viernes, 30 de enero de 2015

La exploradora occidental

La exploradora occidental

El pueblo se acercaba
flotando                   mientras llego
y no llego el sol se acaba
depositando             sus negras luces
transparentan revientan
en cristalinas sombras
iluminando              el desconcierto
opaco y feroz la noche es
sin ausencia
clamando                 perturbar
el oeste y encamarse
en sus montañas persiste
cierta luminiscencia del océano
que arrastré en mi avenida
con sus lenguas verdes y feraces.

vengo a decir-
te
a golpear
te
-dios.

jueves, 29 de enero de 2015

Prólogo de Manuel Moya para "Suroeste"

(Ya mismo sale de imprenta. Os dejo con las palabras que Manuel Moya (ahí, ahí su blog) ha tenido la generosidad de escribir para abrirle la puerta.)







SOFÍA Y EL TERRITORIO

Confesemos antes de nada que Sofía y yo compartimos cosas, algunas, muchas, viejas cosas. Compartimos un pueblo que se levantaba en la escarcha y se acostaba con el humo azul de las chimeneas. Compartimos fiestas lunares y días de campo. Compartimos un tiempo que lograba dejar atrás, pero muy perezosamente, las trazas de la dictadura. Pero sobre todo compartimos un amigo, Lito, que se nos fue hace poco más de un año, como se va la escarcha pasado el mediodía, como se va el humo azul de las chimeneas cuando entra marzo y lo revuelve todo y como se va la luna para renacer más tarde. Hoy, ahora, antes, durante y después de leer Suroeste se impone la presencia del amigo ausente y lo busco entre los versos de Sofía y lo busco en ese mapa físico y casi metafísico que nos propone Sofía en Suroeste, oteándolo en los esteros y bajíos, buscándolo en las laberínticas aguas, vislumbrándolo aquí y allá sin acabar de encontrarlo, sin acabar de perderlo. Lito. Nuestro común amigo Lito. Que se nos fue sin llevarse nada, y por no llevarse nada ni siquiera se llevó la vida que todavía —y cómo— le quedaba por delante. Y me tropiezo con él a cada instante, y su visión contamina mi lectura una y otra vez, y es inevitable y es humano y me gusta que así sea.

Con frecuencia me pregunto qué razón lleva al hombre a trazar sobre el papel esa cosa ambigua y cuajada de perplejidades que es la poesía. Por qué todavía hay gente que se encierra durante horas a alumbrar un poema y, aún más prodigioso, por qué otro alguien se sienta frente a él para desentrañarlo. Qué alumbra el poeta, qué luz recibe quien desentraña sus versos, quien se adentra en el territorio alumbrado por el poeta. Es este equívoco, este milagro, el que alienta a las generaciones de hombres a seguir caminando a través de un bosque donde abundan más las preguntas que las respuestas. Es precisamente la falta de repuestas de la poesía o su imposible claridad -su radical fracaso en definitiva-, el fundamento de su ser y lo que quizás sea aún peor, de su necesidad. Trazar el mapa de nuestra identidad, saber quiénes somos y qué carajo estamos haciendo aquí, en este escenario, son las preguntas que están en el adéene de la poesía desde sus inicios. Y trazar las siempre falibles cotas de ese mapa personal donde se afirma y se justifica nuestro imaginario -nuestro ser- es la labor de todo hacedor de poesía. Trazar ese territorio vital, esa alcurnia, por decirlo de otro modo, es lo que sin duda hace Sofía en estos versos que parecen llegarnos desde su propia necesidad, enhiestos como espadas y lúbricos como ríos que arrastran sobre sí el peso de una identidad y de una historia.
Sofía es una poeta de tradición nerudiana, magmática, solar, explosiva, vehemente, agónica, dionisíaca. Distinta. No busquemos en sus versos la palabra sumisa, el aliento contenido. Como las aguas de ese río metafórico que nos propone en este libro (primero de una tetralogía, según me confiesa), sus versos no corren limpios, sino vivos y agraces, no habitan mansas las orillas sino que continuamente las inunda dejando sobre ellas toda la tierra del camino, buscando no la precisión, sino la fuerza interior que habita en las palabras. Sofía entiende el poema como lucha, como cráter donde se dilucida esa batalla radical con ella misma y con el mundo y por eso en medio de sus versos, agónicos siempre, aparece ella, con sus arribas y sus abajos, con ese ritmo endiablado, con ese fluir sin aparentes límites, río al fin que todo se lo lleva por delante. La palabra se sitúa en el centro, torsionándolo, y desde este centro habita el poema, lo sacude, lo desquicia y lo rompe. Lo vivifica. Palabra en tensión, palabra insumisa, palabra viva es la suya. Porque es justamente a través de esta tensión agónica que construye su propio territorio.
En Suroeste, acaso su libro más personal hasta la fecha, Sofía traza una cartografía personal e intransferible, donde el territorio y el yo se identifican formando un espacio de dimensiones míticas, reconocible en su topografía y transferible en su visión interior, por el que asoman sus fauces los viejos pecios del pasado y libran su batalla las incógnitas y las deudas del presente. Como todo poeta valioso y verdadero, Sofía se deja arrastrar por esas aguas que van a encontrarse con el mar, que en ella es el sentir y el ser. Pero ella es río todavía, meandro-río que se sale de sus márgenes, río-meandro que arrastra su ser múltiple por una tierra anfibia que tiende a sobrepasar sus propios límites, consiguiendo que lo interior y lo exterior giren, se mezclen, se depositen en esos márgenes, para formar, sí, un espacio vital y no violado, una región habitada. Un mito.

Manuel Moya,
Fuenteheridos, 31 de diciembre de 2014

miércoles, 28 de enero de 2015

El sueño demudado

El sueño demudado

He estado tanto tiempo dormida ( o quizás tan profundamente durante un breve corto de tiempo), que todo me parece nuevo, novísimo, brillante pero encajado, todo en su lugar ameniza mi vuelta al mundo, hasta la sensación de desasosiego, casi permanente en mis últimos quince años encuentra su lugar, todo colocado, todo en su sitio, como si un hada o un pequeñín duende de esos que solo aparecen en los cuentos en los que nunca he creído hubiera arreglado la estancia que habito, elaborado el pastel de chocolate por mí o fabricado los cientos de pares de zapatos que mañana (hoy) hubiera de presentar antes los exigentes clientes.
El sueño reparador tiene nombre de presente en futuro, una amalgama limpia, como una batida de clara de huevo y leche, como un surtidor de agua resplandeciente y solidificada, pero tan líquida como la que bebo sin sed de horas.
Como un sueño demudado en vigilia de descanso.

martes, 27 de enero de 2015

Minority report (sobre "Salida de emergencia" de Manuel Moya)



Minority report

Siltolá pasará a la historia (histeria, no) de la edición española por la publicación de este libro (ya sé que por la de algunos otros, pero ninguno viviremos para comprobar la veracidad de este ejercicio mío de posiblemente soberbia estupidez. Sin embargo, o tal vez por lo mismo, apuesto mi cabeza por esta precognición). En estos tiempos tan convulsos mediáticamente, tan resbaladizos para no importa si autor junior o senior biográfica y biobibliográficamente, concilia, llega la paz en el ser al contemplar, COMPROBAR CÓMO el ejercicio autoral de, voy a decir, media vida de compromiso, digo media por no acaparar actos de parcas, con la literatura, obtiene, mínimamente, el reconocimiento que este esfuerzo merece.

Muchos piensan, cuántos, que el ejercicio de poeta se reduce a una especie de reclusión querida y gustosa allá en la alta torre de un no sé qué uno mismo perdido entre los laureles de invierno, el naranjo, la azotea de la vecina o el mar que se ve y no se pero se imagina.

Pudiera ser que todo esto sea necesario metafóricamente hablando: son las claves en palabras, solo palabras cuando son exactamente eso, solo palabras, todo en esta vida tan llena de palabras que nadie entiende, que todos leemos, absorbemos sin solo asomarnos al mínimo de su significante (no digamos ya significado). Ni el mismo autor es consciente de su labor de autoría, al menos cuando logra que otros ojos la aprehendan, hay que repetírselo mil veces, si al menos se tiene la oportunidad. Y Manuel Moya es especialista en humildad y no creer en los demás. Como todo buen autor que ni siquiera se plantee el recurso de preciarse, (no, cielo, tú no cabes en la tumba, Manolo).
Menos Mal.
Se necesitan autores así.
Quizás uno por mil.
Con uno por mil basta.

Un solo autor por mil desatiende el infecto de la parafernalia y el robobo de la jojoya que mundifica la excelsa labor del ser de poeta. Uno entre mil. Quizás uno entre un millón.

Nada amiga de presentaciones de libros, nada amiga de recitales de poesía (por dios, hace tanto tiempo de la poesía pasó de la cantata a la letra escrita, ¿para qué ejercicio de memoria?), el pasado viernes no pude más que agachar la cabeza con lágrimas de emoción ante la Maestría poética y La Poética. Con mayúscula. Nada ni nadie lo ha conseguido en creo que treinta años.

Salvo este libro, Salida de emergencia, y esta editorial, con su labor como dios (poesía) manda.

Una paz conseguida. Gracias a Manuel Moya y a Siltolá.

* * *

Salida de emergencia o el absoluto ejercicio de la propia negación del ser de poeta. Leer Salida emergencia es contemplar cómo el poeta se revuelve contra sí en un cuestionamiento sin par sobre la propia labor poética, para terminar, sin previsión, siendo más poeta que nunca, o que todos, o, quizás, El Poeta. Salida de emergencia está autorizada para todos los públicos, es necesaria para todos los públicos, lo mismo para ese aficionado y hecho a los quehaceres literarios poéticos , que para ese otro que aún anda en pañales en torno al manido concepto de la escritura de La Poesía. Salida de emergencia enhebra el fatum sobre 800 versos, no sé si 900, 800 versos que al hombre, y por tanto al poeta, le eran más necesarios que la propia escritura. Que su misma labor de poeta.

Y SÍ, cielo, tú debes caber dentro.
Tienes que escarbar y escarbar hasta que quepas dentro,[...]

No hay salida de emergencia para el poeta, ni de emergencia ni de nada, simplemente no hay salida. Ni siquiera la propia tumba.



lunes, 26 de enero de 2015

Elegía a un paño de cocina

Elegía a un paño de cocina

Aquí todos duermen. Allá también. Mientras todos duermen, un mundo se hace, se construye al son de cada descanso, cada venerable solaz de una boca que se relaja en la saliva del sueño. Mientras todos duermen, yo ultimo los también venerables penúltimos segundos de vida de un paño de cocina. Atrás quedaron los sinsabores de su pasado, para él, pobre mío, tan pobre, solo conteniéndose a sí mismo y a sus cuatro esquinas, cuatro esquinas, quién le regalaría el don de poder concentrarse en la la euclidiana geometría del plano casi sagrado. ¿Tan pobre paño de cocina?, él y sus cuatro justas esquinas que redondeo entre mis manos para ensuciarlo limpiando no sé si las cuatro esquinas que me construyen, tejido al fin al cabo soy de dicen carne, a veces, a veces, preferiría ser tejida con el hilo de algodón que sufre las circunstancias del uso hasta no poder tener remedio, terminar, terminar como este exacto y venerable paño de cocina que finaliza en sí mismo habiendo sido usado para lo que servía.
Pero recuerdo los dibujos que lo hacían único ante mis ojos, también su tacto, su aroma cuando, recién lavado, volvía a acogerlo entre mis manos para depositar en él el agua que me sobraba. Él, tan tierno y confiado, tan permanente ante mi solicitud, no a modo de pañuelo, ¡no!, por dios, los pañuelos son de otra especie, otra estirpe ya solo orientada a algún pasado, un arte kitsch que venero por solo afinidades-afectivas. Este paño de cocina era individuo de su mundo, ejemplar sin soldaduras ni nanosegundos que enturbiasen su clara geometría, su ofrecimiento viril ante mis féminas manos, el consuelo caliente de una vida que finaliza comenzando en estas palabras que te dedico, paño, nunca trapo, de cocina, blanco, con rayas de colores como el arco iris que todos aman y todos odian, tan paradójico es el ser humano.
Yo a ti te amaba, paño mío, paño tuyo, te sigo amando. No niego que algunas veces he cometido la osadía de ensuciar tu pulcra acometida con el rimmel que, sagazmente, cubría mis pestañas a modo de permanente enjabelgo, de protección ante la intemperie también, allá en el campo, el frío, el frío, ¡pero el calor del mismo modo!, tan procurantes ambos del alivio que mis ojos anhelaban, lágrimas de dolor, lágrimas de alegría, y tú, paño, de cocina solo hecha para alimento de nuestro estómago, tú paño de algodón y trama limpia de verticales y horizontales ante la piel que ni de horizontales ni de verticales se columpia, tú paño casi algarábico (tantas alegrías me has procurado), tú, paño blanco y pequeño también como mis manos que sin embargo apenas te han soldado, tú mi paño, no mi pañuelo, no, como decía, tú, paño de mis manos, hoy sucumbes porque yo quiero, y te entierro en el cubo de la basura que mañana saldrá camino de otros entierros que no son el tuyo, porque tú, paño mío, tienes este poema que yo no te escribo.
No. No escribo yo estas palabras que cualquiera que leyera asemejaría a una elegía. No, mi paño. Tú no has muerto muerto. Tú has vivido vivo siendo y vivo te entierro enterrando contigo todas las células mías, vivas también, con las que te he ido ensuciando, imaginando que dándote tu vida, cuando tú esta noche, esta noche en la que todos duermen, te llevas gran parte de la mía.
 
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