martes, 11 de enero de 2011

De profundis (IX). Oscar Wilde

(Viene de esta entrada anterior)

Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mundo, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su propia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que quería, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecencias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mirada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embotado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza. Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facultad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos quitan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu silencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta para poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantarse todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros.
Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruinado a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación inmisericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo había hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de consecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sen- saciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Llevo en la cárcel casi dos años. De mi naturaleza ha brotado la desesperación salvaje; un abandono al dolor que era penoso de ver; ira terrible e impotente; amargura y despre- cio; angustia que lloraba a gritos; tormento que no encontraba voz; tristeza muda. He pasado por todos los modos posibles del sufrimiento. Mejor que el propio Wordsworth sé lo que Wordsworth quería decir cuando escribió:

Suffering is permanent, obscure, and dark And has the nature of Infinity.
[El sufrimiento es permanente, oscuro y tenebroso, / y posee el carácter de la Infinitud.]

Pero, aunque a veces me regocijara en la idea de que mis sufrimientos fueran interminables, no podía soportar que no tuvieran sentido. Ahora encuentro escondido en mi naturaleza algo que me dice que no hay nada en el mundo que carezca de sentido, y el sufrimiento menos que nada. Ese algo escondido en mi naturaleza, como un tesoro en un campo, es la Humildad.
Es lo último que me queda, y lo mejor: el descubrimiento final al que he llegado; el punto de partida de un nuevo derrotero. Me ha venido de dentro de mí mismo, y por eso sé que ha venido cuando debía. No podría haber venido ni antes ni después. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría rechazado. Si me lo hubieran traído lo habría rehusado. Como yo lo encontré, quiero conservarlo. Tengo que conservarlo. Es la única cosa que contiene los elementos de la vida, de una nueva vida, de una Vita Nuova para mí. De todas las cosas es la más extraña. No se la puede dar, ni nos la puede dar otro. No se puede adquirir si no es cediendo todo lo que uno tiene. Únicamente cuando ha perdido todas las cosas sabe uno que la posee.
Ahora que me doy cuenta de lo que hay dentro de mí, veo con toda claridad lo que ten-go que hacer, lo que de hecho debo hacer. Y cuando empleo una expresión así, no hace falta que te diga que no estoy aludiendo a ninguna sanción o mandato exteriores. No admito ninguno. Soy mucho mas individualista que nunca. Nada me parece del menor valor salvo lo que uno saca de sí mismo. Mi naturaleza está buscando un modo nuevo de autorrealización. Eso es lo único que me interesa. Y lo primero que tengo que hacer es librarme de cualquier posible acritud de sentimiento hacia ti.
Estoy completamente sin dinero, y absolutamente sin hogar. Pero hay en el mundo cosas peores. Con toda franqueza te digo que antes que salir de esta prisión con amargura en el corazón contra ti o contra el mundo, iría contento y alegre mendigando el pan de puerta en puerta. Si no me dieran nada en la casa del rico, algo me darían en la del pobre. Los que tienen mucho son con frecuencia avarientos. Los que tienen poco siempre comparten. No me importaría nada dormir en la hierba fresca en el verano, y cuando entrase el invierno cobijarme al calor de la niara apretada, o bajo el saledizo de un granero, mientras tuviera amor en mi corazón. Las exterioridades de la vida me parecen ahora carentes de importancia. Ya ves a qué intensidad de individualismo he llegado, o más bien estoy llegando, porque el viaje es largo, y «donde yo pongo el pie hay espinas».
Por supuesto que sé que no me tocará pedir limosna por los caminos, y que si alguna vez me tiendo a la noche en la hierba verde será para escribir sonetos a la Luna. Cuando salga de la cárcel, Robbie me estará esperando al otro lado del portón de hierro, y él es el símbolo no sólo de su propio afecto, sino del afecto de muchos más. Creo que en cualquier caso tendré bastante para ir tirando durante año y medio, de modo que, si no puedo escribir libros hermosos, podré al menos leer libros hermosos, y ¿cabe alegría mayor? Después espero poder recrear mi facultad creadora. Pero si las cosas fueran distintas; si no me quedara un amigo en el mundo; si no hubiera una sola casa abierta para mí siquiera por compasión; si tuviera que aceptar el zurrón y el capote raído de la pura indigencia; mientras me viera libre de resentimiento, dureza y acritud podría afrontar la vida con mucha más calma y confianza que si mi cuerpo vistiera de púrpura y lino fino, y dentro el alma estuviera enferma de odio. Y realmente no voy a tener dificultad para perdonarte. Pero para que sea un placer para mí es preciso que tú sientas que lo quieres. Cuando realmente lo quieras lo encontrarás esperándote.
No es preciso que te diga que mi tarea no termina ahí. En ese caso sería comparativamente fácil. Es mucho más lo que me aguarda. Tengo montes mucho más escarpados que subir, valles mucho más oscuros que cruzar. Y todo lo he de sacar de mí mismo. Ni la Religión, ni la Moral, ni la Razón me pueden ayudar.
La Moral no me ayuda. Yo nací antinomista. Soy de ésos que están hechos para las excepciones, no para las leyes. Pero aunque veo que no hay nada malo en lo que uno hace, veo que hay algo malo en lo que uno llega a ser. Está bien haberlo aprendido.
La Religión no me ayuda. La fe que otros ponen en lo que no se ve, yo la pongo en lo que se puede tocar y mirar. Mis Dioses moran en templos hechos con manos, y dentro del círculo de la experiencia real se perfecciona y completa mi credo: acaso se complete demasiado, porque como muchos o todos los que han puesto su Cielo en esta tierra, he hallado en él no solo la hermosura del Cielo, sino también el horror del Infierno. Cuando pienso en la Religión, pienso que me gustaría fundar una orden para los que no creen: la Cofradía de los Huérfanos se podría llamar, y allí, en un altar sin ninguna vela encendida, un sacerdote, en cuyo corazón la paz no tuviera asilo, podría celebrar con pan sin bendecir y un cáliz vacío de vino. Todo para ser verdad ha de hacerse religión. Y el agnosticismo debe tener su ritual lo mismo que la fe. Ha sembrado sus mártires, debería cosechar sus santos, y alabar a Dios todos los días por haberse ocultado a los ojos de los hombres. Pero, ya sea fe o agnosticismo, no puede ser nada exterior a mí. Sus símbolos los tengo que crear yo. Sólo es espiritual lo que hace su propia forma. Si no encuentro su secreto dentro de mí, nunca lo encontraré. Si no lo tengo ya, no vendrá a mí jamás.
La Razón no me ayuda. Me dice que las leyes por las que se me condena son leyes equivocadas e injustas, y que el sistema por el que he padecido es un sistema equivocado e injusto. Pero, de algún modo, tengo que hacer que ambas cosas sean justas y acertadas para mí. Y exactamente como en el Arte lo único que interesa es lo que determinada cosa es para uno en determinado momento, así también en la evolución ética del carácter. Yo tengo que hacer que todo lo que me ha ocurrido sea bueno para mí. La cama de tabla, la comida asquerosa, las duras sogas que hay que deshacer en estopa hasta que las yemas de los dedos se acorchan de dolor, los menesteres serviles con que empieza y termina cada día, las órdenes brutales que parecen inseparables de la rutina, el espantoso traje que hace grotesco el dolor, el silencio, la soledad, la vergüenza: todas y cada una de esas cosas las tengo que transformar en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba tratar de convertir en espiritualización del alma.
Quiero llegar a poder decir, con toda sencillez, sin afectación, que los dos grandes puntos de inflexión de mi vida fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la sociedad me mandó a la cárcel. No diré que sea lo mejor que me podría haber ocurrido, porque esa frase sabría a amargura excesiva conmigo mismo. Preferiría decir, o que se dijera de mí, que fui tan hijo de mi época que en mi contumacia, y por esa contumacia, convertí las cosas buenas de mi vida en mal, y las cosas malas de mi vida en bien. Pero poco importa lo que yo diga o digan los demás. Lo importante, lo que tengo ante mí, lo que tengo que hacer si no quiero estar durante el breve resto de mis días lisiado, desfigurado e incompleto, es absorber en mi naturaleza todo lo que se me ha hecho, hacerlo parte de mí, aceptarlo sin queja, ni miedo, ni renuencia. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.
Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me aconsejaron que intentara olvidarme de quién era. Fue un consejo ruinoso. Sólo dándome cuenta de lo que soy he encontrado consuelo de algún tipo. Ahora otros me aconsejan que cuando salga intente olvidar que alguna vez estuve encarcelado. Sé que eso sería igualmente fatal. Significaría estar siempre obsesionado por una sensación intolerable de ignominia, y que esas cosas que están hechas para mí como para todos los demás -la belleza del sol y de la luna, el desfile de las estaciones, la música del amanecer y el silencio de las grandes noches, la lluvia que cae entre las hojas o el rocío que se encarama a la hierba y la baña de plata-, se contaminarían todas para mí, y perderían su poder de curar y su poder de comunicar alegría. Rechazar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del Alma. Pues así como el cuerpo absorbe cosas de todas clases, cosas vulgares y sucias no menos que las que el sacerdote o una visión ha purificado, y las convierte en fuerza o velocidad, en el juego de bellos músculos y el modelado de carne hermosa, en las curvas y colores del pelo, de los labios, del ojo; así el Alma, a su vez, tiene también sus funciones nutritivas, y puede transformar en estados de pensamiento nobles, y pasiones de alto valor, lo que en sí es bajo, cruel y degradante: más aún, puede encontrar en eso sus modos mas augustos de afirmación, y a menudo alcanzar su revelación más perfecta mediante aquello que iba orientado a profanar o a destruir.
El hecho de haber sido preso común de un presidio común yo lo tengo que aceptar francamente, y, por curioso que pueda parecerte, una de las cosas que tendré que aprender yo solo será a no avergonzarme de él. Debo aceptarlo como un castigo, y, si uno se avergüenza de haber sido castigado, el castigo no le habrá servido de nada. Por supuesto que hay muchas cosas por las que se me condenó que yo no había hecho, pero también hay muchas cosas por las que se me condenó que había hecho, y un número todavía mayor de cosas en mi vida de las que nunca fui inculpado siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en esta carta, que los dioses son extraños y nos castigan tanto por lo que hay de bueno y humano en nosotros como por lo que hay de malo y perverso, debo aceptar el hecho de que a uno se le castiga por el bien lo mismo que por el mal que hace. No me cabe duda de que está en razón que así sea. Es algo que ayuda, o debería ayudar, a com- prender ambas cosas, y a no envanecerse demasiado de ninguna de las dos. Y si yo entonces no me avergüenzo de mi castigo, como espero no avergonzarme, podré pensar y moverme y vivir con libertad.
Muchos hombres excarcelados sacan consigo la prisión al aire, la ocultan como una infamia secreta en el corazón, y al cabo, como pobres cosas envenenadas, se arrastran a morir en un rincón. Es penoso que tengan que hacerlo, y es malo, muy malo, que la Sociedad los obligue a hacerlo. La Sociedad se arroga el derecho de infligir castigos atroces al individuo, pero también tiene el vicio supremo de la superficialidad, y no alcanza a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el castigo del hombre termina, la Sociedad le deja a sus recursos: es decir, le abandona en el preciso momento en que empieza su deber más alto para con él. La verdad es que se avergüenza de sus propias acciones, y rehúye a aquellos a los que ha castigado, como se rehúye a un acreedor al que no se puede pagar, o a aquel a quien se ha hecho un mal irreparable e irremisible. Yo por mi parte sostengo que, si yo comprendo lo que he sufrido, la Sociedad debe comprender lo que me ha infligido, y que no debe haber ni amargura ni odio por ninguna de las partes.

(Continuará en esta posterior)

viernes, 7 de enero de 2011

Níobe o la mujer poeta

Níobe o la mujer poeta

Da igual lo que pienses sobre el florecer y los lirios.
Los cambios permanecen empapados
bajo el barro seco de una memoria que sólo algunos ojos humedecen,
ablandan
esta costra y duelen… duele tanto asimilar cómo se levantan los lirios.
Rompieron paredes cuando ya el abisal canto del cuco
dirimió
sobre el sol y la tarde que ya no existe más que un dios inacabado
que crece y crece hasta que las arterias revientan
en sangre, pura sangre
de lodo y dolo
por estas muertes propias de lo ajeno.


Da igual.


Los lirios a toda vela cabalgan aunque aprisione sus raíces
la tierra dura,
tan dura como tanta
fuerza llora
la prensa hipotálamica de tu vestigio.


¿Qué hay de lo que fuiste cuando dejaste de ser?


Me balanceé al son del columpio que me soñó,
sin yo serlo,
breve paisaje que se deslizaba bajo las volátiles piernas
de aquella niña
que siempre reía al estrenar el estómago desbocado al aire
del vaivén
del cielo al alcance.


¿Para qué sirven los dones más que para enlutar?
Todos eran mis hijos.
Uno a uno los fue matando
hasta hacer nacer cada uno de sus versos.

Sofía Serra (Enero, 2011)

miércoles, 5 de enero de 2011

"Clavados en mí misma" corregido

Estoy terminando de corregir "Los parasoles de Afrodita", el poemario que terminé sobre Agosto de 2010.
Con este poema que re-publico en este blog comienza la última parte de las tres en que se divide. Está escrito pensando en algunas personas; sin embargo hoy me han dado la segunda lectura. De alguna forma los versos se me quedan clavados en mí misma, así, ahí,  doliéndome hasta que no consigo verlos en papel.
Sin embargo, "Los parasoles de Afrodita" es un poemario "no doliente", al menos nada triste, o yo lo contemplo así. Para mí es de los mas bonitos que he escrito, o al menos de los que más me alegro de haber escrito. Éste tal vez es el poema más "tenebroso". Casi todo lo demás es un canto vivo algo surrealista al renacimiento y muerte de una diosa que representa el amor, a la primavera, al verano y al gozo de los terrenales y celestes aires y las rosadas y marinas carnes.

Clavados en mí misma


Quedaron como muertos bajo la escarcha, congelados
bajo el frío del abuso y la medida dura
de tus ojos
clavados en mí misma
tras el cristal del desbarro,
el desvelo, el celeste
del maldito frío que nevaba desde tu cintura
a la mía, quedaron muertos,
quedaron muertos,
quedaron muertos y enterrados...


¡Mas hoy gritan!
Aúllan reprochando el abandono
de la agridulce empresa,
el resentimiento,
el disfraz,
la injusticia... humana, todo humano tan humano...
Tan humanos sus recuerdos anclados a mí misma.


Pasmado dolor nervudo en estas arterias
convertidas en tensos alambres de espinas
recorre desde mi médula hasta mis uñas
torturando entrañas, aliento y sangre.
De rancios entuertos se alimenta esta vida...


Y quedaron, quedaron como muertos
clavados en mí misma.


Hoy de nuevo aúllo de dolor.
Redigiero la roca que me obligaste a tragar
como si nunca hubieras sabido que esta garganta
sólo era delicada carne sedienta de tu saliva.

Sofía Serra, 2010 (Los parasoles de Afrodita)

martes, 4 de enero de 2011

El estado nunca es más maduro que yo, que yo al menos.



Con respecto a la ley antitabaco recientemente puesta en marcha estoy viviendo en los últimos días uno de los episodios más estresantes en esta red, internet, que para colmo, y como paradoja, no es susceptible de ser ni beneficiada ni perjudicada por los respectivos fluidos aéreos que nuestros cuerpos tengan a bien expeler.
Estresantes o tristes.
Contemplar, por un lado la reacción de los no fumadores por decreto propio, y por otro la de los fumadores con menos de dos dedos de luces.
Como deseo poder echarme  a la espalda este episodio y sé que si no expongo no terminaré de padecer internamente, me decido a hacer esta pequeña entrada. Copio en ella una frase, que escribí en mi muro de facebook, que fue sólo la primera reacción aún casi alegre al contemplar las salvajadas que iba produciendo la puesta en práctica de la ley. Después una respuesta que di en mi mismo perfil y por último un "algo" a modo de respuesta a un querido compañero de este lugar de internet al que simplemente  observo confundiendo los términos.
Pero no hablaré más. Si alguien desea hacer algún comentario esto estará abierto como siempre, pero mi silencio será radical. 
Punto y a seguir.


La frase en mi muro

...sssstupendo, ya han conseguido hacer reverdecer el auténtico espíritu nacional, ése que tan gloriosos momentos ha deparado a España en su historia: la delación del hermano, hoy, no por hereje o por rojo, no, eso ya no se lleva, sino por ser fumador. ¡¡Toma-ya!! (tomahawk, hacha de guerra)

Una de mis respuestas

Algo así quería comentarte en tu muro, los que legislan son ellos, pero lo que me preocupa de verdad es la reacción de los "legislados". No sé si pensar que España tiene "buenos" gobernantes porque exactamente dan lo que el carácter de este pueblo pide (una excusa, la que sea para poder fastidiar al hermano, ya sea por pura rabia o frustración o por pura envidia), que España tiene los gobernantes que merece, o que qué le van a dejar a hacer a los otros cuando lleguen...absolutamente todo el trabajo sucio es el que están haciendo.
La ley Sinde es una ofensa para cualquier espíritu progresista, la antitabaco podría comprenderse por razones de estado con que hubieran respetado el gusto  de cada uno habilitando la posibilidad de locales para los que fumamos. La primera no me afecta en lo personal, nunca me descargo nada, lo cogí por costumbre en el campo por la puñetera mala conexión que tenía. La segunda sí me afecta pero con no ir a los bares me quedo contenta. Allá los empresarios de la hostelería...¿me explico?...a nivel personal me dan igual las dos.
Pero que la gente no sea capz de distinguir una cosa de otra, el ser ciudadano y el ser individuo,
¿que nadie se escandalice por el espíritu que la subyace?, que favorece la ¿salud pública? de unos a costa de restringir a nivel público la libertad de otros. Que se cercene la libre circulación de posibilidad de ampliación cultural...¡cualquiera, hasta yo misma, ayudamos a engrosar este caudal con lo que sea que hagamos! y antes de que el mismísimo gobierno alentase a la denuncia con lo del tabaco, tuve que oír en esta red misma por bocas de [. . .] que delatarían al que vieran fumando en un bar...¿en qué puñetero país vivimos?, ¿qué clase de personas tenemos al lado? Es para volverse loca.
Bueno, a mí ya me han dado la enésima excusa en mi vida para hacerme apátrida, los legisladores y los que los apoyan cuando la ley se tercia a su ¿favor, sean del puñetero partido que sea. Espero no volver a caer en la responsabilidad del voto. Lo espero de verdad.
[. . .]
Para salir corriendo, te lo juro.

Lo que dejo entre corchete se debe a que como todo el mundo sabe facebook es una red restringida en el sentido de que hay que estar registrado allí para poder acceder a su contenido. Aunque no identificaba a nadie en concreto sí existía algún dato por el que al menos se podría identificar a colectivos sin nombre. Para evitar supuestos daños elimino mis palabras. Constantemente, desde hace meses, pienso en darme de baja, por segunda vez, de aquella red. Estar registrado allí es incompatible por sí mismo  con algunas cosas en las que creo; a otras las beneficia, ése es el problema, y por eso no me decido, aún.

El "algo"

Solos. 
Mis pulmones solos bendicen cruz sobre tu balance,
que el aire no está quieto.
LLamas expelen tu aliento y yo no me quejo.
Goces suscriben los amantes bajo sus cuerpos y sábana no soy.
Mas todo lo huelo.
De la inutilidad a la llaga por este mundo aplastante
creador de palabras que fabrican esta cárcel,
que tu compartes,
que tú convienes, que tú aceptas,
yo me cerceno.
Aviones que de la estratosfera lleguen
regarán con lluvia alcalina apilando
madurez de costra dura tornando
las manzanas en gigantes ruedas de molino.
Por comulgar yo no te obstruyo,
fértil y obsceno donjuan que conquistas
amor en los basureros de las parcas patrias
mientras otros a la hoguera vamos
por sólo pedir un hueco, un hueco con techo, para nuestro aire.
Yo engalano cielos con chimeneas,
tú dibujas un skyline de homogénea linde.
Sólo cuestión de gustos,
querido compañero,
sólo cuestión de libertades.


Sofía Serra, 4 de Enero de 2011

lunes, 3 de enero de 2011

Anatomías I, II y III (tres brazos)

I

Nuevas amazonas,
que sois las verdaderas amazonas
montando a horcajadas del miedo,
blandiendo corazón, brazo en alto, la rosa abierta
del pecho que habéis liberado.
Sois el nuevo gran río
que al mundo revierte su cauce,
el que antes de que el frío enfilara
por territorio enclaustrado con nuestros mismos hielos
corría sembrando humedades y plantas carnívoras valientes.
Trotáis a lomos
del tren que otros llaman de la muerte,
cuando es sólo ave de paso sobre la fría estepa
que los cascos de vuestros caballos aran y calientan.

II

Hoy he encontrado mi nombre
enredado en la malla de tus nervios,
hoy he encontrado tu boca sangre
enterrada bajo el plástico
de la mascarilla de oxígeno.
Hay suicidios previstos
por la red de tortura china
donde introduzco mis prendas delicadas.
Hace tiempo que dejé de secar la colada al sol.
Me mancha la piel.
Hace tiempo que lavé a mano con agua fría.
Me duelen las falanges.
Hace tiempo que aprendí a cambiar la electro-válvula
del único soldado.
Mi cerebro fabrica repuestos para mi corazón,
que padece AIDS.

III
(A cierta moda que observo sobrevenir pseudoprestigiada ahora por mor de los nombres que la reacogen como bandera (léase merchandising), como si algo nuevo fuera)

¿Es que alguien puede poetizar sin las vísceras
de las cuales el cerebro también forma parte?
Debe ser la consecuencia lógica
del mal de las vacas locas,
aquél que dejó sin despachos de casquería
a nuestros mercados
y secó las neuronas hasta
convertirlas en esponjas, nada submarinas,
de nuestra sangre.

(Sofía Serra, Diciembre/Enero 2010-2011)
 
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