viernes, 14 de enero de 2011

De pronto, ¿pronto?, toda una vida

Sigo con la correcciones de "Los parasoles de Afrodita", a trancas y barrancas, pero sigo


De pronto, ¿pronto?, toda una vida

Mi mar y mi sombra nacen aquí.
Ha mil años que la vieja permanece en el lugar.
Hoy quiere estrenar unas braguitas de colores,
vestir con la falda roja,
celebrar que las amapolas parieron dorados sobre el verde.
Mayo yerba, verde agua, cielo ribeteado con blancos de verano:
La mañana respira levantando el pecho del orbe.
Tus palpitaciones, tu boca alada y la nube de tus dedos
conflagran bomba de oxígeno para este golpe de cuerpo tranquilo
sentado sobre la piel del azul y el níquel de la luz casi estival.


Y así, mientras duele suerte y duele beso,
duele amor y duele verso,
cóncavos y convexos compañeros de estas jacarandas
con flores malvas,
yo me abro a los dorados ojos.
Las hojas, cuando lleguen, poblarán verdades del verde verano:
¿desde cuándo las jacarandas se alimentan sólo de flores?


En este paseo por el amor y la suerte que es la vida,
¿me permitirás ahora sueño y verso,
ahora malva y justa flor,
ahora verde,
ahora música?
¿O habré de permanecer siempre soterrada,
siempre oculta a atisbo, siempre a sombra de las luces?
Jardinera que hallaste tu árbol lumbre,
aún te quedas sin saber 
si respirar bajo el agua
o ya sentarte a cantar bajo la jacaranda,
ya sin flores, ya selva suerte,
ya abanico sobre la piel encendida de tanto amor,
tanto suelo, tanto trigo rubio, tanta honesta sangre:


Soy el mal por antonomasia,
soy la cínica pervertidora,
soy la bestia siempre viva,
ser ausente de este suelo raso sin medida de hombre.
Lo dejo todo en manos de Dios,
en manos de... ¿pero es que existe alguien más que yo?

Sofía Serra, 2010

jueves, 13 de enero de 2011

A una mirada desde el otro lado

A una mirada desde el más allá

De lejos, llegas desde tan lejos,
y tan certero en mi herida clavas
dolor
cuando sólo había hueco
y plasma ya, agua lenta sin ambages,
marea baja.
Aquí bandera o isla,
allá en tu recuerdo,
que es aquí dentro,
un soldado en alguna cueva
bajo la manta de piedra.
Lía un cigarrillo entre sus dedos
mientras yo intento acariciar una mejilla.
¿Con qué nombrar lo que nos separa
si a este arrastre que me suma y me abandona
añado mil gotas de lluvia desvirgada,
(ya con tierra donde engendrar)
morrenas y riachuelos de cantos estriados que avanzan rodando con estrépito?
¿Cuánto habitáculo celeste nos corresponde?


mientras más caminas
hacia delante
más se acerca la memoria
desde atrás


en el borde del precipicio.
Y el mar
brota desde la sima.
Se resquebraja esta lasca
como agrietó esta frente
tu mirada vítrea de soslayo,
de ni un atisbo de tu latido
que ya no bate.
Suelto y al mar.


Así te fuiste.
El soldado permanece liando su cigarrillo en la cueva.
Se ahueca la tierra y yo enmudezco.
Conquistó el alba como
conquistó la bandera en Iwo Jima
mi soldado,
corazón, verde y extracorpóreo corazón.

Sofía Serra, Enero 2011

miércoles, 12 de enero de 2011

Antes de que se evaporen





el mal del poeta mudo


me sale el mundo
por las orejas


*


Amargura


… como la tierra dura.


*


In memoriam


D
Esplazar el contenido de este verbo
Por si así te detengo en mi frente.

Sofía Serra (Enero, 2011)

martes, 11 de enero de 2011

De profundis (IX). Oscar Wilde

(Viene de esta entrada anterior)

Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mundo, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su propia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que quería, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecencias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mirada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embotado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza. Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facultad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos quitan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu silencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta para poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantarse todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros.
Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruinado a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación inmisericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo había hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de consecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sen- saciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Llevo en la cárcel casi dos años. De mi naturaleza ha brotado la desesperación salvaje; un abandono al dolor que era penoso de ver; ira terrible e impotente; amargura y despre- cio; angustia que lloraba a gritos; tormento que no encontraba voz; tristeza muda. He pasado por todos los modos posibles del sufrimiento. Mejor que el propio Wordsworth sé lo que Wordsworth quería decir cuando escribió:

Suffering is permanent, obscure, and dark And has the nature of Infinity.
[El sufrimiento es permanente, oscuro y tenebroso, / y posee el carácter de la Infinitud.]

Pero, aunque a veces me regocijara en la idea de que mis sufrimientos fueran interminables, no podía soportar que no tuvieran sentido. Ahora encuentro escondido en mi naturaleza algo que me dice que no hay nada en el mundo que carezca de sentido, y el sufrimiento menos que nada. Ese algo escondido en mi naturaleza, como un tesoro en un campo, es la Humildad.
Es lo último que me queda, y lo mejor: el descubrimiento final al que he llegado; el punto de partida de un nuevo derrotero. Me ha venido de dentro de mí mismo, y por eso sé que ha venido cuando debía. No podría haber venido ni antes ni después. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría rechazado. Si me lo hubieran traído lo habría rehusado. Como yo lo encontré, quiero conservarlo. Tengo que conservarlo. Es la única cosa que contiene los elementos de la vida, de una nueva vida, de una Vita Nuova para mí. De todas las cosas es la más extraña. No se la puede dar, ni nos la puede dar otro. No se puede adquirir si no es cediendo todo lo que uno tiene. Únicamente cuando ha perdido todas las cosas sabe uno que la posee.
Ahora que me doy cuenta de lo que hay dentro de mí, veo con toda claridad lo que ten-go que hacer, lo que de hecho debo hacer. Y cuando empleo una expresión así, no hace falta que te diga que no estoy aludiendo a ninguna sanción o mandato exteriores. No admito ninguno. Soy mucho mas individualista que nunca. Nada me parece del menor valor salvo lo que uno saca de sí mismo. Mi naturaleza está buscando un modo nuevo de autorrealización. Eso es lo único que me interesa. Y lo primero que tengo que hacer es librarme de cualquier posible acritud de sentimiento hacia ti.
Estoy completamente sin dinero, y absolutamente sin hogar. Pero hay en el mundo cosas peores. Con toda franqueza te digo que antes que salir de esta prisión con amargura en el corazón contra ti o contra el mundo, iría contento y alegre mendigando el pan de puerta en puerta. Si no me dieran nada en la casa del rico, algo me darían en la del pobre. Los que tienen mucho son con frecuencia avarientos. Los que tienen poco siempre comparten. No me importaría nada dormir en la hierba fresca en el verano, y cuando entrase el invierno cobijarme al calor de la niara apretada, o bajo el saledizo de un granero, mientras tuviera amor en mi corazón. Las exterioridades de la vida me parecen ahora carentes de importancia. Ya ves a qué intensidad de individualismo he llegado, o más bien estoy llegando, porque el viaje es largo, y «donde yo pongo el pie hay espinas».
Por supuesto que sé que no me tocará pedir limosna por los caminos, y que si alguna vez me tiendo a la noche en la hierba verde será para escribir sonetos a la Luna. Cuando salga de la cárcel, Robbie me estará esperando al otro lado del portón de hierro, y él es el símbolo no sólo de su propio afecto, sino del afecto de muchos más. Creo que en cualquier caso tendré bastante para ir tirando durante año y medio, de modo que, si no puedo escribir libros hermosos, podré al menos leer libros hermosos, y ¿cabe alegría mayor? Después espero poder recrear mi facultad creadora. Pero si las cosas fueran distintas; si no me quedara un amigo en el mundo; si no hubiera una sola casa abierta para mí siquiera por compasión; si tuviera que aceptar el zurrón y el capote raído de la pura indigencia; mientras me viera libre de resentimiento, dureza y acritud podría afrontar la vida con mucha más calma y confianza que si mi cuerpo vistiera de púrpura y lino fino, y dentro el alma estuviera enferma de odio. Y realmente no voy a tener dificultad para perdonarte. Pero para que sea un placer para mí es preciso que tú sientas que lo quieres. Cuando realmente lo quieras lo encontrarás esperándote.
No es preciso que te diga que mi tarea no termina ahí. En ese caso sería comparativamente fácil. Es mucho más lo que me aguarda. Tengo montes mucho más escarpados que subir, valles mucho más oscuros que cruzar. Y todo lo he de sacar de mí mismo. Ni la Religión, ni la Moral, ni la Razón me pueden ayudar.
La Moral no me ayuda. Yo nací antinomista. Soy de ésos que están hechos para las excepciones, no para las leyes. Pero aunque veo que no hay nada malo en lo que uno hace, veo que hay algo malo en lo que uno llega a ser. Está bien haberlo aprendido.
La Religión no me ayuda. La fe que otros ponen en lo que no se ve, yo la pongo en lo que se puede tocar y mirar. Mis Dioses moran en templos hechos con manos, y dentro del círculo de la experiencia real se perfecciona y completa mi credo: acaso se complete demasiado, porque como muchos o todos los que han puesto su Cielo en esta tierra, he hallado en él no solo la hermosura del Cielo, sino también el horror del Infierno. Cuando pienso en la Religión, pienso que me gustaría fundar una orden para los que no creen: la Cofradía de los Huérfanos se podría llamar, y allí, en un altar sin ninguna vela encendida, un sacerdote, en cuyo corazón la paz no tuviera asilo, podría celebrar con pan sin bendecir y un cáliz vacío de vino. Todo para ser verdad ha de hacerse religión. Y el agnosticismo debe tener su ritual lo mismo que la fe. Ha sembrado sus mártires, debería cosechar sus santos, y alabar a Dios todos los días por haberse ocultado a los ojos de los hombres. Pero, ya sea fe o agnosticismo, no puede ser nada exterior a mí. Sus símbolos los tengo que crear yo. Sólo es espiritual lo que hace su propia forma. Si no encuentro su secreto dentro de mí, nunca lo encontraré. Si no lo tengo ya, no vendrá a mí jamás.
La Razón no me ayuda. Me dice que las leyes por las que se me condena son leyes equivocadas e injustas, y que el sistema por el que he padecido es un sistema equivocado e injusto. Pero, de algún modo, tengo que hacer que ambas cosas sean justas y acertadas para mí. Y exactamente como en el Arte lo único que interesa es lo que determinada cosa es para uno en determinado momento, así también en la evolución ética del carácter. Yo tengo que hacer que todo lo que me ha ocurrido sea bueno para mí. La cama de tabla, la comida asquerosa, las duras sogas que hay que deshacer en estopa hasta que las yemas de los dedos se acorchan de dolor, los menesteres serviles con que empieza y termina cada día, las órdenes brutales que parecen inseparables de la rutina, el espantoso traje que hace grotesco el dolor, el silencio, la soledad, la vergüenza: todas y cada una de esas cosas las tengo que transformar en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba tratar de convertir en espiritualización del alma.
Quiero llegar a poder decir, con toda sencillez, sin afectación, que los dos grandes puntos de inflexión de mi vida fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la sociedad me mandó a la cárcel. No diré que sea lo mejor que me podría haber ocurrido, porque esa frase sabría a amargura excesiva conmigo mismo. Preferiría decir, o que se dijera de mí, que fui tan hijo de mi época que en mi contumacia, y por esa contumacia, convertí las cosas buenas de mi vida en mal, y las cosas malas de mi vida en bien. Pero poco importa lo que yo diga o digan los demás. Lo importante, lo que tengo ante mí, lo que tengo que hacer si no quiero estar durante el breve resto de mis días lisiado, desfigurado e incompleto, es absorber en mi naturaleza todo lo que se me ha hecho, hacerlo parte de mí, aceptarlo sin queja, ni miedo, ni renuencia. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.
Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me aconsejaron que intentara olvidarme de quién era. Fue un consejo ruinoso. Sólo dándome cuenta de lo que soy he encontrado consuelo de algún tipo. Ahora otros me aconsejan que cuando salga intente olvidar que alguna vez estuve encarcelado. Sé que eso sería igualmente fatal. Significaría estar siempre obsesionado por una sensación intolerable de ignominia, y que esas cosas que están hechas para mí como para todos los demás -la belleza del sol y de la luna, el desfile de las estaciones, la música del amanecer y el silencio de las grandes noches, la lluvia que cae entre las hojas o el rocío que se encarama a la hierba y la baña de plata-, se contaminarían todas para mí, y perderían su poder de curar y su poder de comunicar alegría. Rechazar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del Alma. Pues así como el cuerpo absorbe cosas de todas clases, cosas vulgares y sucias no menos que las que el sacerdote o una visión ha purificado, y las convierte en fuerza o velocidad, en el juego de bellos músculos y el modelado de carne hermosa, en las curvas y colores del pelo, de los labios, del ojo; así el Alma, a su vez, tiene también sus funciones nutritivas, y puede transformar en estados de pensamiento nobles, y pasiones de alto valor, lo que en sí es bajo, cruel y degradante: más aún, puede encontrar en eso sus modos mas augustos de afirmación, y a menudo alcanzar su revelación más perfecta mediante aquello que iba orientado a profanar o a destruir.
El hecho de haber sido preso común de un presidio común yo lo tengo que aceptar francamente, y, por curioso que pueda parecerte, una de las cosas que tendré que aprender yo solo será a no avergonzarme de él. Debo aceptarlo como un castigo, y, si uno se avergüenza de haber sido castigado, el castigo no le habrá servido de nada. Por supuesto que hay muchas cosas por las que se me condenó que yo no había hecho, pero también hay muchas cosas por las que se me condenó que había hecho, y un número todavía mayor de cosas en mi vida de las que nunca fui inculpado siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en esta carta, que los dioses son extraños y nos castigan tanto por lo que hay de bueno y humano en nosotros como por lo que hay de malo y perverso, debo aceptar el hecho de que a uno se le castiga por el bien lo mismo que por el mal que hace. No me cabe duda de que está en razón que así sea. Es algo que ayuda, o debería ayudar, a com- prender ambas cosas, y a no envanecerse demasiado de ninguna de las dos. Y si yo entonces no me avergüenzo de mi castigo, como espero no avergonzarme, podré pensar y moverme y vivir con libertad.
Muchos hombres excarcelados sacan consigo la prisión al aire, la ocultan como una infamia secreta en el corazón, y al cabo, como pobres cosas envenenadas, se arrastran a morir en un rincón. Es penoso que tengan que hacerlo, y es malo, muy malo, que la Sociedad los obligue a hacerlo. La Sociedad se arroga el derecho de infligir castigos atroces al individuo, pero también tiene el vicio supremo de la superficialidad, y no alcanza a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el castigo del hombre termina, la Sociedad le deja a sus recursos: es decir, le abandona en el preciso momento en que empieza su deber más alto para con él. La verdad es que se avergüenza de sus propias acciones, y rehúye a aquellos a los que ha castigado, como se rehúye a un acreedor al que no se puede pagar, o a aquel a quien se ha hecho un mal irreparable e irremisible. Yo por mi parte sostengo que, si yo comprendo lo que he sufrido, la Sociedad debe comprender lo que me ha infligido, y que no debe haber ni amargura ni odio por ninguna de las partes.

(Continuará en esta posterior)

viernes, 7 de enero de 2011

Níobe o la mujer poeta

Níobe o la mujer poeta

Da igual lo que pienses sobre el florecer y los lirios.
Los cambios permanecen empapados
bajo el barro seco de una memoria que sólo algunos ojos humedecen,
ablandan
esta costra y duelen… duele tanto asimilar cómo se levantan los lirios.
Rompieron paredes cuando ya el abisal canto del cuco
dirimió
sobre el sol y la tarde que ya no existe más que un dios inacabado
que crece y crece hasta que las arterias revientan
en sangre, pura sangre
de lodo y dolo
por estas muertes propias de lo ajeno.


Da igual.


Los lirios a toda vela cabalgan aunque aprisione sus raíces
la tierra dura,
tan dura como tanta
fuerza llora
la prensa hipotálamica de tu vestigio.


¿Qué hay de lo que fuiste cuando dejaste de ser?


Me balanceé al son del columpio que me soñó,
sin yo serlo,
breve paisaje que se deslizaba bajo las volátiles piernas
de aquella niña
que siempre reía al estrenar el estómago desbocado al aire
del vaivén
del cielo al alcance.


¿Para qué sirven los dones más que para enlutar?
Todos eran mis hijos.
Uno a uno los fue matando
hasta hacer nacer cada uno de sus versos.

Sofía Serra (Enero, 2011)
 
Creative Commons License
El cuarto claro by Sofía Serra Giráldez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 3.0 España License.