Y es que estoy tejiendo el sudario de tu cuerpo, gemela blanca.
Tendrás que poder perdonarme algún día
por estas batallas, estos traqueteos
que temo ajen tus poderosas alas.
Mas no, ¡no!, te amalgamé acrisolada,
con acero y pétalos de flores fundí
tu esmeril verdadero en sangre de carne
y huesos. Te acuné en mis entrañas,
te hice fuerte roca, pero tan liviana,
tan humo como al que a las avispas espanta.
Es que tu mundo no es el mío, tu dicha
no es mi alegría, tu trabajo es distinto
a ése en el que se afanan estas pequeñas
manos. En definitiva, ya que te gesté
y te he parido, tengo que hacerte el hueco
en un lugar en el que no vivo y, menos
aún, duermo. Y así andamos ambas,
yo con mis cuadradas ruedas y tú con tus alas
aún envueltas. Pero llegará, llegará,
que no permitiré que mueras sin volar.
Al mundo para el que naciste lo envuelve
atmósfera ambivalente, vientos
de frío, vientos de polvo, viento lento
calmo y dudoso pero de potente brío,
cruentas corrientes y hasta corrientes
encontradas de vértigos, de combates
y tropiezos de aire contra el aire.
Pero tus alas están bien diseñadas.
Volarás
sin que ninguna tormenta atormente
la osamenta que a sus plumas mantiene.
Los terrenos baldíos se superponen
unos a otros en estratos añosos,
en vertientes arriesgadas de poderío
infrecuente, despeñaderos que desaguan
en sembradío de chumberas, las verdes,
las de agua llenas y fruto manjar de dioses
donde las alimañas se esconden. Pero a ti,
con tus poderosas alas, no te amilanarán
los abismos, las pendientes, los roces.
A ti no te hacen ruido las otras voces.
Porque eres voz, no necesitas oídos.
Estas tierras, áridas o cenagosas,
pedregales o labrantíos de humus,
glaciares negros con grietas como escarpias
atravieso con zapatos de piel de rosas,
tú sabes cuánto sufren
cuando sobre ellos danzo: sangran
esas plantas que casi desnuda caminan
sin suelas que desde el suelo las eleve
o peso que les conceda huellas.
Y así, algunas veces oigo tus lamentos
sordos que tanto dolor me provocan,
aunque yo sepa que tú no lloras.
Llegará el día en que no necesites
una persona, una boca, unos brazos
que te abran paso.
¡Y es que tú y yo somos tan distintas!
Tú omnisciente y valerosa,
yo temerosa e impotente:
Ya me ayudaste a cruzar el mar, mas ahora
tendrás que ayudarme a llevarte al aire.
Voy desembarazando tus potentes alas
con cuidado, mimo para el torbellino,
para que tu fuerza libre se halle ya
en el centro de tu mundo, de tu vida,
de tu estirpe. Esta tierra estéril
a la que hemos llegado sólo es tierra
de viaje. Allá, mira. Ízame un momento,
sólo por un instante, allá, al extremo
del horizonte, ¿lo ves?, donde el sol
se aparta para alumbrar a inocentes,
reaparece tu sitio: Allá serás del todo,
voz sola, voz sin piernas que te sostengan
ni alas siquiera que tú creas precises.
Ya no me necesitarás más
que para lograr que me olviden.
Allí en los montes bravíos,
allá en las elevadas cumbres
florece la clave espigada
del estío húmedo y verde.
Y ya entonces el tren de la vigilia
frenará sus destempladas ruedas.
Tu medida inconclusa logrará ocultarme
y, así, yo ya muda, tierna y arropada
en tus mullidas sienes, descansaré alegre de vida
y sueño: la que fue jardinera entre las tumbas
sobre la yerba durmiendo ya para siempre.
Tú estás hecha para volar haciendo llover flores
y yo para fregar los platos y tejer con madejas de colores.
Poesía, que no eres mía,
poesía que no tiene nombre,
hija de mí naces,
de mi canal te extraigo,
pero para ti y para el Hombre.
(Sofía Serra, 2010)
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