viernes, 30 de noviembre de 2012

La piedra

La piedra

Quién está conmigo
y no con quién quiero estar,
se pregunta el
estando deshabitado.

calma llegó, bendita,
aposenta en mi regazo
tulipas ya fecundas.

Y llora, llora, más allá
de tu venganza,
ella llora, llora
obstetricias y claveles.

Y a fuerza de nombrarlos,
obtuvieron nombre.
Cal y sal: sosa cáustica,
más arena,
piedra.

Y fueron los nudos
desmembrando soledades.

(Sofía Serra, de El muriente)

El chocolate no se vende

El chocolate no se vende

Cuando los coches se atascaban en los caminos de arena había un motivo para mi miedo que hoy revierte en risa. El seiscientos era muy pequeño, iba cargado con, algunas veces, siete personas (las dos más de mis abuelos cuando un año se vinieron a pasar los primeros días) más una bombona de butano y el peso de la tienda de campaña, amén de todos los bártulos necesarios para poder disfrutar dos meses de vacaciones en la playa. Es decir, entre su tamaño minúsculo, el del seiscientos, y el peso que soportaban sus ruedas se conformaba el imposible para rodar por los caminos de arena (nada llanos, nada asfaltados, arena pura y nada dura) sin algún tropiezo o lapsus en su marcha. Normalmente sucedía cuando sus ruedas cogían alguna hondonada más pronunciada. Yo siempre asomada a la ventanilla del conductor, mi padre, con la cabeza que casi se me escapaba del cuello que ahora imagino estirado como el de una mujer(niña)-jirafa, olfateando el mar, los eucaliptos, los pinos y los distintos aromas verdes del bosque mediterráneo cayendo al mar.

De pronto, la falta de avance, el ruido extraño del motor que me chirriaba en los oídos y la expresión verbal de mi padre: Ea, atascado.

Sólo recuerdo una imagen que hoy califico como proverbial. Una vez todos fuera del coche, miro el seiscientos, y yo, aún tan pequeña en tamaño, cinco o seis años, hormiga que soy hoy, pues más hormiga entonces, lo percibo como pequeño -pequeño dentro literalmente de una hondonada de su exacto tamaño. O sea, no es que sus ruedas hubieran patinado, es que simplemente se había caído a un bache, a un precipicio, un buen precipicio de no más desnivel que 25 cms, los suficientes para que remontar le supusiera más que escalar, también literalmente, el puerto de las Palomas en la carretera que iba a Grazalema, cuando tenía que hacerlo con la primera metida, la primera. Esto significaba mucho más esfuerzo. Impotencia del pobre y noble seiscientos.

Sacarlo del apuro no era complicado. Los mayores extendían cartones o ramas secas de los árboles cercanos delante de sus ruedas, mi padre arrancaba el coche, los que podíamos ser útiles (sic) empujando, nos apostábamos en su parte trasera, con cuidado, el calor del motor, y así, normalmente salía del atolladero rápidamente. Si el bache era más hondo de lo previsto, de por ejemplo 35 cms de hondo, llegaba la última solución, la drástica, o sea, amarrarle al parachoques delantero una cuerda que comunicaba directamente con el opel negro enorme como un tren y mil toneladas de peso de mi tío. Es que es de HIERRO, decía mi padre, el seiscientos era de lata según él, pero el opel era de HIERRO, de hierro de verdad. Por eso pesaba tanto, y por su tamaño, claro, unos cinco metros desde mi perspectiva de entonces, tal vez 25, metros.

Esa era la solución radical, el plan B que si bien permitía la solución de un problema, también podría devenir en la llegada a otro peor. Es decir, que el enorme opel, al tener que tirar de un peso algo considerable, al fin y al cabo el seiscientos era un armatoste de metal y motor, fuera el que quedara enterrado en las sinuosidades de los caminos de arena.
Como esa vez sucedió.

Recuerdo las risas de mi tía y de mi madre. Juntas se reían absolutamente de todo, se lo pasaban bomba. A más risa de las dos, más cara de pocos amigos de mi tío, y viceversa y recíprocamente, claro, no recuerdo donde comenzaba el baile risas /mosqueo. Pero sí su cara seria, cabreado, mi tío, el bohemio de los dos hermanos, porque pintaba “cuadros”, que no vendía, claro, su trabajo era el de maestro de dibujo y trabajos manuales, y recuerdo a mi padre encendiendo un cigarro y no sintiéndose culpable. Mi tío tenía esa habilidad, lograr que cualquiera se sintiera culpable, por el no hablar, por el silencio y el cabreo contenido hasta que reventaba, y mi padre la habilidad de pasar de su hermano mayor cuando la situación emocional lo pedía. Normalmente le soltaba una gracia a la vez que iba disponiendo en su mente el engranaje correspondiente que le llevara a dar con la solución del problema, le comunicaba la idea a mi tío, la llevaban a la práctica y el problema se resolvía.

Mi padre volvió a montarse en el seiscientos aliviado del peso del resto de la familia, lo condujo con cuidado por el lado izquierdo del camino, ese por donde más hojas y ramas cubrían la peligrosísima arena, adelantó al opel y se situó justo donde antes, siguiendo la idea mi padre, habían extendido todos los cartones y ramas que en los minutos previos habían servido para sacar al mismo seiscientos del bache. Ahora la cuerda se disponía con sus cabos en puertos distintos, el delantero amarrado al motor del seiscientos. El trasero, al parachoques delantero del opel. Mi tío, aún con la cara de pocos amigos y de desconfianza completa en el proyecto, al volante de su opel, mi padre arrancó sus seiscientos verde clarito, primera marcha metida, yo con los oídos tapados, cada esfuerzo del seiscientos por aquel entonces se me figuraba que terminaba en explosión del cacharro saltando por los aires, temía por mi padre, mi tía y mi madre imagino que con algún rezo entre las risas nada contenidas, la guasa, el ruido del motor del seiscientos con el capó levantado para que no saliera ardiendo en el esfuerzo, la cara de pocos amigos de mi tío, primero muy lentamente rodaje sobre los cartones, otro tirón mas, otro ruido más-oídos más tapados, ojos cerrados apretados, y… ¡voilá!, ¡el milagro!, ¡ el gran milagro!, las ruedas del opel de mi tío pudieron rodar (no más de diez centímetros) por la arena más firme. El seiscientos siguió tirando cada vez más alegre hasta que por fin ambos coches quedaron bien asentados sobre terreno firme.

Y yo pude respirar, y mi madre y mi tía no dejaban de reírse, y mi tío ya no tenía cara de pocos amigos.

Ah, es que aquel seiscientos era un héroe. Recuerdo las botellas de agua que mi padre siempre disponía cerca del motor, era el único riesgo, que se calentara más de la cuenta. Entonces mi padre le daba de beber, no sé cómo, y el coche seguía andando tan cantarín como siempre.
Pero esta vez su hazaña era de verdadero renombre, épica. Un minúsculo seiscientos sacando del precipicio de 30 cms a todo un opel de mil quinientas toneladas de peso (chispa más o menos).

Creo que mi tío no se lo perdonó en la vida. No sé si al seiscientos o a mi padre.
¡O a mi madre y mi tía!

Pero el caso es que ese año también pudimos llegar todos, seiscientos y opel incluidos, a la bajada que los cabezos amarillos, junto con su arroyo, disponían para que pudiéramos pasar las vacaciones más memorables. Allá junto a la torre árabe en ruinas. Allá iluminados en la marina noche por los carburos, allá donde casi me ahogo por segunda vez en mi vida si no hubiera sido porque mi primo me agarró de los pelos para sacarme del revolcón que la ola me había dado, allá donde comía chanquetes crudos recién pescados y donde sufrí el cólico de coquinas que hizo que mi padre y mi tío tuvieran que salir a toda pastilla (no sé si con el opel o el seiscientos) a buscar hielo para que no me deshidratara al pueblo más cercano allá donde mi hermana pequeña terminó pudriendo casi todas las sillas de anea del chiringuito bar que nos hacía compañía. Y por el “nos” hay que entender dos tiendas de campaña con sendas familias en cada una cuyos miembros disponían de 10 kilómetros de playa de arena blanca para ellos solos, sin un alma salvo los domingos, uno de los cuales por primera vez vi una furgoneta enorme con la herradura pintada en sus flancos rodando por la arena mojada, a quien se le ocurre, decía mi padre, una furgoneta de una ferretería andando por la arena, se atascó, claro, también ella, pero para entonces y tras cuatro o cinco años, todos éramos expertos en extraer vehículos de gran tonelaje (sic) de sus atascos respectivos. Allá donde entre otros milagros presencié el más sencillo e inexplicable de todos desde mis ojos poéticos actuales, los pozos horizontales, los pozos que no necesitaban bombas para extraer el agua del acuífero correspondiente. Allá donde con tan sólo clavar una caña en los estratos amarillos de los cabezos, el agua manaba cristalina, clara, limpia y, además, irisada. Mis arcoíris son tan reales como la geología que nos garantizaba agua corriente, dulce y potable durante todas unas vacaciones de dos meses en la playa.

¿Qué por qué vacaciones de dos meses si mi padre no era el maestro?
Muy sencillo. Porque mi padre era representante de chocolates Elgorriaga, o sea, vendedor.
Y ya se sabe, en el verano sureño el chocolate no se vende.

Supongo que por eso me encanta.

Sofía Serra (de Los cabezos amarillos)

Por delante

Por delante

qué mejor
para estar estando
ausente
que este medio
estar y no estar
qué hacer con el mientras
nos vamos
curando
participas de la noche
cuadrada
a medio fuego,
como las calderas
de los barcos de vapor
de antaño,
al ra-len-tí
del motor
hasta que la marcha te oprima
el brazo que detenta el poder
sobre tu alma

¿no?

y este es tan solo
un arroyuelo pequeño, una vena
abierta en la tierra amarilla
por las raíces de los cañaverales
según necesitan
si alimento
so pena de muerte
sobre su agua cristalina e irisada
qué haces con un barco de vapor
en un arroyo escondido
entre selvas verdes y duras,
qué haces con el alma a medio gas
en esta sociedad de hombres

armados hasta la médula
de su espina bífida,
qué hago tarareando

una canción de amor
cuando nadie entiende
ni siquiera
el tú
el sí 
la playa
que los cabezos
amarillos nos ponen
por delante.

(Sofía Serra, de Los cabezos amarillos)

jueves, 29 de noviembre de 2012

La motivación

La motivación

verán, yo hace tiempo que sé
que la vida es dura y
la mayor parte de los días
pasa entre fealdades y
dolores, pocas satisfacciones, y
sobre todo, escasos regalos,
nada gratis, todo a costa
de bastante esfuerzo, bien
de nuestra mente, bien
de nuestros brazos, y
ya que no puedo echar una mano
descargando el camión de la mudanza
o en la fábrica de coches
o en el hospital velando
por el reparador sueño
del enfermo, me propongo
intentar hacer el tiempo
de quien ojos tenga
para leer lo que escribo
o para ver las imágenes que pueda inventar,
simple y llanamente algo más bello,
también algo más reflexivo,
porque soy sin pretenderlo
de esos especímenes humanos
que aún creen en la capacidad
de nuestra mente como herramienta
para lograr mejorar el mundo,
en la bondad de nuestras intenciones.
soy de las que piensan
que todos somos buenos
desde que nacemos y que
ningún ser humano merece
sufrir y que en nuestro interior,
sólo en él, se halla la fuerza
que puede lograr que cada uno
consiga ser un poquito más feliz
que como realmente se siente:
Amar, el mejor motivo
que la naturaleza derramó
en la naturaleza nuestra
de estar vivos.
Amar. La motivación
que además de bien al otro
reporta bien al uno.

(Sofía Serra)

miércoles, 28 de noviembre de 2012

A un príncipe cretense (al héroe europeo)

A un príncipe cretense (al héroe europeo)

Ejército prometeico este campo
abonado por las lises de tu mano,
soldado gigantesco de la nube
y el pimpollo de moras o de espigas
que germinan soltando el paso
y el vuelo de toda ave, toda mariposa
aventurada por el soplo de mis labios
a tu cintura, tu perfil, tu corona,
iris circuncida el viento con mi pluma.

Sofía Serra (De El hombre cuadrado)
 
Creative Commons License
El cuarto claro by Sofía Serra Giráldez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial 3.0 España License.