lunes, 7 de octubre de 2019

El arte de la paz




La vida en paz

Puesto que la guerra es el arte del engaño, la paz es el arte de la verdad. Vivo en paz,
pues si no he aprendido a engañar ni a mí misma siquiera, debe suceder que vivo en paz, y si contemplo muertos vivientes, es que son criaturas expertas en el arte
de la guerra, es decir, en el arte del engaño, pues muertos están, aunque parezcan vivos, o vivos, aunque vivan como muertos. Debe suceder
que yo vivo en paz y que vivir en paz significa
vivir en desasosiego permanente
consciente
de la mentira
pues si el arte de la vida es manifestación
de la verdad, o sea, la paz, sucede
que los muertos en constante guerra.
¿Cómo guerrean los muertos?

Ese es el estruendo que permanentemente percibo en mis oídos, llega a mis oídos.
la guerra en la que andan enzarzados. El arte del engaño en el que se vive.

El pensamiento humano acabó en Sócrates. Después de él, nada. Su mérito fue indicar el modo en la que el hombre puede vivir en paz encima de esta costra dura de la nomenclatura. Arrastró, como un gran río caudaloso, todo el pensamiento
heredado de los presocráticos y le dio la forma precisa humana social para que fuera posible la asimilación de esta costra sin perder el recuerdo de lo que somos: el medio vital en convivencia con el otro asociado a la razón, es decir, la ética. Después de Sócrates no hay nada. Salvo Kant. Kant es el siguiente pilar en este viaducto sin fin que es la historia del hombre, su pensamiento y reflexión vagando por la costra.
Platón fue nuestro carcelero. Nos condenó, condenó al humano a resultar mero figurante, mero espectador, dejó atrás la esencialidad y el recurso verdadero con el que Sócrates lo situó en la costra. Aristóteles sólo intentó arreglar el desastre platónico otorgando algo de empirismo al asunto. Después los empiristas ingleses. Después Kant asimilando el cartesianismo como medio silogismo para otorgar razón a a la ética. No hay nada más.
El existencialismo fue la debacle. Aún bebemos de ella, aún muchos viven del pozo negro en el que nos vertieron. ¡aún muchos, demasiados se suicidan diariamente y hacen daño a sus semejantes apoyándose en él!, ¡maldito existencialismo! Mi poesía que tanto vive de él, sólo intenta señalar el paso siguiente.
La cultura oriental tenía resuelta la cuestión desde Confucio. Ella ha bebido de las dos formas esenciales desde el principio de los tiempos: taoísmo y confucionismo, ambas perfectamente asimilados por todas las manifestaciones tanto artísticas como meramente sociales, humanas y hasta domésticas, del domos.
El domos en la cultura occidental es un concepto caminante que el hombre occidental busca angustiosamente, ese es su desencuentro con la naturaleza (Platón, la culpa de esto, el pensamiento platónico). Se le escapa constantemente, esa es la locura en la que vivimos inmersos. Querer y no poder, querer vivir protegidos pero no saber construir el techo, lo que nos aleje de la intemperie a la vez que nos integre. Nos limitamos a seguir echando piedra tras piedra construyendo la costra, olvidando continuamente, paso tras paso, la esencialidad del ser.
Se olvidan del vivir anclándose a presupuestos a los que nombran con vocablos grandilocuentes, necesitan nombrarlo todo, cuando todo sólo tiene un nombre: Verdad.
Y cuando la Verdad ES, nace la capacidad de amar: Sócrates
Por eso el hombre occidental se halla tan alejado del hecho de saber amar. Se olvidó de su esencialidad, se olvidó de la razón de su ser: la manifestación de la Verdad mediante el acto del Amor.

Vivimos para ser Verdad y hacer amor. Ese es nuestro único fin, nuestra única finalidad. Sabiendo esto, el hombre puede alcanzar la paz.
Platón nos engañó, Platón desvirtuó, Platón nos desvió del camino. No hay mundo ideal ni hay caverna. Sólo hay Verdad y Amor, y la mentira en la que nos situaron y todos siguen situados.
La escribo no para que se me lea, sino para poder leerla yo. Y a la vez que yo, que a otros les resulte más accesible.
Si yo lo sé, si desde que nací lo sé, otros también pueden saberlo.
No poseo la verdad. Es ella la que me posee a mí.
Y ojalá quiera utilizarme siempre.

Luego el arte de la paz es el arte de la verdad.
El arte de vivir en paz, vivir con la Verdad
Vivir en la verdad es Ser.
Ser en esta costra es un siendo.
Luego ser en esta costra requiere un arte, que es el arte de vivir
Si vivir es un arte. El ser es un siendo en esta costra. luego sería algo así como el arte de ser en esta costra el arte de vivir, o sea, el arte de estar (en esta costra), siendo.
El no sobrevivir
Luego Ars essendi (o el arte de vivir en paz)
El arte de la guerra es el engaño=no ser/muerte
El arte de la paz es la Verdad= ser/vida
Luego vida es igual a verdad.
Luego ser siendo es el arte de vivir en paz encima de esta costra.

oOo

lunes, 30 de septiembre de 2019

Próximo libro: "Los cabezos amarillos"

En breve se publicará "Los cabezos amarillos". Ediciones en Huida ha apostado por él. Probablemente esa será la fotografía de portada. Las siguientes, algunas que he preparado para mi foto de perfil. Continuaré informando.



viernes, 6 de septiembre de 2019

Rumios



El éntasis

¿No os perdéis en este mundo
de bosque ordenado
como el peristilo de un templo griego?

Hasta la bola
de tanta palabra hueca,
hueco absurdo de dicen
palabra llena de prosa
y poesía hablan los palurdos,
los jóvenes hombres
de medio pelo en la axila
de la entrepierna entre
su pensamiento — qué sabrán
de eso— y el suyo mismo.
De ese ente
profiláctico como
los condones envasan
con goma transparente,
se deslizan gimos ausentes,
¡grima! me provocan
sus sandeces, dichos
de diarios, nachos
picantes, onanismos
seglares o seniles orgasmos
en carnes letradas con bacantes
y vacantes huesos presidiarios
¡y hasta cantes! esgrimen
con pseudonombres—tú en-arbolas
y a ti te hago un caso—, la casa,
mi casa sólo la cosifican
mis muertos, tus muertos,
nuestros muertos,
nuestros siempre vivos
árboles tan clásicos,
una encina, un olmo seco
o vivo, un sauce, una rosa
en su tumba, el pino
desde donde el mundo
continúa girando sin éntasis
ni chilis verdes o rojos.
la mirada del poeta sin nombre
toma nombre de estómago
de rumiante, de carnívoro,
de omnívoro que soy, te amo,
sin ser literato que no hallo
más que en la pradera
manitú o tu mano
u hombre nuevo aún
porque no te conozco
vivo eres
muerto ya
hace siglos
que eres nuestro.

Y por lo tanto mío.

Pero qué difícil, qué
difícil dar
contigo, dar-
te con-mi-
go con otros tantos
como tú.
Como nadie.

viernes, 30 de agosto de 2019

Mi madre está en el cielo



Mi madre está en el cielo

Con rosas te escribo siendo
el agua que derramaste
sobre mis hombros.
Con rosas te nombro
bajo tu ventana te escribo rosas
a ese lugar que no conozco.
Con rosas abrevio el tiempo
que tardan las rosas en crecer
sobre tu tumba, mi suelo
hoy tu cielo que sí quiero que exista
como nuestro cuento
de consuelo.
Con rosas cantabas
como los ángeles y con ellos hoy
con rosas te oigo cantando
en el verde de tus ojos
y rosa cantas como un ángel rubio
del cielo suelta ya del suelo
y del dolor que te llevó a mi cuento.

sábado, 24 de agosto de 2019

De veraneo



Fotografía de Manuel Jesús Távora Serra


El chocolate no se vende

Cuando los coches se atascaban en los caminos de arena, había un motivo para mi miedo que hoy revierte en risa. El seiscientos era muy pequeño, iba cargado con, algunas veces, siete personas (las dos más de mis abuelos cuando un año se vinieron a pasar los primeros días) más una bombona de gas butano y el peso de la tienda de campaña, amén de todos los bártulos necesarios para poder disfrutar dos meses de vacaciones en la playa. Es decir, entre su tamaño minúsculo, el del seiscientos, y el peso que soportaban sus ruedas, se conformaba el imposible para rodar por los arenosos caminos (nada llanos, nada asfaltados, arena pura y nada dura) sin algún tropiezo o lapsus en su marcha.

Normalmente sucedía cuando sus ruedas cogían alguna hondonada más pronunciada. Yo siempre asomada a la ventanilla del conductor, mi padre, con la cabeza que casi se me escapaba del cuello que ahora imagino estirado como el de una mujer (niña) jirafa olfateando el mar, los eucaliptos, los pinos y los distintos aromas del bosque de este suroeste cayendo al océano.

De pronto, la falta de avance, el ruido extraño del motor que me chirriaba en los oídos y la expresión verbal de mi padre: Ea, atascado.

Sólo recuerdo una imagen que hoy califico como proverbial. Una vez todos fuera del coche, miro el seiscientos y yo, aún tan pequeña en tamaño, cinco o seis años, hormiga que soy hoy, pues más hormiga entonces, lo percibo como pequeño-pequeño, dentro literalmente de una hondonada de su exacto tamaño. O sea, no es que sus ruedas hubieran patinado, es que simplemente se había caído a un bache, a un precipicio, a un gran precipicio de no más desnivel de 25 cms, los suficientes para que remontarlo le supusiera más que escalar, también literalmente, el puerto de las Palomas en la carretera que iba a Grazalema, cuando tenía que hacerlo con la primera metida, la primera. Esto significaba mucho más esfuerzo. Impotencia del pobre y noble seiscientos.

Sacarlo del apuro no era complicado. Los mayores extendían cartones o ramas secas de los árboles cercanos delante de sus ruedas, mi padre arrancaba el coche, los que podíamos ser útiles (sic) empujando, nos apostábamos en su parte trasera, con cuidado, el calor del motor, y así, normalmente, salía del atolladero rápidamente. Si el bache era más hondo de lo previsto, de por ejemplo 35 cms de hondo, llegaba la última solución, la drástica, o sea, amarrarle al parachoques delantero una cuerda que comunicaba directamente con el opel negro enorme como un tren y mil toneladas de peso de mi tío. Es que es de HIERRO, decía mi padre, el seiscientos era de lata según él, pero el opel era de HIERRO, de hierro de verdad. Por eso pesaba tanto, y por su tamaño, claro, unos cinco metros desde mi perspectiva de entonces, tal vez 25, metros.

Esa era la solución radical, el plan B que, si bien permitía la solución de un problema, también podría devenir en la llegada de otro peor. Es decir, que el enorme opel, al tener que tirar de un peso algo considerable, al fin y al cabo el seiscientos era un armatoste de metal y motor, fuera el que quedara enterrado en las sinuosidades de los caminos de arena.

Como esa vez sucedió.

Recuerdo las risas de mi tía y de mi madre. Juntas se reían absolutamente de todo, se lo pasaban bomba. A más risa de las dos, más cara de pocos amigos de mi tío, y viceversa y recíprocamente, claro, no recuerdo dónde comenzaba el baile risas /mosqueo. Pero sí su cara seria, cabreado, mi tío, el bohemio de los dos hermanos, porque pintaba “cuadros”, que no vendía, claro, su trabajo era el de maestro de dibujo y trabajos manuales, y recuerdo a mi padre encendiendo un cigarro y no sintiéndose culpable. Mi tío tenía esa habilidad, lograr que cualquiera se sintiera culpable, por el no hablar, por el silencio y el cabreo contenido hasta que reventaba, y mi padre la habilidad de pasar de su hermano mayor cuando la situación emocional lo pedía. Normalmente le soltaba una gracia a la vez que iba disponiendo en su mente el engranaje correspondiente que le llevara a dar con la solución del problema, le comunicaba la idea a mi tío, la llevaban a la práctica y el problema se resolvía.
Mi padre volvió a montarse en el seiscientos aliviado del peso del resto de la familia, lo condujo con cuidado por el lado izquierdo del camino, ese por donde más hojas y ramas cubrían la peligrosísima arena, adelantó al opel y se situó justo donde, minutos antes, siguiendo la idea mi padre, habían trasladado todos los cartones y ramas que previamente habían servido para sacar al mismo seiscientos del bache. Ahora la cuerda se disponía con sus cabos en los puertos opuestamente situados: el delantero amarrado al motor del seiscientos. El trasero, al parachoques delantero del opel. Mi tío, aún con la cara de pocos amigos y de desconfianza completa en el proyecto, al volante de su opel, mi padre arrancó sus seiscientos verde clarito, primera marcha metida, yo, con los oídos tapados, cada esfuerzo del seiscientos se me figuraba que terminaba en explosión del cacharro saltando por los aires, temía por mi padre,  mi tía y  mi madre, imagino que ambas con algún rezo entre las risas casi nada contenidas, la guasa, el ruido del motor del seiscientos con el capó levantado para que no saliera ardiendo, la cara de pocos amigos de mi tío, primero, muy lentamente, rodaje sobre los cartones, otro tirón más, otro ruido más-oídos más tapados, ojos cerrados, más, apretados los párpados, y… ¡voilá!, ¡el milagro!, ¡el gran milagro!, las ruedas del opel de mi tío pudieron rodar (no más de diez centímetros) por la arena más firme. El seiscientos siguió tirando cada vez más alegre hasta que por fin ambos coches quedaron bien asentados sobre terreno seguro.

Y yo pude respirar, y mi madre y mi tía rieron a carcajadas, y mi tío ya no tenía cara de pocos amigos.

Ah, es que aquel seiscientos era un héroe. Recuerdo las botellas de agua que mi padre siempre disponía cerca del motor, era el único riesgo, que se calentara más de la cuenta. Entonces mi padre le daba de beber, no sé cómo, y el coche seguía andando tan cantarín como siempre.

Pero esta vez su hazaña era de verdadero renombre, épica. Un minúsculo seiscientos sacando del precipicio de 30 cms a todo un opel de mil quinientas toneladas de peso (chispa más o menos).
Creo que mi tío no se lo perdonó en la vida. No sé si al seiscientos o a mi padre.

¡O a mi madre y a mi tía!

Pero el caso es que ese año también pudimos llegar todos, seiscientos y opel incluidos, a la bajada que los cabezos amarillos, junto con su arroyo, disponían para que pudiéramos pasar las vacaciones más memorables. Allá junto a la torre árabe en ruinas. Allá iluminados en la marina noche por los carburos. Allá donde casi me ahogo por segunda vez en mi vida si no hubiera sido porque mi primo me agarró de los pelos para sacarme del revolcón que la ola me había dado, allá donde comía chanquetes crudos recién pescados y donde sufrí el cólico de coquinas que hizo que mi padre y mi tío tuvieran que salir a toda pastilla (no sé si con el opel o el seiscientos) al pueblo más cercano a buscar hielo para que no me deshidratara, allá donde mi hermana pequeña terminó pudriendo casi todas las sillas de anea del chiringuito-bar que nos hacía compañía. Y por el “nos” hay que entender dos tiendas de campaña con sendas familias en cada una cuyos miembros disponían de 10 kilómetros de playa de arena blanca para ellos solos, sin un alma salvo los domingos, uno de los cuales por primera vez vi una furgoneta enorme con la herradura pintada en sus flancos rodando por la arena mojada, a quién se le ocurre, decía mi padre, una furgoneta de una ferretería andando por la arena, se atascó, claro, también ella, pero para entonces y tras cuatro o cinco años, todos éramos expertos en extraer vehículos de gran tonelaje (sic) de sus atascos respectivos. Allá donde, entre otros milagros, presencié el más sencillo e inexplicable de todos desde mis ojos poéticos actuales, los pozos horizontales, los pozos que no necesitaban bombas para extraer el agua del acuífero correspondiente. Allá donde con tan sólo clavar una caña en los estratos amarillos de los cabezos, el agua manaba cristalina, clara, limpia y, además, irisada. Mis arcoíris son tan reales como la geología que nos garantizaba agua corriente, dulce y potable durante todas unas vacaciones de dos meses en la playa.

¿Qué por qué vacaciones de dos meses si mi padre no era el que trabajaba de maestro?

Muy sencillo. Porque mi padre era representante de chocolates Elgorriaga, o sea, vendedor.

Y ya se sabe, durante el verano sureño, el chocolate no se vende.

Supongo que por eso me encanta. El chocolate.

(De"Los cabezos amarillos")
 
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