... como si hubiera asistido a un espectáculo de pornografía pura y dura. Deprimida. Excitada para el sentido del bajonazo psíquico. Así actúan en mí la visión de las puestas en escena que llaman presentaciones de libros.
Tengo que salir huyendo. Fui a hacer lo que tenía que hacer. Supe cuándo había ultimado el trabajo. La recompensa del conocimiento de una especie de ángel y de una especie de angelito: Una puerta del cielo. La recompensa de la confirmación de mi sospecha. Dolor: Una puerta al infierno. Las dos mías, las dos he atravesado.
Pero en medio, la puerta a la percepción del olor nauseabundo que despide la carne putrefacta y a la visión de los insectos alimentándose de ella. La refleja arcada y mi huida a través de ella.
¿Qué las hace tan golosas para los demás? ¿De qué está hecho mi sentido gastronómico de la letra?
Mi aversión se vio una vez más confirmada, reafirmada. Las odio con toda mi alma. Aunque ellas no tengan la culpa.
La tengo yo. Simplemente soy alérgica. Reacciono desmedidamente contra el ente extraño que me roza. El grito reconoce al pánico.
El ovillo de gusanos al abrir una pieza de caza que ha sido picada por una mosca un par de horas antes. El alarido de mi madre al encontrárselo sin esperarlo. Mi mente combativa racionalizando.
Pero a la arcada no hay razón que la reprima. La arcada es un acto reflejo. Mi huida del purgatorio (qué hay que purgar, ¡qué hay que purgar!) en el que los insectos convierten la belleza de una poética, la belleza de un exquisito y laborioso trabajo de investigación, la belleza de un trabajo de publicación ejemplar (es decir, un ejemplo a seguir) en puras fealdades.
La fealdad. La visión de la fealdad. El triunfo de lo feo.
Ellos lo superan. Lo superan la poética y los trabajos. Ellos sí, ellos se quedan a salvo siempre.
La que no lo supera soy yo. Se trata de mi debilidad: mi propio juicio, mi alergia.
Matar crías de gato. Y después tener que beber.
Presentar un libro. Y después tener que beber.
Y odio emborracharme.