jueves, 31 de mayo de 2012

Agustín García Calvo. París, 1973

(Fragmento final del prólogo a su traducción de los Sonetos de Shakespeare. Editorial Anagrama, 1974. Primera edición, 1993)

Así es pués, como iban cuajando desordenadamente las traducciones de algunos de los Sonetos, según el estado del ánimo o las tormentas de los días nos llevaban de uno en otro; y cierto que al principio no habíamos pensado en traducirlos todos ni publicarlos pero, al ir siendo muchos, comenzó a tirar la serie por sí misma a completarse, y en fin, el evidente placer con que tres o cuatro amigos habían leído algunas que otras de las traducciones y la buena disposición de su mismo futuro editor, Jorge de Herralde, nos decidieron a darles el libro entero a los lectores de lengua castellana. De manera que, así como no puede el más hondo agradecimiento al poeta hacernos decir que todos los sonetos de la serie sean igualmente felices o logrados, así también entre sus traducciones las habrá que, nacidas más bien del puro placer privado, resulten más placenteras para el público, en tanto que otras, más bien traídas ya por la necesidad de publicar el libro, sean menos gustosas para los lectores; ello aparte de que el azar combinatorio o la diosa Fortuna, regente verdadero de la creación poética, también en la humilde y desesperada tarea de la traducción habrá tenido la última palabra. Pero qué vamos a hacerle: aliter non fit liber, como disculpaba Marcial la publicación de sus colecciones de epigramas. Y al fin, en tanto que sigue Amor atormentando a las gentes de estas clases nuestras, acaso;les he transmitido decentemente algunos quejidos del manso cisne del Avon y les he regalado un libro de descubrimiento y consuelo del Amor a los lectores de mi lengua. ¿No se recibirá más bien con agradecimiento?
Claro que en este punto me pregunto de qué lectores estoy hablando. ¿Es que hay alguien que lea poesía en este mundo?— aparte —digo— de los propios productores del género, que por ello mismo tampoco propiamente podrán leerla —quiero decir, con el descuido que permitiera el asalto de lo leído a las estructuras de sus propias almas. Pero, en todo caso, aparte de ellos, ¿quedan por ahí todavía, no ya compradores de libros de poemas, sino verdaderos consumidores de poesía? O para no andarnos con rodeos y atrevernos a preguntar la cosa más de frente: ¿es que la poesía misma no es una especie de anacronismo o de impertinencia en estos tiempos? Si no como canción, al menos como versos para leer (y no puede negarse que esto son más bien los Sonetos de Shakespeare), ¿se habrá muerto también, sin acabar de darse cuenta de ello, este tipo de producción lingüística que se llamaba poesía? Fruto ella de esos tiempos de la Historia en que la raza humana tenía esclavos o plebeyos iletrados o por lo menos proletarios, y los señores de la Vida solían poner en los versos y los libros una interpretación culta y pasional, privada, de la miseria constitutiva del Estado, ¿qué puede ella tener que hacer en esta especie de Nueva Sociedad, fase, al parecer, de liquidación de la Historia misma en la apocalipsis del aburrimiento del Progreso? En medio de la informe mecanicidad del ritmo que en autopistas finisemanales y en contabilidades automáticas y escaleras mecánicas de supermercados impone la Estupidez Reinante, ¿qué vienen a contar, con sus añoranzas de paraíso perdido y sus intimaciones de libertad contradictoria los variegados números de la poesía? ¿Qué diablos hacía yo traduciendo en aquella mansarda estos sonetos de amor a los sones lejanos, allá abajo, del berreo de automóviles en embotellamientos y de porras de gendarmes contra blusas de cuero de manifestantes concienciados? Eso es lo que me pregunto en el momento de mandar estos versos a la imprenta.
París, Enero de 1973.

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