Lo propio
Rey negado
Aún no llueve, como las ausencias
de un sin vivir extra-fuero. Encorvan
las esquinas de la cerca los
troncos jaspeados
de tercos gritos que rezuman bilis
secas,
el polvorín mojado del otoño
reclama el lugar donde poder anidar,
gobernar con su don
de cosa pública fiable.
Mas la langosta de tierra
continúa haciendo su agosto
entre las hojas de los rosales.
Mientras más cuidado dispongo
sobre ellos, más alimento
la voracidad del devorador del
verde.
Ensancha su vicio creando el
vacío,
gobierna a golpe de sable
desencantando mi torpe querencia
por hacer visible el todo vivible,
perturba el espacio como un
fantasma
donde un otoño húmedo y blando
necesita morarse.
Cuando lo encuentro, lentamente
intento engañarlo: la sombra
ante sus ojos con una de mis
manos,
se retrae tras el tallo esbelto de
la rosa
sin percibir a mi otra con sus
fauces
abiertas prestas dispuestas
a cerrarse sobre su volátil cuerpo.
Y desde ahí, al suelo
solo un segundo de tiempo
se sucede. Bajo la suela de mi
bota
le pido perdón sin que él pueda
oírme.
Me pregunto qué dueño dirime
entre el nacimiento del verde
y la muerte del amarillo
salvo un rey aplastado
sobre la piedra rosa de la fuente.
Y me digo, a rey depuesto,
rosal repuesto.
Rey desnudo
Podando madreselvas de madura
vida,
hallé el vestido del rey negado.
Acaso desnudo se pasea
saltando volando
de rama en rama reverdecida por
mis riegos
llorando clamando
por su transparente camisa
tan delicada como cruenta su
ambición
animal de asolar lugar
para un tiempo de bruces, un otoño
necesario para esta costra ya
ajada,
una liviandad para el peso muerto
de cada estrella visible, caen
tantas caen sobre mi despertar
al límpido cielo de la noche.
Y al frío sin cubierta de edredón
de nubes.
El suelo sin manta que lo abrigue,
él sin seda que lo cubra,
desnudeces de sombras
a mis ojos saltan y sin remedio
conviven bajo los fantasmas
astrales,
mas con tan distintas moradas
tremendas diferencias me aturden.
Él sobresale volando, mi tierra,
de aposento me sirve,
y yo solo deseo agua que la lave
y tierna la conduzca a las raíces
de las encinas. A su vuelo le
deseo
cielo completo que urja y repare
tan extraños fueros: frío que
duerma
a sus huesos y así al suelo
caiga su hambre de verde
horadando el vacío voraz
del azul perenne. Y el otoño se
haga,
y el campo reviva entibiado
por la humedad del mar, hoy tan
lejos
como cerca el monarca escondido
tras las hojas de los rosales:
vergüenza siente desnudo
de segundas pieles y de tiempo
de vida que le quede.
En este muerto contenido
al que abrazas y
consuelas
por deseo de su propia
muerte,
en este bello ejemplar
de ciervo
ligero y pesado de
tantas muelas
y dientes rumiantes,
de tan onerosas alforjas
que no tienen fondo,
que huecas deslizan
el aire que por la boca
les entra y por el culo
les sale,
en este muerto y denso
aire de oftalmologías
imposibles pues ni ojos
ni pestañas siquiera te
caben
en ese rostro pernero,
en ese rostro carnero,
en ese rostro pétreo
de meseta inasumible,
centinela vestido de
colores brillantes,
en esta muerte tuya,
yo te abandono:
Eres un pueblo muerto
sin fantasmas,
un pueblo herido
de su misma muerte,
un cuerpo inerte
exhalando un aroma vivo
de fragancias que nunca
se hunden y siempre
preguntas,
siempre preguntas
el porqué y el
desconsuelo
de este olor a rosas que
entierras
mano sobre mano bajo
tu zócalo de piedra
tumban
la luna, el sol, la paz
de algún refresco
asociado
al martilleante fuego
arenoso
concupiscente o semioculto
bajo las flores de
lavanda
visitadas por la
mariposa
de la col, blanca como
las paredes
de mi alquería… Ah, qué
solaz
que no perdí, soldadito
boliviano,
por mucho que dispararas
a sienes, por mucho
que trucaras valles y
cordilleras
en busca del corazón
palpitante
de la luna grande cuando
se asoma por los andes
de mis luces. Soldado
enorme
corazón y las venerables
soledades, los cierzos
en pleno mes de julio y
el viento
de suroeste aterrizando
sus mejillas de océano
sobre el páramo agreste
y mesetario:
el desconcierto, la
lección
de amor dada, la grata
complacencia de una voz
lejana,
las orillas y los pasos
serenos
sobre la arena, el agua
del mar
dentro de mi frente,
y un “no sé” hasta que
la salud
tenga nombre de nuevo
y pierda la enfermedad
el suyo de muerte,
o España.
(Sofía Serra)
Verte en verde puro quisiera
ausente de tus férreas estampidas,
lenta en un segundo presiento
tiempo al sol de ese tulipán equivalente
que me llama, me pregunta, me requiere:
¿Por qué?, ¿por qué no bebes?
Y tus manos amasando
espinas. Como ya no se te
clavan…
Al verde quiero sostenerte:
Flamearás sucediendo en el vacío
hasta que el celo mudo de tu viento,
si es que mientes,
se haga hueco en la cruz de tu pecho.
Y entonces se abrirá el cuero
herrumbroso. Y el manantial borboteará
de las cuatro paredes de tus brazos.
Y el sol del aullido iluminará
las doradas clavijas como si
fueran brotes verdes: verte
como si no te hubieras
zanjado. El campo de cuerdas
de hierro tronará en rasgueo
salvaje
de tu boca que reirá llagando
el aire que hoy permanece
ileso… Como muro, como vano
a la muerte en la que tañes
preso de esa cruz en la que te clavas,
que ya no sé,
yo no sé, no sé
con qué manos
apuntalas esos clavos a
tus palmas.
Hombre de cuatro brazos,
mutante de esta tierra
morada por la espada de tu arado
que me llama, me demanda, me pregunta
de qué te sirve ya ese par de alas.
(Sofía Serra, 2010)
Y es que estoy tejiendo el sudario de tu cuerpo, gemela blanca.
Tendrás que poder perdonarme algún día
por estas batallas, estos traqueteos
que temo ajen tus poderosas alas.
Mas no, ¡no!, te amalgamé acrisolada,
con acero y pétalos de flores fundí
tu esmeril verdadero en sangre de carne
y huesos. Te acuné en mis entrañas,
te hice fuerte roca, pero tan liviana,
tan humo como al que a las avispas espanta.
Es que tu mundo no es el mío, tu dicha
no es mi alegría, tu trabajo es distinto
a ése en el que se afanan estas pequeñas
manos. En definitiva, ya que te gesté
y te he parido, tengo que hacerte el hueco
en un lugar en el que no vivo y, menos
aún, duermo. Y así andamos ambas,
yo con mis cuadradas ruedas y tú con tus alas
aún envueltas. Pero llegará, llegará,
que no permitiré que mueras sin volar.
Al mundo para el que naciste lo envuelve
atmósfera ambivalente, vientos
de frío, vientos de polvo, viento lento
calmo y dudoso pero de potente brío,
cruentas corrientes y hasta corrientes
encontradas de vértigos, de combates
y tropiezos de aire contra el aire.
Pero tus alas están bien diseñadas.
Volarás
sin que ninguna tormenta atormente
la osamenta que a sus plumas mantiene.
Los terrenos baldíos se superponen
unos a otros en estratos añosos,
en vertientes arriesgadas de poderío
infrecuente, despeñaderos que desaguan
en sembradío de chumberas, las verdes,
las de agua llenas y fruto manjar de dioses
donde las alimañas se esconden. Pero a ti,
con tus poderosas alas, no te amilanarán
los abismos, las pendientes, los roces.
A ti no te hacen ruido las otras voces.
Porque eres voz, no necesitas oídos.
Estas tierras, áridas o cenagosas,
pedregales o labrantíos de humus,
glaciares negros con grietas como escarpias
atravieso con zapatos de piel de rosas,
tú sabes cuánto sufren
cuando sobre ellos danzo: sangran
esas plantas que casi desnuda caminan
sin suelas que desde el suelo las eleve
o peso que les conceda huellas.
Y así, algunas veces oigo tus lamentos
sordos que tanto dolor me provocan,
aunque yo sepa que tú no lloras.
Llegará el día en que no necesites
una persona, una boca, unos brazos
que te abran paso.
¡Y es que tú y yo somos tan distintas!
Tú omnisciente y valerosa,
yo temerosa e impotente:
Ya me ayudaste a cruzar el mar, mas ahora
tendrás que ayudarme a llevarte al aire.
Voy desembarazando tus potentes alas
con cuidado, mimo para el torbellino,
para que tu fuerza libre se halle ya
en el centro de tu mundo, de tu vida,
de tu estirpe. Esta tierra estéril
a la que hemos llegado sólo es tierra
de viaje. Allá, mira. Ízame un momento,
sólo por un instante, allá, al extremo
del horizonte, ¿lo ves?, donde el sol
se aparta para alumbrar a inocentes,
reaparece tu sitio: Allá serás del todo,
voz sola, voz sin piernas que te sostengan
ni alas siquiera que tú creas precises.
Ya no me necesitarás más
que para lograr que me olviden.
Allí en los montes bravíos,
allá en las elevadas cumbres
florece la clave espigada
del estío húmedo y verde.
Y ya entonces el tren de la vigilia
frenará sus destempladas ruedas.
Tu medida inconclusa logrará ocultarme
y, así, yo ya muda, tierna y arropada
en tus mullidas sienes, descansaré alegre de vida
y sueño: la que fue jardinera entre las tumbas
sobre la yerba durmiendo ya para siempre.
Tú estás hecha para volar haciendo llover flores
y yo para fregar los platos y tejer con madejas de colores.
Poesía, que no eres mía,
poesía que no tiene nombre,
hija de mí naces,
de mi canal te extraigo,
pero para ti y para el Hombre.
(Sofía Serra, 2010)