A mi pueblo, a mi desconcierto
En este muerto contenido
al que abrazas y
consuelas
por deseo de su propia
muerte,
en este bello ejemplar
de ciervo
ligero y pesado de
tantas muelas
y dientes rumiantes,
de tan onerosas alforjas
que no tienen fondo,
que huecas deslizan
el aire que por la boca
les entra y por el culo
les sale,
en este muerto y denso
aire de oftalmologías
imposibles pues ni ojos
ni pestañas siquiera te
caben
en ese rostro pernero,
en ese rostro carnero,
en ese rostro pétreo
de meseta inasumible,
centinela vestido de
colores brillantes,
en esta muerte tuya,
yo te abandono:
Eres un pueblo muerto
sin fantasmas,
un pueblo herido
de su misma muerte,
un cuerpo inerte
exhalando un aroma vivo
de fragancias que nunca
se hunden y siempre
preguntas,
siempre preguntas
el porqué y el
desconsuelo
de este olor a rosas que
entierras
mano sobre mano bajo
tu zócalo de piedra
tumban
la luna, el sol, la paz
de algún refresco
asociado
al martilleante fuego
arenoso
concupiscente o semioculto
bajo las flores de
lavanda
visitadas por la
mariposa
de la col, blanca como
las paredes
de mi alquería… Ah, qué
solaz
que no perdí, soldadito
boliviano,
por mucho que dispararas
a sienes, por mucho
que trucaras valles y
cordilleras
en busca del corazón
palpitante
de la luna grande cuando
se asoma por los andes
de mis luces. Soldado
enorme
corazón y las venerables
soledades, los cierzos
en pleno mes de julio y
el viento
de suroeste aterrizando
sus mejillas de océano
sobre el páramo agreste
y mesetario:
el desconcierto, la
lección
de amor dada, la grata
complacencia de una voz
lejana,
las orillas y los pasos
serenos
sobre la arena, el agua
del mar
dentro de mi frente,
y un “no sé” hasta que
la salud
tenga nombre de nuevo
y pierda la enfermedad
el suyo de muerte,
o España.
(Sofía Serra)