Cuando dios nació,
las sombras hablaban
idéntico divino idioma.
Abducido el impasible,
la planicie enmudeció,
y la medida.
Trepamos por los árboles
como manzanas que vuelven
a la crecida rama sobre el río, el lecho.
Tú y mi silueta de ti, tan juntos.
Newton nos habría odiado.
O no: Él fue físico.
Nuclear derramaste ni una sola lágrima
al nacer a tu pecho mis ojos licuados
que blandieron mutismo, tan hermético,
tan sobrecogedor en lo sobrante,
tan administrativo de llantos
y soflamas amatorias periodistas,
epistolares funcionarios
de prisiones sobre mi pecho
y tu pecho tan ajeno
a tus ojos, tanto sollozo perpetrado
contra mis pezones.
Trenes amamanté con mi falda de
algunas flores, benditos fines de semana en
los que sus colores se tornaban grises, que
trastabillaron la vigía avizora de
los humeantes hocicos: benditos principios de mes
en los que tus testículos volvían a tierra,
enarbolaron el atracón de trufa
de los marranos antepasados: malditos mediodías
de agosto
en los que
mis rodillas
flaquearon
sin sobrevivir ni aún al segundo
tras la caída de tus ingles
bajo el peso a plomo de la sevicia.
Tú me has ahogado.
Pero sin agua.
Como el aire al mosto.