lunes, 31 de marzo de 2014

Las antípodas

Las antípodas

cómo embarcarme siendo isla,
cómo aislarme siendo nave.

Nunca debí dejarte solo.
En la esquina suroeste de europa
la suerte se dividió en dos
segmentos de segundos planos,
el atril de la superficie de tu ida
y mi paz al falsamente mirar
el escaparate de los trajes (de flamenca)
por donde, en lugar del pan,
tu cuerpo caminaba erguido
buscando el viaje
que te apartara de mí
o de ti mismo
o a mí misma
del pan.

me persigue el hambre
de haberte regalado mi soledad
en ese cristal egoísta.
Es la playa, la venerable playa
de mis infantiles logros,
tan real como el alimento que me predica,
la que avala la verdad de mi sensación,
su realidad y su causa sensacional y
real. Verdaderamente real.

verdaderamente
por ti comienzo
por hacerme amiga de tu suerte,
por mí termina
por embarcarme en las naves
que me trasladen lejos
aguas adentro mar
de un horizonte
que no perturbe
el armonioso y líquido y fresco
sostenido de tu boca o tu apetito…

Y me arrumbo en el ardiente deseo
de dejar de ser y estar
paloma, fuente, torre
o playa dejar de ser
para estar sólo isla
silenciosa,
como la que Google recogía
ya en las antípodas
de este suroeste.

domingo, 30 de marzo de 2014



Cómo nublar el sentido
del cielo raso y sin nombre,
cómo ocultar la luz
sino es con mis manos
cómo poder no poder
defender lo que es cierto
y me atora la garganta
si el aire y mis pulmones
son lo mismo cuando lloro
como el cielo llueve cuando se nubla
el sentido de las cosas y se ve
holgazanear al tiempo
que no me ayuda pasando
deprisa como las nubes huyen
ante la presencia de los rayos
del sol y tu luz cómo nublarla
sino es con mis manos
y con mi lluvia.
Cómo no llorar con ellas
y ser agua que recorre las calles
hasta tu avenida hacia
mí.
Cómo no llegar a dormir
mientras la ciudad despierta
y así no llorar, ni llover
ni huir de mí misma.

Cómo negarme.
Cómo negarte.
Cómo negarlo.

Cómo no
decir sí.

viernes, 28 de marzo de 2014

El chocolate no se vende

(Siempre desprendo a los poemarios de toda la prosa que contengan cuando los voy corrigiendo, pero en este caso, el de Los cabezos amarillos dejaré incluido este relato, completamente verídico, :). Me divierte, y poéticamente explica muchas claves de algunos de los poemas. Y me gusta, tengo necesidad de alguna vez poder explicar las claves de mis poemas. Además para mí es un poema, no creo en las categorías de prosa y "poesía" (verso).


El chocolate no se vende

Cuando los coches se atascaban en los caminos de arena había un motivo para mi miedo que hoy revierte en risa. El seiscientos era muy pequeño, iba cargado con, algunas veces, siete personas (las dos más de mis abuelos cuando un año se vinieron a pasar los primeros días) más una bombona de butano y el peso de la tienda de campaña, amén de todos los bártulos necesarios para poder disfrutar dos meses de vacaciones en la playa. Es decir, entre su tamaño minúsculo, el del seiscientos, y el peso que soportaban sus ruedas se conformaba el imposible para rodar por los caminos de arena (nada llanos, nada asfaltados, arena pura y nada dura) sin algún tropiezo o lapsus en su marcha. Normalmente sucedía cuando sus ruedas cogían alguna hondonada más pronunciada. Yo siempre asomada a la ventanilla del conductor, mi padre, con la cabeza que casi se me escapaba del cuello que ahora imagino estirado como el de una mujer(niña) jirafa, olfateando el mar, los eucaliptos, los pinos y los distintos aromas verdes del bosque de este suroeste cayendo al mar.
De pronto, la falta de avance, el ruido extraño del motor que me chirriaba en los oídos y la expresión verbal de mi padre: Ea, atascado.
Sólo recuerdo una imagen que hoy califico como proverbial. Una vez todos fuera del coche, miro el seiscientos, y yo, aún tan pequeña en tamaño, cinco o seis años, hormiga que soy hoy, pues más hormiga entonces, lo percibo como pequeño -pequeño dentro literalmente de una hondonada de su exacto tamaño. O sea, no es que sus ruedas hubieran patinado, es que simplemente se había caído a un bache, a un precipicio, un buen precipicio de no más desnivel que 25 cms, los suficientes para que remontar le supusiera más que escalar, también literalmente, el puerto de las Palomas en la carretera que iba a Grazalema, cuando tenía que hacerlo con la primera metida, la primera. Esto significaba mucho más esfuerzo. Impotencia del pobre y noble seiscientos.
Sacarlo del apuro no era complicado. Los mayores extendían cartones o ramas secas de los árboles cercanos delante de sus ruedas, mi padre arrancaba el coche, los que podíamos ser útiles (sic) empujando, nos apostábamos en su parte trasera, con cuidado, el calor del motor, y así, normalmente salía del atolladero rápidamente. Si el bache era más hondo de lo previsto, de por ejemplo 35 cms de hondo, llegaba la última solución, la drástica, o sea, amarrarle al parachoques delantero una cuerda que comunicaba directamente con el opel negro enorme como un tren y mil toneladas de peso de mi tío. Es que es de HIERRO, decía mi padre, el seiscientos era de lata según él, pero el opel era de HIERRO, de hierro de verdad. Por eso pesaba tanto, y por su tamaño, claro, unos cinco metros desde mi perspectiva de entonces, tal vez 25, metros.
Esa era la solución radical, el plan B que si bien permitía la solución de un problema, también podría devenir en la llegada a otro peor. Es decir, que el enorme opel, al tener que tirar de un peso algo considerable, al fin y al cabo el seiscientos era un armatoste de metal y motor, fuera el que quedara enterrado en las sinuosidades de los caminos de arena.

Como esa vez sucedió.

Recuerdo las risas de mi tía y de mi madre. Juntas se reían absolutamente de todo, se lo pasaban bomba. A más risa de las dos, más cara de pocos amigos de mi tío, y viceversa y recíprocamente, claro, no recuerdo donde comenzaba el baile risas /mosqueo. Pero sí su cara seria, cabreado, mi tío, el bohemio de los dos hermanos, porque pintaba “cuadros”, que no vendía, claro, su trabajo era el de maestro de dibujo y trabajos manuales, y recuerdo a mi padre encendiendo un cigarro y no sintiéndose culpable. Mi tío tenía esa habilidad, lograr que cualquiera se sintiera culpable, por el no hablar, por el silencio y el cabreo contenido hasta que reventaba, y mi padre la habilidad de pasar de su hermano mayor cuando la situación emocional lo pedía. Normalmente le soltaba una gracia a la vez que iba disponiendo en su mente el engranaje correspondiente que le llevara a dar con la solución del problema, le comunicaba la idea a mi tío, la llevaban a la práctica y el problema se resolvía.
Mi padre volvió a montarse en el seiscientos aliviado del peso del resto de la familia, lo condujo con cuidado por el lado izquierdo del camino, ese por donde más hojas y ramas cubrían la peligrosísima arena, adelantó al opel y se situó justo donde antes, siguiendo la idea mi padre, habían extendido todos los cartones y ramas que en los minutos previos habían servido para sacar al mismo seiscientos del bache. Ahora la cuerda se disponía con sus cabos en puertos distintos, el delantero amarrado al motor del seiscientos. El trasero, al parachoques delantero del opel. Mi tío, aún con la cara de pocos amigos y de desconfianza completa en el proyecto, al volante de su opel, mi padre arrancó sus seiscientos verde clarito, primera marcha metida, yo con los oídos tapados, cada esfuerzo del seiscientos por aquel entonces se me figuraba que terminaba en explosión del cacharro saltando por los aires, temía por mi padre, mi tía y mi madre imagino que con algún rezo entre las risas nada contenidas, la guasa, el ruido del motor del seiscientos con el capó levantado para que no saliera ardiendo en el esfuerzo, la cara de pocos amigos de mi tío, primero muy lentamente rodaje sobre los cartones, otro tirón mas, otro ruido más-oídos más tapados, ojos cerrados apretados, y… ¡voilá!, ¡el milagro!, ¡el gran milagro!, las ruedas del opel de mi tío pudieron rodar (no más de diez centímetros) por la arena más firme. El seiscientos siguió tirando cada vez más alegre hasta que por fin ambos coches quedaron bien asentados sobre terreno firme.
Y yo pude respirar, y mi madre y mi tía no dejaban de reírse, y mi tío ya no tenía cara de pocos amigos.
Ah, es que aquel seiscientos era un héroe. Recuerdo las botellas de agua que mi padre siempre disponía cerca del motor, era el único riesgo, que se calentara más de la cuenta. Entonces mi padre le daba de beber, no sé cómo, y el coche seguía andando tan cantarín como siempre.
Pero esta vez su hazaña era de verdadero renombre, épica. Un minúsculo seiscientos sacando del precipicio de 30 cms a todo un opel de mil quinientas toneladas de peso (chispa más o menos).
Creo que mi tío no se lo perdonó en la vida. No sé si al seiscientos o a mi padre.
¡O a mi madre y mi tía!
Pero el caso es que ese año también pudimos llegar todos, seiscientos y opel incluidos, a la bajada que los cabezos amarillos, junto con su arroyo, disponían para que pudiéramos pasar las vacaciones más memorables. Allá junto a la torre árabe en ruinas. Allá iluminados en la marina noche por los carburos, allá donde casi me ahogo por segunda vez en mi vida si no hubiera sido porque mi primo me agarró de los pelos para sacarme del revolcón que la ola me había dado, allá donde comía chanquetes crudos recién pescados y donde sufrí el cólico de coquinas que hizo que mi padre y mi tío tuvieran que salir a toda pastilla (no sé si con el opel o el seiscientos) a buscar hielo para que no me deshidratara al pueblo más cercano, allá donde mi hermana pequeña terminó pudriendo casi todas las sillas de anea del chiringuito bar que nos hacía compañía. Y por el “nos” hay que entender dos tiendas de campaña con sendas familias en cada una cuyos miembros disponían de 10 kilómetros de playa de arena blanca para ellos solos, sin un alma salvo los domingos, uno de los cuales por primera vez vi una furgoneta enorme con la herradura pintada en sus flancos rodando por la arena mojada, a quien se le ocurre, decía mi padre, una furgoneta de una ferretería andando por la arena, se atascó, claro, también ella, pero para entonces y tras cuatro o cinco años, todos éramos expertos en extraer vehículos de gran tonelaje (sic) de sus atascos respectivos. Allá donde entre otros milagros presencié el más sencillo e inexplicable de todos desde mis ojos poéticos actuales, los pozos horizontales, los pozos que no necesitaban bombas para extraer el agua del acuífero correspondiente. Allá donde con tan sólo clavar una caña en los estratos amarillos de los cabezos, el agua manaba cristalina, clara, limpia y, además, irisada. Mis arcoíris son tan reales como la geología que nos garantizaba agua corriente, dulce y potable durante todas unas vacaciones de dos meses en la playa.
¿Qué por qué vacaciones de dos meses si mi padre no era el maestro?
Muy sencillo. porque mi padre era representante de chocolates Elgorriaga, o sea, vendedor.
Y ya se sabe, en el verano sureño, el chocolate no se vende.

Supongo que por eso me encanta.

jueves, 27 de marzo de 2014

Sembrar lechugas y disparar misiles

Definitivamente me he convencido: lo más útil que puedo hacer en mi vida es sembrar lechugas. Claro, que como al inconsciente o imbécil de turno le dio por soltar hace un par de años a todos los conejos que criaba, ahora no hay dios al que le dé lugar a coger un simple pimiento. Hacen su agosto en primavera los ávidos herbívoros, que como si no dispusieran de hectáreas rebosantes de yerbas (de todos los colores y sabores), les da por comer en plan "delicatessen", un bocadito acá, otro acullá, y todos certeramente dirigidos contra la exacta plantita que a una le da por sembrar. "Dirigidos contra", sí, son misiles contra mis mínimas ilusiones, misiles que lanzó el inconsciente de turno que piensa que todo el mundo dispone de capital para poder cercar un huerto con malla a prueba de bomba. Bombas son los puñeteros conejos, bombas lanzadas por el egoísta de turno.
Así que no me ha quedado más remedio que sembrarlas en una simple jardinera.
Y mientras veo pasar a conejos como zollos, tan gordos y bien criados como un gato doméstico y capado. Un día acorralé a uno en el barranco con la escopeta de plomillos, pero como pesa más que yo, no conseguí atinarle. Voy a sacarme la licencia de caza en cuanto pueda, pero una licencia para poder disparar misiles. Contra los conejos no, contra la puñetera inconsciencia.



Sembrar lechugas

partiré las tablas de la ley
sobre mi cadera, que es más fuerte
que tu dios y mi pudor.

ahora llega la hora del recóndito.
cualquiera sabe donde estaremos
pero recuerdo las lechugas recién sembradas
y sólo quisiera estar allí,
mirándolas,
tú con tu cerveza bajo el alcornoque
yo con mi tinto con casera
y las botas de agua llenas de barro
de haber andado los dos
en cuclillas enterrando
nuestros dedos que se rozan
bajo el blando légamo
y el sol
qué alegría la luz dorada
del sol
a cielo abierto
bañándonos como

si dos peces
iluminados
fuéramos

nacidos más allá,
durante ese sueño
que durmió el día
cuando vivía sumergido.

(De El hombre cuadrado)



miércoles, 26 de marzo de 2014

Amor de hondos y bajos fondos

Amor de hondos y bajos fondos

Al menos sirve el querer más.
Amor de bajos fondos,
sí fue fácil:
éramos Amor.

El amor es una calleja cierra
de donde sólo se sale
con los pies multiplicados
por delante.
Nada tenía, nada me quitaron
los vendavales delinquieron
a cuchilladas juntas en cada costilla
y las ingles cercenaron buscando la general
de mi aorta acampando en nuestro vasto pecho:
entre mi frente y mis plantas
te ubiqué regurgitando mi sangre sana,
sola abasto, sola mísera la dádiva
de los periódicos y los herrajes
que sobre tu regia mente y mi cóncava cabeza
depositaban los hunos de la noche de afuera.
Vándala la risa de las ciudades y de las otras hormigas,
¡esa marabunta que nos asesinó cuando
nos atrevimos a dormir sobre los cartones
que defenestraron!... Tan generoso fue
su tirar la casa por la ventana.

Yo creo que aún andamos expiando,
callejón arriba, callejón abajo,
el crimen sin escena, sólo
por no desahuciarla, sólo
por no dejar vacía esta calleja
cierra a un lado del mundo.
 
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