lunes, 3 de diciembre de 2012

Las pesadas piernas

Las pesadas piernas

No, no era mi padre.
Era o soy yo misma.
Con mi iglesia me he topado.
A ver cómo la desarmo de sus dogmas.
De sus profesiones de fe.
De su santa inquisición.
De su concepto de pecado.
De su noción de culpa.
Me ha amarrado las manos y los pies
y aún me quema en el fuego
de las muchas dudas pretendiendo
expiar circunflejos actos reflejos
de mis apoplejías y mis leviatanes,
solsticios y yerbas duras de agosto secas
y prestas a ser devoradas por las llamas.

Tengo que componer un poema
para mí misma con mis brazos y mi talle,
los pies y las caderas que sortean
la vándala herida de haber nacido
ajena a ella, jugando tan lejos
de la reina de la noche.

Reivindicar a la niña que fui.
No, ¿para qué?
Hoy más sabia que ella más triste
también la paloma bebe de la charca
a la que acuden las moscas del hocico del ñú.
Solventar en un soplo tanta agonía es tarea de elefantes.
Quebrar la melodía hasta envilecer
la infantil herida que todos llevamos
fuera de las venas que se deslizan
por mi antebrazo entero,
cubiertamente entero,
carne completa y achubascada
cae desde la colina siempre verde
donde los jumentos aparcan sus raíces
en torno al viento fibroso.
Este torbellino indiscreto
recuerda que fueron uno y uno

los lapsos de tiempo de alguna piedra,
un descanso sedimentado,
una locución a media voz
que clama alegre gracias, ¡gracias!
por estar aquí y seguir siendo tú
lo que me sostiene en paz
con las piernas y sus varices
que ya no duelen,
que ya se han hecho
cauces grandes
por tanta sangre
acumulada.

(Sofía Serra, de El hombre cuadrado)

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