabras por las que se conoce a este escrito, que la titulan, apercibiéndome de que la mayoría no es que no la haya leído, sino que ni siquiera tiene idea de no lo que es tan sólo, sino de dónde arranca y qué la motiva. El desgarro que el alma humana puede sufrir cuando se la trata injustamente. Estoy cansada y dolorida de ver cómo a esta obra como a tantas se las desconoce, pero sin embargo se las usa. Estoy cansada de tanta injusticia sobre una expresión honesta y profundamente dolorosa del ser humano. Estoy cansada de tanta ignorancia por vagancia, que sólo provoca injusticias, y por tanto dolor. 
La iré traspasando a este blog en sucesivas entradas.

DE PROFUNDIS
Oscar Wilde 

"A: lord Alfred Douglas
(Enero-marzo de 1897) H. M. Prison, Reading

Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido escribirte yo, tanto por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he pasado dos largos años de prisión sin recibir de ti ni una sola línea, ni aun noticia ni mensaje que no me dieran dolor.
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia pública para mí, pero el recuerdo de nuestro antiguo afecto me acompaña a menudo, y la idea de que el aborrecimiento, la amargura y el desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi co- razón que en otro tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y tú mismo sentirás, creo, en tu corazón que escribirme cuando me consumo en la soledad de la vida de presidio es mejor que publicar mis cartas sin mi permiso o dedicarme poemas sin consultar, aunque el mundo no haya de saber nada de las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o indiferencia, que quieras enviarme en respuesta o apelación.
No me cabe duda de que en esta carta en la que tengo que escribir de tu vida y la mía, del pasado y el futuro, de cosas dulces que se tornaron amargura y cosas amargas que pueden trocarse en alegría, ha de haber mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así fuera, vuelve a leerla una y otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo encuentras en ella de lo que te parezca ser acusado injustamente, recuerda que hay que agradecer que existan faltas de las que se nos pueda acusar injustamente. Si hubiera en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a tus ojos, llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para llorar. Eso es lo único que puede salvarte. Si vas con lamentaciones a tu madre, como hiciste a propósito del desprecio de ti que manifesté en mi carta a Robbie, estarás totalmente perdido. Si encuentras una sola excusa falsa para ti, enseguida encontrarás un ciento, y serás exactamente lo mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo, como le dijiste a Robbie en tu contestación, que yo «te atribuyo motivos indignos»? ¡Si tú no tenías motivos en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo es un propósito intelectual. ¿Que eras «muy joven» cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que supieras muy poco de la vida, sino que sabías mucho. El alba de la juventud, con su flor delicada, su luz clara y pura, su alegría inocente y expectante, tú la habías dejado muy atrás. Con pies muy raudos y corredores habías pasado del Romance al Realismo. La cloaca y las cosas que en ella viven habían empezado a fascinarte. Ése fue el origen del problema en el que buscaste mi ayuda, y yo, nada sabio según la sabiduría de este mundo, por compasión y simpatía te la di. Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada. Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del hombre son muy distintos. Siendo enteramente ignorante de los modos del Arte en su revolución o los estados del pensamiento en su progreso, de la pompa del verso latino o la música más rica de las vocales griegas, de la escultura toscana o el canto isabelino, se puede estar lleno de la más dulce sabiduría. El verdadero necio, ése del que los dioses se ríen o al que arruinan, es el que no se conoce a sí mismo. Yo fui de ésos demasiado tiempo. Tú has sido de ésos demasiado tiempo. No lo seas más. No tengas miedo. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. Recuerda asimismo que lo que para ti sea penoso leer, aún más penoso es para mí escribirlo. Contigo los Poderes Invisibles han sido muy buenos. Te han permitido ver las formas extrañas y trágicas de la Vida como se ven las sombras en un cristal. La cabeza de Medusa, que petrifica a los hombres, a ti se te ha dado mirarla en espejo solamente. Tú has caminado libre entre las flores. A mí me han arrebatado el mundo hermoso del color y el movimiento.
Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente. Aquí sentado en esta celda oscura, vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo. En las noches de angustia perturbadas y febriles, en los días de dolor largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me culpo por dejar que una amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vida. Desde el primer momento hubo demasiada distancia entre nosotros. Tú habías estado ocioso en el colegio, peor que ocioso en la universidad. No te dabas cuenta de que un artista, y sobre todo un artista como soy yo, es decir, aquel en el que la calidad de la obra depende de la intensificación de la personalidad, requiere para el desarrollo de su arte la compañía de ideas, y una atmósfera intelectual, sosiego, paz y soledad. Tú admirabas mi obra cuando la veías acabada; gozabas con los éxitos brillantes de mi estreno, y los banquetes brillantes que los seguían; te enorgullecías, y era muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista tan distinguido; pero no podías entender las condiciones que exige la producción de la obra artística. No hablo en frases de exageración retórica, sino en términos de fidelidad absoluta al hecho material, si te recuerdo que durante todo el tiempo que estuvimos juntos no escribí nunca ni una sola línea. Fuera en Torquay, Coring, Londres, Florencia o en otros lugares, mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue totalmente estéril y nada crea- dora. Y con escasos intervalos estuviste, lamento decirlo, siempre a mi lado.
Recuerdo, por ejemplo, que en el mes de septiembre del 93, por escoger un solo ejemplo entre muchos, tomé unas habitaciones, únicamente para trabajar sin que nadie me molestara, porque había roto lo acordado con John Hare, para quien había prometido escribir una obra, y que me estaba apremiando. Durante la primera semana te mantuviste lejos. Habíamos disentido, y a decir verdad lógicamente, sobre la cuestión del valor artístico de tu traducción de Salomé, así que te contentaste con mandarme cartas necias sobre ese tema. En esa semana escribí y terminé hasta el último detalle, tal y como después se representaría, el primer acto de Un marido ideal. En la segunda semana volviste, y prácticamente tuve que abandonar el trabajo. Yo llegaba cada mañana a St James's Place a las once y media, para poder pensar y escribir sin las interrupciones inevitables en mi propia casa, aun siendo esa casa tranquila y pacífica. Pero era vano intento. A las doce llegabas en coche, y te ponías a fumar y charlar hasta la una y media, en que había que llevarte a almorzar al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con sus copas, solía durar hasta las tres y media. Durante una hora te retirabas a White's. A la hora del té volvías a aparecer, y te quedabas hasta la hora de vestirse para la comida. Comías conmigo en el Savoy o en Tite Street. Por regla general no nos separábamos hasta después de medianoche, porque había que rematar el día memorable con una cena en Willis's. Esa fue mi vida durante aquellos tres meses, día tras día, salvo en los cuatro días en que estuviste fuera del país. Entonces, por supuesto, tuve que ir a Calais a recogerte. Para una persona de mi naturaleza y temperamento, era una posición a la vez grotesca y trágica.
Ahora te darás cuenta, ¿no? Ahora tienes que ver que tu incapacidad de estar solo; tu naturaleza inexorable en su continua exigencia de la atención y el tiempo de los demás; tu carencia de la menor aptitud para la concentración intelectual sostenida; el desdichado accidente -porque quiero pensar que fue sólo eso- de que no pudieras adquirir el «talante de Oxford» en materia intelectual, quiero decir no haber llegado nunca al juego airoso con las ideas, sino sólo a la violencia de la opinión; te darás cuenta de que todas esas cosas, combinadas con el hecho de tener puestos tus deseos e intereses en la Vida y no en el Arte, eran tan destructivas para tu propio avance en la cultura como lo eran para mi trabajo de artista. Cuando comparo mi amistad contigo con la de hombres todavía más jóvenes, como John Gray y Pierre Lout's, me da vergüenza. Mi vida real, mi vida superior estaba con ellos y con personas como ellos.
De los resultados atroces de mi amistad contigo no hablo por ahora. Estoy pensando únicamente en su calidad mientras duró. Fue intelectualmente degradante para mí. Tú tenías los rudimentos de un temperamento artístico en germen. Pero yo te conocí demasiado tarde o demasiado pronto, no lo sé. Cuando estabas lejos yo estaba bien. En el momento, a primeros de diciembre del año al que me he referido, en que conseguí convencer a tu madre de que te sacara de Inglaterra, volví a recoger la trama rota y enredada de mi imaginación, retomé mi vida en mis manos, y no sólo acabé los tres actos que faltaban de Un marido ideal, sino que concebí y había casi completado otras dos piezas de índole to- talmente distinta, la Tragedia florentina y La Sainte Courtisane, cuando de pronto, sin ser llamado, sin ser bienvenido, y en circunstancias fatídicas para mi felicidad, volviste. Las dos obras que entonces quedaron imperfectas no las pude retomar. El estado de ánimo que las había creado no lo pude recuperar nunca. Ahora que tú mismo has publicado un volumen de poesía, podrás reconocer la verdad de todo lo que aquí he dicho. Puedas o no, sigue siendo una verdad horrible en el corazón mismo de nuestra amistad. Mientras estuviste conmigo fuiste la ruina absoluta de mi Arte, y al permitir que constantemente te interpusieras entre el Arte y yo me cubrí de vergüenza y de culpa en el más alto grado. Tú no lo sabías ver, no lo sabías entender, no lo sabías apreciar. Yo no tenía ningún derecho a esperarlo de ti. Tus intereses empezaban y acababan en tus comidas y tus caprichos. Tus deseos eran sencillamente diversiones, de placeres ordinarios o no tan ordinarios. Eran lo que tu temperamento necesitaba, o creía necesitar en aquel momento. Debería haberte prohibido la entrada en mi casa y en mis habitaciones salvo por invitación. Me culpo sin paliativos por mi debilidad. Era pura debilidad. Media hora con el Arte siempre fue más para mí que un ciclo contigo. Realmente nada, en ningún período de mi vida, tuvo nunca la menor importancia para mí en comparación con el Arte. Pero en un artista la debilidad es un crimen, cuando es una debilidad que paraliza la imaginación."

(Continúa en esta posterior)

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