lunes, 19 de noviembre de 2012

Los coleos han florecido

Los coleos han florecido y no puedo fotografiarlos. Pero me resisto a someter mi vida a la existencia de un aparato para poder ver.

la torre se enfunda placas de pizarra
o grafito.
Los caballos de la marisma
tronan en la espesura del bosque
de eucaliptos.
Entre tú y yo triangulamos
la distancia de las estrellas
aunque el rin haga cabriolas
de este a oeste
¿Quiénes somos sobre este paisaje
tan verde? El peso de la historia
nos aplasta. Tu vida es la mía
tú, de dios, mi dios, tú.
de nosotros, él.

sólo tienes un manifiesto:
tú mismo. Defiéndelo.


las orillas congeladas
no mecen la arena.
Los cabezos no saben de glaciares
sonrisas. Su abrazo luminoso,
como el del sol que hoy
brilla por encima de las nubes grises.
La escarcha fría que no conoció
la barca azul ni en sueños
se estrella
contra las olas congeladas.
pero los cabezos reflejan el sol
que no ven los pescadores
y los cristales de la espuma
se licuan, densos, el mar de gelatina
siempre responde
a los cabezos amarillos
y a su luz y a su sonrisa
y a su abrazo.

el egoísmo es una parte necesaria del amor.
no lo despreciéis nunca.
en él reside una de las claves, tal vez la fundamental.

una subida de tono precede
a tu aviso de hombre.
saltaron los dolores
a mis manos imantadas
como las conchas irisadas de la orilla
y ahora ya no
escribiré más,
porque ha llegado
la hora del duelo,
del arrepentimiento
por tanto trabajo muerto,
tanto tiempo perdido,
como si hubiera querido
vaciar el mar en mi cubo azul.
la mezquindad del hombre no tiene remedio
y a mí ya me quedan
pocos años por vivir,
menos de los que llevo puestos
sobre las ojeras
sobre todo
sobre mi alma.

Os miro desde estos cañaverales
a vuestros pies, cabezos amarillos.
No quiero escalaros.
Mi lugar es poder
contemplaros desde aquí.
Quedarme pequeña
como un grano de arena,
pero a vuestro abrigo,
desembarcada de la barca
azul estrellada.
A vuestro color,

a vuestro calor.

Sofía Serra (de Los cabezos amarillos)

Día D. Mediodía

Día D. Mediodía

Como si ya por fin tuviera la prueba fehaciente de que mi alma se equivocó de cuerpo al nacer a la vida física de este que viste de rosa, porque todo es negro, y calza un 34, por lo que nunca encuentra zapatos. Un yo que no soy yo. El culmen de la empatía. El culmen del espejo. El espejo líquido, como si lo hubiera traspasado y ya no quedara nada en el lado que dejé atrás.

El hombre, la sombra,
el encuentro
ya no se dice verte
y verte venir te he visto
venido. me he visto,
atrás, y el tiempo
se parte.


La paradoja espacio-temporal,
la muerte que m'avisó asimov.
La mía.

El tren detenido bajo las palmeras

El tren detenido bajo las palmeras

el tren me recuerda una soledad
sin línea,
la alegría (sic) de los judíos
cuando los embarcaban
en los vagones de madera negra
y moho tan grande para tantos ayes
que los sueño durmiendo o haciendo
el amor
sobre la arena de una playa,
los niños jugando con la pelota de plástico,
que aún no se había inventado, sus madres
bebiendo limonada bajo
las gafas de sol y los coquetos sombreros
de paja y sus padres jugando al dominó bajo
la sombrilla de colores y bajo
las palmeras sus abuelos
con bañadores de flores bajo
las palmeras, porque es una playa del Caribe,
claro,
el sol
clara
el agua
claro
el cielo azul
y el techo negro
se me hunde bajo
las palmeras, bajo
las palmeras los adormezco
desde los 13
años allí
se me quedaron parados,
y se supone que he cumplido
49
arrullándolos.


Sofía Serra  (De Suroeste)

domingo, 18 de noviembre de 2012

El río viejo II

El río viejo II

Habituada a todo
tramo entelequias subidas
de nombre te engolfo,
te encabo, te arrío y encauzo,
río bravo, te avino el poniente
como lametón desde el juego
geográfico vendido entre cárceles.
Los cabezos se agrupan en tus márgenes
de página imantada por el sol de la lluvia,
cuando sólo soy yo,
blando y unísono excombatiente
de la guerra contra las piedras,
la venerable escritura de la montaña
que ríe pendientes con lamentos
por hacer qué queda,
me abarco tan solo.
sugiero la planicie que me ama.

habidas voces se inventan
solitarias, regueros de luces
cristalinas que discurren sobre
salientes, las estelas de los caracoles
pavimentan los caminos de las luciérnagas de día.

Trasladé aminorando la marcha,
ven y arróstrame
como muerto peso
pesado en tu balanza,
sopórtame,
tus rodillas me aman,
soy blando lodo y mullido
suelo solo para tu corona de cruces.

Río enterrador de las tramas
ambivalentes, a un lado, tú,
al otro, el horizonte amarillo
y mi soledad.

Sofía Serra (de Suroeste)

sábado, 17 de noviembre de 2012

Día D. Mañana

Día D. Mañana

He llegado al silencio y aquí necesito poder quedarme. Haber dado con el hallazgo y asimilar la pérdida de la búsqueda sin consciencia.
Someter la alegría a la tristeza del no saber ya qué hacer.
¿Qué hago aquí? Y qué he hecho.
Tanto comprendido para nada, para no saber ni adónde he llegado.
Comencé serena y segura y termino con el corazón en un puño y una sensación de desbordamiento que me enmudece. ¿Qué he hecho mal?, ¿acaso el camino era buscar la felicidad? No. Partía de su hallazgo, del hallazgo de la verdadera felicidad, el encuentro con uno mismo dentro del sí mismo verdadero, el paraíso imperdible. El camino era seguir y dar, comunicar lo descubierto. Y he seguido. Y creo que he dado. Sólo creo. Pero sí he llegado. Hasta dónde. ¿Dónde esto? ¿Qué me remata?, ¿el encuentro con lo que deseaba o el deshallazgo del otro? Encontrarme en el otro ha funcionado, pero ver en el espejo y no poder acceder a él construye la jaula de la impotencia. ¿Impotencia de qué, para qué?, ¿qué necesitas? Comprendo al otro, a mí misma ni me acerco.
Todo se hunde arrepentido. ¿Qué he hecho, construido? Un camino que veo si miro atrás; pero si dirijo la vista hacia delante sólo vislumbro inquietud dentro mía, permanencia absoluta de lo que siempre me contrae.
La obesa bola de obsidiana hermética, uniforme, uni-ente. No sé nada. Lo que tengo hecho sólo me ha servido para llegar hasta aquí. Y me pregunto, ¿y ahora qué? No contemplo ni inercia ni voluntad. No hay nada. Nada más que inquietud. Una inquietud que me atora, que me ahoga. Que me duele. 
El dolor. Siempre el dolor.
Sólo la poesía me ha generado bien hasta ahora, pero su camino me ha llevado al extremo opuesto y exactamente el mismo donde comencé, lo mío en el otro. ¿Me he quedado vacía? Me veo, veo mis propias espaldas partiendo ayer.
Brota la necesidad de frenar. Brota la necesidad de llorar. Sólo brota la necesidad. El llanto no sale. Es mi pecho interno el que suplica una luz, una salida ¿A qué y a dónde?
¿De qué tengo miedo?, ¿tengo miedo?
El shock, esto puede ser el shock: el resultado de llegar. Esta miseria en el espíritu, esta congoja. Si yo no quería llegar, sólo hacer…
Y ahora, ¿qué hago? O ¿qué deseo hacer?
La clave sólo puedo hallarla en mí misma. Nada ni nadie me aporta nada nuevo. Los datos me sobran. No los necesito aunque los adquiera. Los voy dejando caer desde mis manos una vez que los he exprimido, que me han dado su jugo, su zumo.
Mis manos están impregnadas de néctar. Nada puedo tocar sin manchar, ni a mí misma.
Se me acabó todo, todo lo externo. Y yo conmigo misma me ahogo. No me quepo.
¿Qué ente quiero? ¿Qué “lo que es” necesito?
Desflorar la piel que me cubre hasta expandirme por el aire, ser aire también diluirme, dejar de ser. El no ser.
El no ente.
A eso he llegado, porque ya soy en el otro.
Dejo de existir.
Aunque la intensa inquietud permanece. Allí, junto al tronco de encina seco, como si mi sombra hubiera decidido quedarse a su lado y mi cuerpo hubiera seguido caminando. Sola hasta de mi propia sombra.
El shock del que intento despegarme.
Seguir caminando hasta sin ella.
Ser continuando siendo.
 
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