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jueves, 3 de marzo de 2011

De profundis (XIII). Oscar Wilde


Pero con las fuerzas dinámicas de la vida, y aquellos en quienes esas fuerzas dinámicas se encarnan, no sucede lo mismo. Las personas cuyo deseo es únicamente la autorrealización no saben nunca a dónde van. No lo pueden saber. En un sentido de la palabra es necesario, por supuesto, como decía el oráculo griego, conocerse a uno mismo. Ese es el primer logro del conocimiento. Pero reconocer que el alma de un hombre es incognoscible es el logro último de la Sabiduría. El misterio final es uno mismo. Cuando se ha pesado el sol en una balanza, y medido los pasos de la luna, y trazado el mapa de los siete cielos estrella por estrella, aún queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma? Cuando el hijo de Kis salió a buscar los asnos de su padre, no sabía que un hombre de Dios le estaba esperando con el mismísimo óleo de la coronación, y que su propia alma era ya el Alma de un Rey.

Espero vivir lo bastante, y hacer obra de tal carácter, que al final de mis días pueda decir: «Sí, aquí justamente es a donde conduce la vida artística». Dos de las vidas más perfectas que me he encontrado en mi propia experiencia son las vidas de Verlaine y del príncipe Kropotkin; los dos, hombres que pasaron años en prisión; el primero el único poeta cristiano desde Dante, el otro un hombre con el alma de ese hermoso Cristo blanco que parece estar despuntando en Rusia. Y durante los últimos siete u ocho meses, a pesar de una sucesión de grandes tribulaciones que me llegaban del mundo exterior casi sin pausa, he estado en contacto directo con un nuevo espíritu que opera en esta prisión por conducto de los hombres y de las cosas, y que me ha ayudado como no se puede expresar con palabras; de suerte que, así como en el primer año de mi encarcelamiento no hice otra cosa, ni recuerdo haber hecho otra cosa, que retorcerme las manos con desesperación impotente y decir: «¡Qué final! ¡Qué espantoso final!», ahora intento decirme, y a veces cuando no me estoy torturando me digo de verdad y sinceramente: «¡Qué comienzo! ¡Qué maravilloso comienzo!». Puede ser que verdaderamente lo sea. Puede llegar a serlo. Si lo es, deberé mucho a esta nueva personalidad que ha alterado la vida de todos los hombres que hay aquí.

Las cosas en sí mismas son de poca importancia, de hecho no tienen -demos por una vez las gracias a la Metafísica por habernos enseñado algo- existencia real. Sólo el espíritu es importante. Se puede infligir castigo de tal modo que cure, no que abra una herida, lo mismo que se puede dar limosna de tal modo que el pan se haga piedra en las manos del que da. Del cambio que hay -no en las normas, que están escritas en letras de hierro, sino en el espíritu que se sirve de ellas como su expresión- te podrás dar cuenta si te digo que si me hubieran liberado el pasado mes de mayo, como lo intenté, habría salido de este lugar aborreciéndolo y aborreciendo a todos sus funcionarios con una amargura de odio que habría envenenado mi vida. He tenido un año más de prisión, pero la Humanidad ha estado en la cárcel con todos nosotros, y ahora cuando salga siempre recordaré grandes bondades que aquí he recibido de casi todo el mundo, y el día de mi liberación daré las gracias a muchas personas y pediré que ellas a su vez me recuerden.

El sistema penitenciario es absoluta y totalmente equivocado. Daría cualquier cosa por poder alterarlo cuando salga. Pretendo intentarlo. Pero no hay nada en el mundo tan equivocado que el espíritu de la Humanidad, que es el espíritu del Amor, el espíritu del Cristo que no está en las Iglesias, no pueda hacerlo, si no acertado, al menos soportable sin demasiada amargura de corazón.
Sé también que fuera me están esperando muchas cosas muy deliciosas, desde lo que San Francisco llama «mi hermano el viento» y «mi hermana la lluvia», cosas galanas las dos, hasta los escaparates y los atardeceres de las grandes ciudades. Si hiciera una lista de todo lo que todavía me queda, no sabría dónde parar; porque, en verdad, Dios hizo el mundo para mí tanto como para cualquier otro. Acaso salga con algo que antes no tenía. No necesito decirte que para mí las reformas en moral son tan vacuas y vulgares como las reformas en teología. Pero, si proponerse ser un hombre mejor es hipocresía acientífica, haber llegado a ser un hombre más profundo es el privilegio de los que han sufrido. Y a eso creo haber llegado. Juzga tú mismo.

Si, cuando haya salido, un amigo mío diera una fiesta y no me invitara, no me importaría nada. Puedo ser perfectamente feliz solo. Con libertad, libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser feliz? Además, las fiestas ya no son para mí. He dado demasiadas para que me diviertan. Para mí ese lado de la vida se ha acabado, y me atrevo a decir que por suerte. Pero si, cuando haya salido, un amigo mío tuviera una pena y se negara a dejarme compartirla, eso lo sentiría muy amargamente. Si cerrara las puertas de la casa doliente contra mí, yo volvería una vez y otra y suplicaría que me dejasen entrar, para poder compartir lo que tengo derecho a compartir. Si él me juzgase indigno, no merecedor de llorar con él, yo lo sentiría como la humillación más lacerante, como el modo más terrible de ponerme en vergüenza. Pero eso no podría ser. Tengo derecho a compartir el Dolor, y el que puede mirar la hermosura del mundo, y compartir su dolor, y comprender algo del prodigio de los dos, está en contacto inmediato con las cosas divinas, y se ha acercado tanto como el que más al secreto de Dios.

Quizá entre en mi arte también, no menos que en mi vida, una nota aún más profunda, de mayor unidad de pasión y rectitud de impulso. No la amplitud, sino la intensidad, es el verdadero objetivo del Arte moderno. Lo que nos interesa en el Arte ya no es el tipo. Es la excepción lo que tenemos que tratar. Yo no puedo poner mis sufrimientos en la forma que hayan tomado, ni que decir tiene. El Arte no empieza sino allí donde la Imitación termina. Pero algo tiene que entrar en mi obra, de una armonía de las palabras más completa quizá, de cadencias más ricas, de efectos de color más curiosos, de orden arquitectónico más simple, de alguna cualidad estética, en fin.

Cuando Marsias fue «arrancado de la vaina de sus miembros» -dalla vagina delle memore sue, según una de las frases mas terribles, más a lo Tácito de Dante-, ya no tuvo más canto, decían los griegos. Apolo había salido vencedor. La lira había vencido a la caña. Pero quizá los griegos se equivocasen. Yo oigo en mucho del Arte moderno el grito de Marsias. Es amargo en Baudelaire, dulce y lamentoso en Lamartine, místico en Verlaine. Está en las resoluciones diferidas de la música de Chopin. Está en el descontento que ronda los rostros recurrentes de las mujeres de Burne Jones. Hasta Matthew Arnold, cuya canción de Calicles habla del «triunfo de la dulce lira persuasiva» y de la «final vic- toria famosa» con una nota tan clara de lírica belleza, hasta él, en ese fondo desasosegado de duda y angustia que ronda sus versos, tiene no poco de lo mismo. Ni Goethe ni Wordsworth pudieron sanarle, aunque a ambos los siguió por turno, y cuando quiere llo- rar por «Tirsis» o cantar al «Gitano Estudiante», es la caña lo que tiene que tomar para expresar su melodía. Pero, quedara o no en silencio el fauno frigio, yo no puedo. La expresión me es tan necesaria como la hoja y el capullo para las ramas negras de los árboles que se asoman sobre el muro de la cárcel y tanto se agitan en el viento. Entre mi arte y el mundo hay ahora un ancho abismo, pero entre el Arte y yo no hay ninguno. Espero, al menos, que no haya ninguno.

A cada uno de nosotros se le han adjudicado diferentes destinos. La libertad, el placer, las diversiones, una vida cómoda han sido tu parte, y no eres digno de ella. La mía ha sido de infamia pública, de largo encarcelamiento, de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco soy digno de ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que solía decir que creía poder soportar una tragedia de verdad si me llegara con manto de púrpura y la máscara de un dolor noble, pero que lo horrendo de la modernidad era que vestía la Tragedia de Comedia, de suerte que las grandes realidades parecían ordinarias o grotescas o faltas de estilo. Eso es muy cierto de la modernidad. Probablemente siempre ha sido cierto de la vida real. Se dice que todos los martirios han parecido mezquinos al espectador. El siglo diecinueve no es excepción a la regla general.

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido odioso, mezquino, repelente, falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace grotescos. Somos los fantoches del dolor. Somos payasos que tienen roto el corazón. Estamos especialmente ideados para excitar el sentido del humor. El 13 de noviembre de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde las dos hasta las dos y media de ese día tuve que estar en el andén central de Clapham Junction vestido de presi- diario y esposado, a la vista del mundo entero. Me habían sacado de la enfermería sin un momento para prepararme. Era el más grotesco de los objetos posibles. La gente al verme se reía. Con la llegada de cada tren aumentaba el público. Su regocijo no podía ser mayor. Pero eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo decían, se reían todavía más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia gris de noviembre, rodeado por una chusma que se burlaba de mí. Durante un año después de que me hicieran eso estuve llorando todos los días a la misma hora y por el mismo espacio de tiempo. Esto no es tan trágico como posiblemente te parezca. Para el que está en la cárcel, las lágrimas son parte de la experiencia de cada día. Un día en la cárcel en el que no se llore es un día en que el corazón está duro, no un día en que el corazón esté alegre.

Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir más pena por los que se reían que por mí. Claro está que cuando me vieron yo no estaba en mi pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que tener una naturaleza muy inimaginativa para interesarse por las personas sólo cuando están en el pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy irreal. Una picota es una realidad terrorífica. Deberían haber sabido también interpretar mejor el dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre Dolor. Aún más sensato sería decir que tras el dolor hay siempre un alma. Y burlarse de un alma dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser hermosas las vidas de quienes lo hagan. En la economía extrañamente simple del mundo, sólo se obtiene lo que se da, y a los que no tienen imaginación bastante para traspasar la mera cáscara de las cosas y apiadarse, ¿qué piedad puede dárseles sino la del desprecio?

Te he hecho esta relación de cómo me trasladaron aquí únicamente para que te des cuenta de lo duro que me ha resultado sacar otra cosa de mi castigo que amargura y desesperación. Pero tengo que hacerlo, y de vez en cuando tengo momentos de sumisión y aceptación. Toda la primavera puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo nido terrero de la alondra puede encerrar la dicha que ha de anunciar los pies de muchas auroras rosadas y rojas, y así también puede ser que la belleza de vida que aún quede para mí se contenga en un momento de rendirse, rebajarse y humillarse. Puedo, de cualquier manera, limitarme a seguir las líneas de mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha pasado hacerme digno de él.

Solía decirse de mí que era demasiado individualista. He de ser mucho más individualista que nunca. He de sacar mucho más de dentro de mí que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que nunca. La verdad es que mi ruina no brotó de una vida demasiado individualista, sino demasiado poco. La única acción afrentosa, imperdonable y para siempre despreciable de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a la Sociedad en busca de ayuda y protección contra tu padre. Semejante apelación contra cualquiera habría estado ya bastante mal desde el punto de vista individualista, pero ¿qué excusa podrá haber nunca para haberla hecho contra alguien de semejante naturaleza y aspecto?

Ni que decir tiene que, una vez que puse en marcha las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí, diciendo: «Hasta ahora has vivido desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes les pides protección? Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente a lo que has pedido». El resultado es que estoy en la cárcel. Y yo sentía amargamente la ironía y la ignominia de mi posición cuando en el curso de mis tres juicios, empezando por el del juzgado de guardia, veía a tu padre entrar y salir con la esperanza de atraer la atención pública, como si alguien pudiera dejar de observar o recordar el porte y vestimenta de mozo de cuadra, las piernas torcidas, las manos temblonas, el belfo colgante, la sonrisa bestial e imbécil. Incluso cuando no estaba, o no se le veía, sentía yo su presencia, y las espantosas paredes vacías del salón de justicia, hasta el aire, me parecían a veces cuajados de máscaras innumerables de aquella cara simiesca. Ciertamente no ha habido hombre que cayera de una manera tan innoble, y por obra de tan innobles instrumentos, como yo. No sé en qué parte de Dorian Gray digo que «todo cuidado es poco en la elección de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar que por un paria iba a acabar en paria yo mismo.

Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a la Sociedad, es una de las cosas que me hacen despreciarte tanto, que me hacen despreciarme tanto por haber cedido ante ti. El que no me apreciaras como artista era muy excusable. Era temperamental. No lo podías remediar. Pero podías haberme apreciado como Individualista. Para eso no hacía falta ninguna cultura. Pero no lo hiciste, y con eso pusiste el elemento de filisteísmo en una vida que había sido una protesta total contra él, y desde algunos puntos de vista una aniquilación total de él. El elemento filisteo de la vida no consiste en no entender el Arte. Hay gente encantadora, pescadores, pastores, labriegos, campesinos, personas así, que no saben nada del Arte y son la mismísima sal de la tierra. El filisteo es el que sostiene y secunda las fuerzas mecánicas, pesadas, lerdas y ciegas de la Sociedad, y que no reconoce la fuerza dinámica cuando la ve en un hombre o en un movimiento.

A la gente le pareció horrendo que yo hubiera invitado a cenar a las cosas malas de la vida, y encontrado placer en su compañía. Pero eran, desde el punto de vista con que yo, como artista de la vida, las miraba, enormemente sugestivas y estimulantes. Era como comer con panteras. En el peligro estaba la mitad de la emoción. Yo sentía lo que debe sentir el encantador de serpientes cuando incita a la cobra a salir de la tela pintada o el cesto de mimbre que la envuelve, y le hace abrir la capucha a una orden suya, y mecerse en el aire como se mece reposadamente una planta en el agua. Para mí eran serpientes doradas y brillantes. Su veneno era parte de su perfección. No sabía que cuando me hirieran sería al toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No me siento nada avergonzado de haberlas conocido. Eran intensamente interesantes. De lo que sí me avergüenzo es de la horrible atmósfera de filisteísmo en que tú me metiste. Yo era un artista para tratar con Ariel. Tú me hiciste forcejear con Calibán. En lugar de hacer cosas hermosas, coloridas, musicales como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado a mandarle a tu padre largas cartas de abogado y constreñido a apelar a aquello mismo contra lo que siempre protesté. Clibborn y Atkins eran maravillosos en su guerra infame contra la vida. Invitarlos era una aventura increíble. Dumas pére, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es asqueroso es el recuerdo de visitas interminables al abogado Humphreys en tu compañía, cuando a la luz siniestra y cegadora de un cuarto pelado nos sentábamos tú y yo muy serios a decirle mentiras serias a un hombre calvo, hasta que yo literalmente gemía y bostezaba de hastío. Ahí fue donde me encontré al cabo de dos años de amistad contigo, en el mismísimo centro de Filistia, lejos de todo lo hermoso, brillante, maravilloso, audaz. Al final tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid de la Respetabilidad en la conducta, el Puritanismo en la vida, y la Moralidad en el Arte. Voilá oú mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!»]

Y para mí lo curioso es que intentaras imitar a tu padre en sus principales características. No entiendo que fuera para ti un modelo cuando debería haber sido una advertencia, si no es porque siempre que entre dos personas hay odio, hay alguna clase de unión o hermandad. Supongo que, por alguna extraña ley de antipatía de los símiles, os aborrecíais, no porque en tantos puntos fuerais tan diferentes, sino por ser en algunos tan parecidos. En junio de 1893, cuando saliste de Oxford sin título y con deudas, en sí pequeñas pero considerables para un hombre de la renta de tu padre, él te escribió una carta muy vulgar, violenta e insultante. La carta con que tú le contestaste era peor en todos los sentidos, y naturalmente mucho menos excusable, y por consiguiente te enorgulleció mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con tu aire más fatuo que podías derrotar a tu padre «en su propio terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te burlabas de tu padre porque se retirase de la casa de tu primo donde vivía para escribirle cartas puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo mismo conmigo. Constantemente almorzabas conmigo en un restaurante público, te enfadabas o hacías una escena durante el almuerzo, y luego te retirabas al White's Club a escribirme una carta de lo más sucio. La única diferencia entre tu padre y tú era que tú, después de despacharme la carta por mensajero especial, te presentabas en mi piso unas horas más tarde, no para pedir disculpas, sino para saber si había encargado cena en el Savoy, y si no, por qué no. A veces llegabas incluso antes de que hubiera leído la carta ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me habías pedido que invitara a almorzar en el Café Royal a dos de tus amigos, a uno de los cuales no le había visto en la vida. Así lo hice, y a petición tuya encargué por adelantado un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo que se hizo llamar al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca de los vinos. En lugar de ir al almuerzo me mandaste al Café una carta insultante, calculada para que me llegase cuando ya llevábamos media hora esperándote. Yo leí la primera línea, vi de qué se trataba, y echándomela al bolsillo les expliqué a tus amigos que estabas súbitamente indispuesto, y que el resto de la carta se refería a tus síntomas. La verdad es que no la leí hasta la hora de vestirme para cenar en Tite Street aquella noche. Estaba en el medio de su cenagal, preguntándome con infinita tristeza cómo podías escribir cartas que eran verdaderamente como la baba y el espumarajo en labios de un epiléptico, cuando entró mi criado para decirme que estabas en el vestíbulo y empeñado en verme cinco minutos. Al punto ordené que subieras. Llegaste, reconozco que muy asustado y pálido, pidiéndome consejo y auxilio, porque te habían dicho que un enviado riel abogado Lumley había estado preguntando por ti en Cadogan Place, y temías estar amenazado por el lío de Oxford o algún peligro nuevo. Yo te tranquilicé; te dije, como así resultó ser, que probablemente no sería más que la factura de alguna tienda, y te dejé quedarte a cenar y pasar la velada conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre tu odiosa carta, ni yo tampoco. La traté simplemente como un síntoma desdichado de un temperamento desdichado. Jamás se aludió al tema. Escribirme una carta asquerosa a las dos y media y correr a mí en busca de ayuda y apoyo a las siete y cuarto de la misma tarde era en tu vida una cosa de lo más natural. Bien aventajaste a tu padre en esos hábitos, lo mismo que en otros. Cuando las cartas repugnantes que él te había escrito se leyeron en vista pública, él lógicamente sintió vergüenza y fingió que lloraba. Si sus propios abogados hubieran leído las que tú le enviaste, el horror y la repugnancia de todos los presentes habrían sido todavía mayores. Ni era sólo que en el estilo «le derrotases en su propio terreno», sino que en el modo de ataque le dabas quince y raya. Te valías del telegrama público y de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que esos modos de incordio se los podías haber dejado a gente como Alfred Wood, que tiene ahí su única fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que para él y los de su calaña era una profesión fue para ti un placer, y bien malo. Ni has abandonado tampoco la horrible costumbre de escribir cartas ofensivas después de todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y por ellas. Aún la cuentas entre tus habilidades, y la ejercitas con mis amigos, con quienes me han tratado bien en la cárcel, como Robert Sherard y otros. Debería darte vergüenza. Cuando Robert Sherard supo por mí que yo no quería que publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin cartas, deberías haberle estado agradecido por averiguar mis deseos al respecto, y evitar que sin querer me hicieras todavía más daño del que ya me habías hecho. Recuerda que una carta paternalista y filistea sobre «juego limpio» con «un hombre caído» está muy bien para un periódico inglés. Está en las viejas tradiciones del periodismo inglés en lo que respecta a su actitud hacia los artistas. Pero en Francia ese tono nos habría hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de desprecio. Yo no habría podido autorizar ningún artículo sin conocer su objetivo, tono, planteamiento y demás. En el arte las buenas intenciones no tienen el menor valor. Todo el arte malo ha nacido de buenas intenciones.

Ni es Robert Sherard el único de mis amigos al que has dirigido cartas amargas y virulentas porque quisieron consultar mis deseos y pareceres en asuntos que me concernían, la publicación de artículos sobre mí, la dedicatoria de tus versos, la entrega de mis cartas y regalos, etcétera. También a otros los has molestado o intentado molestar.

¿Se te ocurre alguna vez pensar en qué espantosa posición habría estado si durante estos dos años, durante mi espantosa condena, hubiera dependido de ti como amigo? ¿Alguna vez lo piensas? ¿Alguna vez sientes gratitud hacia quienes con bondad sin tasa, devoción sin límite, alegría y gozo de dar, han aligerado mi negra carga, me han visitado una y otra vez, me han escrito cartas bellas y solidarias, han gestionado mis asuntos por mí, han organizado para mí mi vida futura, han estado junto a mí frente a la maledicencia, el sarcasmo, la mofa descarada y hasta el insulto? Doy gracias a Dios todos los días por haberme dado otros amigos que tú. Todo se lo debo a ellos. Hasta los libros que hay en mi celda están pagados por Robbie con el dinero de sus gastos. De la misma fuente saldrá mi ropa cuando me liberen. No me da vergüenza aceptar lo que se me da con amor y afecto. Me enorgullece. Pero ¿piensas tú alguna vez en lo que han sido para mí amigos como More Adey, Robbie, Robert Sherard, Frank Harris y Arthur Clifton, en consuelo, ayuda, cariño, solidaridad y todas esas cosas? Me figuro que ni se te habrá pasado por la cabeza. Y sin embargo, si tuvieras algo de imaginación, sabrías que no hay una sola persona que me haya tratado bien en mi vida de presidio, hasta el vigilante que me da unos buenos días o unas buenas noches que no entran en sus obligaciones, hasta los policías vulgares que a su manera tosca y familiar pretendían confortarme en mis idas y venidas al Tribunal de Quiebras en condiciones de terrible angustia mental, hasta el pobre ladrón que, al reconocerme según hacíamos la ronda en el patio de Wandsworth, me susurró con esa ronca voz carcelaria que da el silencio largo y obligado: «Lo siento por usted: para la gente como usted es más duro que para la gente como nosotros»; no hay una sola, digo, que no debiera enorgullecerte que te dejara postrarte de rodillas y limpiarle el barro de los zapatos.
¿Tendrás la suficiente imaginación para ver qué espantosa tragedia fue para mí cruzarme con tu familia? ¿Qué tragedia habría sido para cualquiera que tuviera gran posición, gran nombre, algo importante que perder? Apenas hay una persona adulta en tu familia - con la excepción de Percy, que realmente es un buen hombre- que no haya contribuido de algún modo a mi ruina.

Te he hablado de tu madre con cierta amargura, y te aconsejo encarecidamente que le enseñes esta carta, por ti sobre todo. Si le resultara doloroso leer semejante acusación contra uno de sus hijos, que recuerde que mi madre, que intelectualmente está a la altura de Elizabeth Barrett Browning, e históricamente a la de Madame Roland, murió deshecha de pena porque el hijo de cuyo genio y arte había estado tan orgullosa, y en quien siempre había visto el digno continuador de un apellido distinguido, había sido condenado a dos años de trabajos forzados. Me preguntarás de qué manera contribuyó tu madre a mi destrucción. Te lo voy a decir. Así como tú te esforzaste en trasladarme todas tus responsabilidades inmorales, así tu madre se esforzó en trasladarme todas sus responsabilidades morales con respecto a ti. En vez de hablar de tu vida directamente contigo, como corresponde a una madre, siempre me escribió en privado con súplicas fervientes y temblorosas de que no te dijera que me escribía. Ya ves en qué posición me vi colocado entre tu madre y tú: tan falsa, tan absurda y tan trágica como la que ocupé entre tú y tu padre. En agosto de 1892, y el 8 de noviembre de ese mismo año, tuve dos largas entrevistas con tu madre acerca de ti. En ambas ocasiones le pregunté por qué no te hablaba a ti directamente En ambas ocasiones me respondió lo mismo: «Me da miedo: se pone furioso si se le dice algo». La primera vez te conocía tan por encima que no entendí lo que quería decir. La segunda vez te conocía tan bien que lo entendí perfectamente. (Durante el intervalo habías tenido un ataque de ictericia y el médico te había mandado una semana a Bournemouth, y me habías inducido a acompañarte porque no te gustaba estar solo.) Pero el primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente a su hijo. Si tu madre te hubiera hablado seriamente de los problemas en que te veía en julio de 1892 y te hubiera hecho sincerarte con ella, habría sido mucho mejor, y al final habríais quedado los dos mucho más contentos. Todas las comunicaciones furtivas y secretas conmigo estuvieron mal. ¿De qué servía que tu madre me mandase innumerables notitas, con la palabra «Privado» en el sobre, rogándome que no te invitara tantas veces a comer, y que note diera dinero, y acabando siempre con la ansiosa posdata: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito»? ¿Qué se podía conseguir con semejante correspondencia? ¿Esperaste tú alguna vez a que se te invitase a comer? Jamás. Hacías todas tus comidas conmigo como si tal cosa. Si yo protestaba, tú siempre tenías una observación: «Si no como contigo, ¿dónde voy a comer? No pretenderás que me vaya a comer a casa». Frente a eso no cabía respuesta. Y si yo me negaba en redondo a que comieras conmigo, siempre me amenazabas con hacer alguna tontería, y siempre la hacías. ¿Qué posible resultado podía seguirse de cartas como las que me enviaba tu madre, sino el que efectivamente se siguió, una necia y fatal traslación de la responsabilidad moral a mis hombros? De los diversos pormenores en que la debilidad y falta de coraje de tu madre fueron tan ruinosas para ella, para ti y para mí no quiero seguir hablando; pero ¿no es verdad que, cuando supo que tu padre iba a mi casa a hacer una escena asquerosa y desatar un escándalo público, pudo haber visto que se avecinaba una crisis seria y haber tomado algunas medidas serias para tratar de evitarla? Pero lo único que se le ocurrió fue mandar al astuto George Wyndham, con su lengua sutil, a proponerme ¿qué? ¡Que «te alejara poco a poco»! ¡Como si yo hubiera podido alejarte poco a poco! Había intentado poner fin a nuestra amistad de todas las formas posibles, llegando incluso a dejar Inglaterra y dar una dirección falsa en el extranjero con la esperanza de romper de un solo tajo un vínculo que me era ya irritante, odioso y ruinoso. ¿Tú crees que yo podía «alejarte poco a poco»? ¿Crees que eso habría satisfecho a tu padre? Sabes que no. Porque lo que tu padre quería no era la cesación de nuestra amistad, sino un escándalo público. Eso era lo que buscaba. Hacía años que no salía su nombre en los periódicos. Vio la oportunidad de aparecer ante el público británico en un papel totalmente nuevo, el de padre cariñoso. Su sentido del humor se picó. Si yo hubiera cortado mi amistad contigo se habría llevado una desilusión terrible, y la modesta notoriedad de un segundo proceso de divorcio, por repugnantes que fueran sus detalles y su origen, le habría dado consuelo. Porque lo que quería era popularidad, y posar de defensor de la pureza, como lo llaman, es, en el estado actual del público británico, la manera más segura de convertirse en figura heroica del momento. De este público he dicho yo en uno de mis dramas que es Calibán durante una mitad del año y Tartufo durante la otra, y tu padre, en quien puede decirse que ambos personajes se encarnaron, estaba de ese modo llamado a ser el representante idóneo del puritanismo en su forma agresiva y más característica. Ningún alejarte poco a poco habría servido de nada, suponiendo que hubiera sido factible. ¿No te parece ahora que lo único que debió hacer tu madre fue pedirme que fuera a verla, y en presencia de ti y de tu hermano decirme rotundamente que la amistad debía cesar desde ese punto y hora? Habría encontrado en mí el más caluroso apoyo, y estando Drumlanrig y yo en la habitación no habría tenido por qué temer hablarte. No lo hizo. Le daban miedo sus responsabilidades, y quiso trasladarlas a mí. Sí, me escribió una carta. Una carta breve, pidiéndome que no enviara la carta de abogado a tu padre advirtiéndole que debía desistir. Tenía toda la razón. Era ridículo que yo consultara abogados y buscara su protección. Pero anulaba cualquier efecto que su carta pudiera haber producido con su posdata habitual: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito».
Te hechizaba la idea de que yo también, como tú, le enviara cartas de abogado a tu padre. Fue sugerencia tuya. Yo no podía decirte que tu madre era muy contraria a esa idea, porque tu madre me había ligado con las promesas más solemnes de no hablarte nunca de las cartas que me escribía, y yo tontamente cumplí lo que le había prometido. ¿No ves que hizo mal en no hablarte a ti directamente? ¿Que todas las entrevistas conmigo en la escalera y la correspondencia por la puerta de atrás estuvieron mal? Nadie puede trasladar a otra persona sus responsabilidades. Siempre acaban volviendo a su legítimo dueño. Tu única idea de la vida, tu única filosofía, si alguna filosofía se te puede atribuir, era que todo lo que hicieras debía pagarlo otra persona: no quiero decir únicamente en el sentido financiero -eso no era más que la aplicación práctica de tu filosofía a la vida cotidiana-, sino en el sentido más amplio y más pleno de la responsabilidad transferida. Tú hiciste de eso tu credo. Salió muy bien mientras duró. Me obligaste a emprender la acción porque sabías que tu padre no atacaría tu vida ni te atacaría a ti de ninguna manera, y que yo defendería ambas cosas hasta el fin, y tomaría sobre mis hombros todo lo que se me echase. Tenías toda la razón. Tu padre y yo, cada uno, claro está, por distintos motivos, hicimos exactamente lo que esperabas. Pero no se sabe cómo, a pesar de todo, lo cierto es que no te has librado. La «teoría del niño Samuel», como podemos llamarla en aras de la brevedad, está muy bien por lo que hace al mundo en general. Podrá encontrar bastante desprecio en Londres, y algo de sarcasmo en Oxford, pero sólo porque en uno y otro lugar hay unas cuantas personas que te conocen, y porque en los dos has dejado huellas de tu paso. Fuera de un pequeño círculo de esas dos ciudades, el mundo te mira como al buen muchacho que casi se deja tentar al mal por el artista perverso e inmoral, pero que ha sido rescatado en el último momento por su padre bueno y amoroso. Queda muy bien. Pero tú sabes que no te has librado. No me refiero a una tonta pregunta hecha por un tonto jurado, que fue naturalmente tratada con desprecio por la Corona y por el juez. Eso no le importaba a nadie. Me refiero quizá principalmente a ti. A tus propios ojos, y algún día tendrás que pensar en tu conducta, no estás, no puedes estar del todo satisfecho de cómo han salido las cosas. Secretamente debes pensar en ti con bastante vergüenza. Una cara de piedra es cosa excelente para mostrar al mundo, pero de vez en cuando, cuando estés solo y sin público, tendrás, me figuro, que quitarte la máscara aunque sólo sea para respirar. Porque si no, realmente te asfixiarías.

(Continúa en ésta posterior)

domingo, 20 de febrero de 2011

De profundis (XII). Oscar Wilde

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Para mí una de las cosas de la historia que más hay que lamentar es que al renacimiento propio de Cristo, que había dado la catedral de Chartres, el ciclo de las leyendas artúricas, la vida de San Francisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia de Dante, no se le dejara desarrollarse por sus vías, sino que fuera interrumpido y estropeado por el espantoso Renacimiento clásico que nos dio a Petrarca, y los frescos de Rafael, y la arquitectura paladiana, y la tragedia formal francesa, y la catedral de San Pablo, y la poesía de Pope, y todo lo que está hecho desde fuera y con reglas muertas, y no brota de dentro a impulsos de un espíritu que lo informa. Pero dondequiera que haya un movimiento romántico en el Arte, allí de algún modo, y bajo alguna forma, está Cristo, o el alma de Cristo. Está en Romeo y Julieta, en el Cuento de invierno, en la poesía provenzal, en «El marinero de antaño», en «La Belle Dame sans Merci» y en la «Balada de la caridad» de Chatterton.

Le debemos las cosas y las personas más diversas. Los Miserables de Hugo, las Flores del Mal de Baudelaire, la nota de piedad de las novelas rusas, las vidrieras y tapicerías y obras cuatrocentistas de Burne Jones y Morris, Verlaine y los poemas de Verlaine, le pertenecen tanto como la Torre de Giotto, Lanzarote y Ginebra, Tannháuser, los turbados mármoles románticos de Miguel Angel, la arquitectura apuntada y el amor a los niños y a las flores: cosas ambas, por cierto, que tuvieron poco sitio en el arte clásico, apenas el suficiente para crecer o jugar, pero que desde el siglo doce hasta nuestros días vienen continuamente apareciendo en el arte, en distintos modos y en distintos tiempos, sin aviso y a capricho, como es propio de niños y de flores; así la primavera siempre nos parece como si las flores hubieran estado escondidas, y únicamente salieran al sol por miedo a que la gente adulta se cansara de buscarlas y abandonara la búsqueda, y la vida de un niño no es más que un día de abril en el que hay lluvia y sol para el narciso.

Y es lo imaginativo de la naturaleza del propio Cristo lo que hace de él ese centro palpitante del romance. Las figuras extrañas del drama poético y la balada están hechas por la imaginación de otros, pero de su propia imaginación enteramente se creó a sí mismo Jesús de Nazaret. El grito de Isaías realmente no tenía más que ver con su venida que el canto del ruiseñor tiene que ver con el orto de la luna; no más, aunque quizá no menos. El fue la negación tanto como la afirmación de la profecía. Por cada expectativa que cumplió, destruyó otra. En toda belleza, dice Bacon, hay «alguna extrañeza de proporción», y de los que han nacido del espíritu, esto es, de los que como él mismo son fuerzas dinámicas, Cristo dice que son como el viento que «sopla donde quiere y nadie sabe de dónde viene ni adónde va». Por eso es él tan fascinante para los artistas. Tiene todos los elementos cromáticos de la vida: misterio, extrañeza, patetismo, sugerencia, éxtasis, amor. Apela a la capacidad de asombro, y crea ese ánimo en cuya sola virtud puede ser comprendido.

Y para mí es un gozo recordar que si él es «todo él imaginación», el propio mundo es de la misma sustancia. Dije en Dorian Gray que los grandes pecados del mundo tienen lugar en el cerebro, pero es en el cerebro donde todo tiene lugar. Ahora sabemos que no vemos con los ojos ni oímos con los oídos. Ellos no son sino cauces de transmisión, adecuada o inadecuada, de las impresiones sensoriales. Es en el cerebro donde la amapola es roja, donde la manzana es aromática, donde canta la alondra.

Últimamente he estado estudiando los cuatro poemas en prosa sobre Cristo con cierta diligencia. En Navidad conseguí hacerme con un Testamento en griego, y cada mañana, después de limpiar mi celda y sacar brillo a mis latas, leo un poco de los Evangelios, una docena de versículos tomados al azar de cualquier parte. Es una manera deliciosa de empezar el día. Para ti, en tu vida turbulenta y desordenada, sería cosa excelente hacer lo mismo. Te haría un bien incalculable, y el griego es muy sencillo. La repetición interminable, a hora y a deshora, nos ha estropeado la naiveté, la frescura, el sencillo encanto romántico de los Evangelios. Los oímos leer demasiadas veces y demasiado mal, y toda repetición es antiespiritual.

Cuando se vuelve al griego es como salir de una casa angosta y oscura y entrar en un jardín de lirios.
Y para mí el placer se duplica al pensar que es extremadamente probable que tengamos los términos reales, los ipsissima verba, que empleó Cristo. Siempre se ha supuesto que Cristo hablaba en arameo. Hasta Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los campesinos de Galilea, como los campesinos irlandeses de nuestros días, eran bilingües, y que el griego era la lengua normal de uso en toda Palestina, lo mismo que en todo el mundo oriental. Nunca me gustó la idea de que sólo conociéramos las palabras de Cristo por la traducción de una traducción. Me deleita pensar que en lo referente a su conversación Cármides podría haberle escuchado, y Sócrates haber razonado con él, y Platón haberle entendido; que de verdad dijo έγώ єίμι ό ποιμήν ό χαλός [«Yo soy el buen pastor», Jn 10:11 y 141; que al pensar en los lirios del campo, y cómo ni se afanan ni hilan, su expresión absoluta fue χαταμέθετε τάχρίνα τοv αγρον πẃς αυξαάνεί ονχπιά ονδέ νηθει [«Considerad los lirios del campo, cómo crecen; ni se afanan ni hilan», Mt 6:281, y que su última palabra al clamar: «Mi vida ha sido completada, ha llegado a su cumplimiento, ha alcan- zado su perfección», fue exactamente la que San Juan nos dice que fue: τετέλεσται [«ha terminado», Jn 19:301: nada más.

Y mientras, al leer los Evangelios -particularmente el del propio San Juan, o quien fuera el gnóstico temprano que tomase su nombre y su manto-, veo esta continua afirmación de la imaginación como base de toda vida espiritual y material, veo también que para Cristo la imaginación no era sino una forma del Amor, y que para él el Amor era Señor en el más pleno sentido de la palabra. Hace unas seis semanas el médico me autorizó a comer pan blanco en vez del pan basto, negro o moreno, del rancho normal de la cárcel. Es una gran exquisitez. A ti te resultará extraño que un pan seco pueda ser una exquisitez para nadie. Yo te aseguro que para mí lo es tanto que al terminar cada comida me como cuidadosamente las migas que puedan quedar en mi plato de lata, o que hayan caído sobre la toalla áspera que se usa como mantel para no manchar la mesa; y no por hambre -ahora me dan de comer bastante y más-, sino simplemente por que no se desperdicie nada de lo que me dan. Así habría que mirar el amor.

Cristo, como todas las personalidades fascinantes, tenía la facultad no ya de decir él cosas hermosas, sino de hacer que otras personas le dijeran cosas hermosas a él; y a mí me encanta la historia que nos cuenta San Marcos de aquella mujer griega -la γυνή Έλληνίς- que, cuando queriendo probar su fe él le dijo que no le podía dar el pan de los hijos de Israel, le contestó que los perrillos -χυνάριχ, «perrillos» habría que traducir- que están debajo de la mesa comen de las migas que los hijos dejan caer. La mayoría de la gente vive para el amor y la admiración. Pero es de amor y admiración de lo que deberíamos vivir. Si algún amor se tiene con nosotros, deberíamos reconocer que somos totalmente indignos de él. Nadie es digno de ser amado. El hecho de que Dios ame al hombre demuestra que en el orden divino de las cosas ideales está escrito que se dé amor eterno a lo que es eternamente indigno. O, si esa frase te suena amarga, digamos que toda persona es digna de amor, salvo la que cree serlo. El amor es un sacramento que habría que recibir de rodillas, y el Domine, non sum dignus tendría que estar en los labios y en los corazones de quienes lo reciben. Desearía que a veces pensaras en eso. Te hace mucha falta.

Si alguna vez vuelvo a escribir, en el sentido de hacer obra artística, hay sólo dos temas sobre los cuales y mediante los cuales deseo expresarme: uno es «Cristo, como precursor del movimiento romántico en la vida»; el otro es «la vida artística considerada en su relación con la conducta». El primero es, sobra decirlo, de una fascinación intensa, pues en Cristo no veo sólo los elementos esenciales del tipo romántico supremo, sino también todos los accidentes, las obstinaciones incluso, del temperamento romántico. Fue la primera persona que dijo a los hombres que debían vivir como las flores. Él fijó la frase. Tomó a los niños como tipo de lo que los hombres debían intentar ser. Los puso como ejemplos a sus mayores, cosa que yo siempre he pensado que es la principal utilidad de los niños, si es que lo perfecto ha de tener alguna utilidad. Dante dice que el alma del hombre viene de la mano de Dios «llorando y riendo como una niña», y también Cristo veía que el alma de cada uno debía ser «a guisa di Janciulla, che piangendo e ridendo pargoleggia». Sentía que la vida era cambiante, fluida, activa, y que dejar que se estereotipase en una u otra forma era la muerte. Dijo que no había que tomar demasiado en serio los intereses materiales, comunes; que ser impráctico era una gran cosa; que no había que afanarse demasiado en los negocios. «Los pájaros no lo hacen, ¿por qué ha de hacerlo el hombre?» Es maravilloso cuando dice: «No penséis en el mañana. ¿No es el alma más que la comida? ¿No es el cuerpo mas que el vestido?». Un griego podría haber dicho la segunda frase. Está llena de sentimiento griego. Pero sólo Cristo pudo decir las dos, y así darnos la vida tan perfectamente compendiada.

Su moral es toda ella simpatía, como debería ser la moral. Aunque lo único que hubiera dicho fuera: «Sus pecados le son perdonados porque mucho amó», habría valido la pena morir por haber dicho eso. Su justicia es toda ella justicia poética, exactamente lo que debería ser la justicia. El mendigo va al cielo porque ha sido infeliz. No concibo mejor razón para que se le envíe allí. Los que trabajan una hora en la viña, al frescor de la tarde, reciben la misma recompensa que los que llevaban todo el día sudando a pleno sol. ¿Y por qué no? Probablemente nadie merecía nada. O acaso fueran personas de otro tipo. Cristo no tenía paciencia con los sistemas obtusos, mecánicos, maquinales, que tratan a las personas como si fueran cosas, y por lo tanto tratan igual a todas: como si hubiera en el mundo una persona, o una cosa si vamos a eso, igual que otra. Para él no había leyes; sólo había excepciones.

Eso, que es la tónica misma del arte romántico, era para él la base propia de la vida real. No veía otra base. Y cuando le llevaron a una mujer sorprendida en acto de pecado y le mostraron su sentencia escrita en la ley y le preguntaron qué había que hacer, él escribió con un dedo en el suelo como si no los oyera, y al cabo, cuando le apremiaron una vez y otra, alzó la vista y dijo: «Aquel de vosotros que nunca haya pecado, sea el primero que le tire la piedra». Valía la pena vivir para decir eso.

Como todas las naturalezas poéticas, amaba a los ignorantes. Sabía que en el alma de un ignorante siempre hay sitio para una gran idea. Pero no soportaba a los estúpidos, sobre todo a los estúpidos por educación: a los que están llenos de opiniones sin comprender ni una sola de ellas, que es un tipo peculiarmente moderno, y resumido por Cristo cuando lo describe como el tipo del que tiene la llave del conocimiento, no sabe usarla él y no deja que otros la usen, aunque con ella se pueda abrir la puerta del Reino de Dios. Su mayor guerra fue contra los filisteos. Ésa es la guerra que tiene que librar todo hijo de la luz. El filisteísmo era la marca de la época y la comunidad en que vivió. Por su lerda cerrazón a las ideas, su respetabilidad obtusa, su ortodoxia tediosa, su adoración del éxito vulgar, su total absorción en el lado materialista y grosero de la vida y su estimación ridícula de sí mismos y de su importancia, los judíos de Jerusalén en tiempos de Cristo eran la exacta réplica de los filisteos británicos en los nuestros. Cristo se burló de los «sepulcros blanqueados» de la respetabilidad, y fijó esa frase para siempre. Trató el éxito mundano como cosa absolutamente despreciable. No veía en él absolutamente nada. Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre. No quería ni oír de lo que fuera sacrificar la vida a un sistema de pensamiento o de conducta. Señalaba que las formas y ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y ceremonias. Tomó la observancia del sábado como tipo de las cosas por las que no hay que dar un ochavo. Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados formalismos tan queridos para la mentalidad de clase media, los denunció con desdén total e implacable. Para nosotros lo que se llama Ortodoxia es sólo una aquiescencia ininteligente y barata, pero para ellos, y en sus manos, era una tiranía terrible y paralizante. Cristo se la llevó por delante. Mostró que sólo el espíritu tenía valor. Le placía especialmente señalarles que a pesar de estar siempre leyendo la Ley y los Profetas no tenían realmente la menor idea de lo que quería decir ni lo uno ni lo otro. Frente a su afán de partir cada día en su rutina fija de deberes prescritos, lo mismo que hacían partes de la menta y la ruda, él predicó la enorme importancia de vivir completamente para el momento.

Aquellos a quienes salvó de sus pecados se salvan simplemente para momentos bellos de sus vidas. María Magdalena, cuando ve a Cristo, rompe el rico vaso de alabastro que le diera uno de sus siete amantes y derrama las especias aromáticas sobre sus pies polvorientos y cansados, y por ese solo momento estará sentada para siempre con Ruth y Beatriz en las frondas de la nívea Rosa del Paraíso. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante. Siendo el filisteísmo simplemente ese lado de la naturaleza del hombre que no está iluminado por la imaginación, él ve todas las influencias bellas de la vida como modos de Luz: la imaginación misma es la luz del mundo, τό φως τovχοσμον el mundo es hecho por ella, y sin embargo el mundo no la comprende; porque la imaginación no es sino una manifestación del Amor, y es el amor, y la capacidad para el amor, lo que distingue a un ser humano de otro.

Pero es al tratar con el Pecador cuando es mas romántico, en el sentido de más real. El mundo siempre había amado al Santo como lo más cercano posible a la perfección de Dios. Cristo, por un divino instinto que había en él, parece haber amado siempre al pecador como lo más cercano posible a la perfección del hombre. Su deseo primordial no era el de reformar a las personas, como no era su deseo primordial el de aliviar el sufrimiento. Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era su objetivo. Habría tenido poca estima por la Sociedad de Ayuda a los Presos y otros movimientos modernos de esa índole. La conversión de un publicano en fariseo no le habría parecido ninguna gran cosa. Pero de una manera aún no comprendida por el mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas, y modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son peligrosas. Que era el credo de Cristo no admite duda. Que sea el credo verdadero yo no lo dudo.

Claro está que el pecador ha de arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: «Ni los Dioses pueden alterar el pasado». Cristo mostró que el pecador más vulgar podía hacerlo. Que era justo lo que podía hacer. Cristo, si le hubieran preguntado, habría dicho -tengo la certeza absoluta- que en el momento en que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó el haber dilapidado su caudal con rameras, y luego guardado cerdos y hambreado por las algarrobas que comían, en episodios hermosos y santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá merezca la pena ir a la cárcel.

¡Hay algo tan único en Cristo! Claro está que, así como hay falsos amaneceres antes del amanecer, y días de invierno tan llenos de súbito sol que engañan al sabio croco y le hacen malbaratar su oro antes de tiempo, y hacen que algún pájaro tonto llame a su compañera para construir en ramas peladas, así también hubo cristianos antes de Cristo. Eso lo deberíamos agradecer. Lo desdichado es que no haya habido ninguno desde entonces. Hago una excepción, San Francisco de Asís. Pero es que Dios le había dado de nacimiento un alma de poeta, y él mismo de muy joven había tomado por esposa en bodas místicas a la Pobreza; y con alma de poeta y cuerpo de mendigo el camino de la perfección no le fue difícil. Comprendió a Cristo, y por eso vino a ser como él. No hace falta que el Liber Conformitatum nos diga que la vida de San Francisco fue la verdadera Imitatio Christi: un poema comparado con el cual el libro que lleva ese nombre no es más que prosa. De hecho ahí está el encanto de Cristo, a fin de cuentas. El es justamente como una obra de arte. No es que realmente enseñe nada, sino que por entrar en su presencia uno llega a ser algo. Y todos estamos predestinados a su presencia. Por lo menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo a Emaús.

En cuanto al otro tema, la relación de la vida artística con la conducta, sin duda te parecerá extraño que lo elija. La gente apunta a la prisión de Reading y dice: «Ahí es a donde conduce la vida artística». Pues podría conducir a sitios peores. Las personas más mecánicas, para quienes la vida es una especulación astuta dependiente de un cuidadoso cálculo de medios y recursos, saben siempre a dónde van, y van. Parten del deseo de ser el sacristán de la parroquia, y, cualquiera que sea la esfera en que estén situados, consiguen ser el sacristán de la parroquia y nada más. Un hombre cuyo deseo sea ser algo aparte de sí mismo, ser Miembro del Parlamento, o tendero próspero, o abogado eminente, o juez, o cualquier bobada semejante, de todas consigue ser lo que quiere ser. Ése es su castigo. El que quiera una máscara tiene que llevarla.

domingo, 6 de febrero de 2011

De profundis (XI). Oscar Wilde


Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo. A lo lejos, como una perla perfecta, se ve la ciudad de Dios. Es tan maravillosa que parece como si un niño pudiera alcanzarla en un día de verano. Y un niño podría. Pero para mí y los que son como yo es diferente. Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo. Es tan difícil mantener «las alturas que el alma es capaz de coronar». Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio por el Tiempo; y de cómo pasa de despacio el tiempo para los que estamos en la cárcel no hace falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y la desesperación que se te filtran en la celda, y en la celda del corazón, con una insistencia tan extraña que tiene uno, por así decirlo, que engalanar y barrer la casa para recibirlos como para un invitado inoportuno, o un amo acerbo, o un esclavo del cual fuera uno esclavo por suerte o por desgracia. Y, aunque en el presente te cueste creerlo, no por ello es menos cierto que para ti, que vives con libertad, comodidad y ocio, es más fácil aprender las lecciones de la Humildad que para mí, que empiezo el día hincándome de rodillas y fregando el suelo de mi celda. Porque la vida de presidio, con sus incontables privaciones y restricciones, te hace rebelde. Lo más terrible no es que te rompa el corazón -los corazones están hechos para romperse-, sino que te lo petrifica. A veces se tiene la impresión de que sólo con una frente de bronce y labios de desdén es posible llegar al final del día. Y el que está en estado de rebeldía no puede recibir la gracia, por emplear la frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con tanta razón, me atrevo a decir-; porque en la vida, como en el Arte, el estado de rebeldía cierra los cauces del alma, y no deja entrar los aires del cielo. Pero yo tengo que aprender esas lecciones aquí, si he de aprenderlas en alguna parte, y he de estar lleno de alegría si tengo puestos los pies en el buen camino y vuelto el rostro hacia «la puerta que se llama Hermosa», aunque pueda caerme muchas veces en el fango, y extraviarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me gusta a veces llamarla, por supuesto que no es ninguna vida nueva, sino sencillamente la continuación, por desarrollo y evolución, de mi vida anterior. Recuerdo, estando en Oxford, haberle dicho a uno de mis amigos -íbamos paseando por las veredas estrechas de Magdalena, pobladas de pájaros, una mañana de junio antes de mi graduación- que quería comer del fruto de todos los árboles del jardín del mundo, y que salía al mundo con esa pasión en mi alma. Y así fue, efectivamente, como salí, y así viví. Mi único error fue limitarme tan exclusivamente a los árboles de lo que me parecía ser el lado soleado del jardín, y esquivar el otro lado por su sombra y su oscuridad. El fracaso, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, las lágrimas incluso, las palabras truncas que salen de los labios del dolor, el remordimiento que hace caminar sobre espinas, la conciencia que condena, la humillación de uno mismo que castiga, la miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la angustia que escoge la arpillera por vestido y en su propia bebida pone hiel, todas ésas eran cosas que me daban miedo. Y como había resuelto no saber nada de ellas, me vi obligado a probarlas una tras otra, a nutrirme de ellas, a pasar un tiempo, de hecho, sin otro alimento. No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría sido limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y prefigurado en mi arte. Algo está en «El príncipe feliz»; algo en «El joven rey», sobre todo en el pasaje donde el obispo le dice al muchacho arrodillado: «El que hizo la desdicha, ¿no es mas sabio que tú?», una frase que cuando la escribí me pareció poco mas que una frase; mucho está oculto en la nota de Fatalidad que corre como un hilo de púrpura por el paño de oro de Dorian Cray; en «El crítico artista» está expuesto en muchos colores; en El alma del hombre está consignado con sencillez y en letras demasiado fáciles de leer; es uno de los estribillos cuyos motivos recurrentes hacen que Salomé se parezca tanto a una pieza musical y la traban como una balada; en el poema en prosa del hombre que del bronce de la imagen del «Placer que vive para un Momento» tiene que hacer la imagen del «Dolor que permanece para Siempre», está encarnado. No podría haber sido de otro modo. En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. El Arte es un símbolo, porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la realización última de la vida artística. Porque la vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su aceptación franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater pretende reconciliar la vida artística con la vida de la religión, en el sentido profundo, dulce y austero de la palabra. Pero Mario es poco más que un espectador: un espectador ideal, sí, y a quien le es dado «contemplar el espectáculo de la vida con emociones apropiadas», que es como Wordsworth define el verdadero objetivo del poeta; pero sólo un espectador, y quizá una pizca demasiado atento a la elegancia de las vasijas del Santuario para darse cuenta de que lo que contempla es el Santuario del Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en el alma del hombre que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mismo, y había tomado como tipos no sólo al pastor en el monte y el preso en su celda, sino también al pintor para quien el mundo es un desfile y el poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haberle dicho una vez a Ándré Gide, estando con él en un café de París, que la Metafísica tenía escaso interés real para mí y la Moral absolutamente ninguno, pero que no había nada de cuanto dijeron Platón o Cristo que no pudiera trasladarse inmediatamente a la esfera del Arte, y ahí encontrar su total cumplimiento. Era una generalización tan profunda como novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra esa unidad estrecha de personalidad y perfección que es lo que realmente distingue el Arte clásico del romántico y hace de Cristo el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la propia base de su naturaleza era la misma que la de la naturaleza del artista, una imaginación intensa y flamígera. Él realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. El comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. Ahora verás ¿verdad que sí? que cuando me escribiste en mi tribulación: «Cuando no estás en tu pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente», estabas tan lejos del verdadero temple del artista como de lo que Matthew Arnold llama «el secreto de Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que lo que le ocurra a otro te ocurre a ti, y si quieres una inscripción para leerla al alba y a la noche, y para el placer o para el dolor, escribe en la pared de tu casa con letras que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»; y si alguien te preguntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele que quiere decir «el corazón del Señor Jesucristo y el cerebro de Shakespeare».
Es cierto que el sitio de Cristo está con los poetas. Toda su concepción de la Humanidad brotaba directamente de la imaginación y sólo se puede realizar con ella. Lo que Dios era para el Panteísta era el hombre para él. Él fue el primero en concebir las razas divididas como una unidad. Antes había dioses y hombres. Él solo vio que en los montes de la vida no había más que Dios y Hombre, y, sintiendo a través del misticismo de la simpatía que en él se habían encarnado ambos, se llama a sí mismo Hijo del Uno o hijo del otro, según su talante. Más que ninguna otra persona histórica despierta en nosotros ese temple de asombro al que el Romance siempre apela. Para mí sigue habiendo algo casi increíble en la idea de un joven campesino de Galilea que imagina poder llevar sobre sus hombros la carga del mundo entero: todo lo que ya se había hecho y sufrido, y todo lo que quedaba por hacer y sufrir: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, y del que fue Emperador de Roma y Sacerdote del Sol; los sufrimientos de aquellos cuyo nombre es Legión y que tienen su morada entre los sepulcros, las nacionalidades oprimidas, los niños de las fábricas, los ladrones, los encarcelados, los proscritos, los que enmudecen bajo la opresión y cuyo silencio sólo lo oye Dios; y que no sólo lo imagina sino que lo logra, de suerte que en el momento presente todos los que entran en contacto con su personalidad, aunque quizá no se inclinen ante su altar ni se arrodillen ante su sacerdote, empero sienten de algún modo que la fealdad de sus pecados desaparece y la belleza de su dolor se les revela.
He dicho de él que su sitio está con los poetas. Es verdad. Shelley y Sófocles son de los suyos. Pero su vida entera también es el más maravilloso de los poemas. En «piedad y terror» no hay nada en todo el ciclo de la Tragedia Griega que la alcance. La absoluta pureza del protagonista eleva el plan entero a una altura de arte romántico del que los sufrimientos del «linaje de Tebas y de Penélope» quedan excluidos por su mismo horror, y demuestra cuánto erraba Aristóteles al decir en su tratado sobre el Drama que sería imposible soportar el espectáculo del dolor de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante, maestros severos de la ternura, ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas, ni en la totalidad del mito y la leyenda celtas, donde la galanura del mundo se muestra a través de una bruma de lágrimas y la vida de un hombre no es más que la vida de una flor, hay nada que en pura simplicidad de patetismo fundida y unida con sublimidad de efecto trágico pueda ni equipararse ni acercarse siquiera al último acto de la Pasión de Cristo. La parva cena con sus compañeros, de los cuales uno ya le había vendido a un precio; la angustia en el silencioso olivar bajo la luna; el falso amigo que se acerca para entregarle con un beso; el amigo que todavía creía en él, y en quien como sobre una roca había esperado edificar su Casa de Refugio para el Hombre, que le niega cuando el gallo grita al amanecer; su soledad absoluta, su sumisión, su aceptación de todo; y al lado de todo eso, escenas como el sumo sacerdote de la Ortodoxia que se rasga iracundo las vestiduras, y el Magistrado de la Justicia Civil que pide agua con la vana esperanza de limpiarse de esa mancha de sangre inocente que hace de él la figura escarlata de la Historia; la ceremonia de coronación del Dolor, una de las cosas más prodigiosas que haya en toda la crónica de los tiempos; la crucifixión del Inocente ante los ojos de su madre y del discípulo al que amaba; los soldados que se juegan sus ropas a los dados; la terrible muerte con que dio al mundo su símbolo más eterno; y su entierro final en el sepulcro del hombre rico, con el cuerpo envuelto en lino egipcio y especias y perfumes caros como si hubiera sido el hijo de un Rey: cuando se contempla todo eso desde el punto de vista del Arte solamente, no se puede por menos de agradecer que el oficio supremo de la Iglesia sea la representación de la tragedia sin el derramamiento de sangre, la presentación mística mediante diálogo y vestidura y gesto incluso de la Pasión de su Señor, y es siempre una fuente de placer y profundo respeto para mí recordar que la última supervivencia del Coro griego, por lo demás perdido para el arte, se encuentra en el acólito que responde al sacerdote en la Misa.
Y sin embargo la vida de Cristo -tan enteramente pueden Dolor y Belleza ser una sola cosa en su significado y manifestación- es realmente un idilio, aunque acabe con el velo del templo desgarrado, y las tinieblas cubriendo la faz de la tierra, y la piedra rodada a la puerta del sepulcro. Uno siempre piensa en él como un joven novio con sus compañeros, como de hecho él mismo se describe en una ocasión, o un pastor que se pierde por el valle con sus ovejas en busca de prado verde o arroyo fresco, o un cantor que con música intenta alzar los muros de la ciudad de Dios, o un amante para cuyo amor el mundo entero era pequeño. Sus milagros me parecen tan exquisitos como la llegada de la Primavera, e igual de naturales. No encuentro dificultad alguna en creer que fuera tal el encanto de su personalidad que su mera presencia pudiera poner paz en las almas angustiadas, y que los que tocaban su vestido o sus manos se olvidaran de sus dolores; o que, a su paso por el camino de la vida, gente que no había visto nada de los misterios de la vida los viera claramente, y otros que habían sido sordos a toda voz que no fuera la del Placer oyeran por vez primera la voz del Amor y la encontraran tan «musical como el laúd de Apolo»; o que las malas pasiones huyeran ante él, y hombres cuyas vidas embotadas sin imaginación no habían sido sino un modo de muerte se alzaran como del sepulcro a su llamada; o que, cuando enseñaba en la ladera, la multitud se olvidara de su hambre y su sed y los cuidados de este mundo, y que a los amigos que le escuchaban al sentarse a comer la comida grosera les pareciera delicada, y el agua supiera a buen vino, y la casa entera se llenara de la fragancia y la dulzura del nardo.
Renan, en su Vie deisus -ese gentil Quinto Evangelio, el Evangelio según Santo Tomás se le podría llamar-, dice no sé por dónde que el gran logro de Cristo fue hacerse tan amado después de su muerte como lo había sido en vida. Y ciertamente, si su lugar está con los poetas, es el cabeza de todos los amantes. Él vio que el amor era ese secreto perdido del mundo que los sabios venían buscando, y que únicamente a través del amor podía uno acercarse al corazón del leproso o a los pies de Dios.
Y, sobre todo, Cristo es el más supremo de los Individualistas. La humildad, como la aceptación artística de todas las experiencias, no es sino un modo de manifestación. Es el alma del hombre lo que Cristo anda buscando siempre. La llama «el Reino de Dios y la encuentra en toda persona. La compara con cosas pequeñas, con una semilla diminuta, con un puñado de levadura, con una perla. Porque sólo realiza uno su alma desprendiéndose de todas las pasiones ajenas, de toda la cultura adquirida, y de todas las posesiones exteriores, sean buenas o malas.
Yo aguanté frente a todo con cierta testarudez de la voluntad y mucha rebelión de la naturaleza hasta que no me quedó nada en el mundo más que Cyril. Había perdido mi nombre, mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi hacienda. Era un preso y un indigente. Pero aún me quedaba una sola cosa hermosa, mi hijo mayor. De improviso la ley me lo quitó. Fue un golpe tan atroz que no supe qué hacer, así que me tiré de rodillas, y agaché la cabeza, y lloré y dije: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: no soy digno de ninguno de los dos». Ese momento pareció salvarme. Entonces vi que lo único que había para mí era aceptarlo todo. Desde entonces -por curioso que esto sin duda te resulte- he sido más feliz.
Era, por supuesto, mi alma en su esencia última lo que había alcanzado. De muchas maneras yo había sido su enemigo, pero me la encontré esperándome como amiga. Cuando se entra en contacto con ella, el alma le hace a uno sencillo como un niño, como dijo Cristo que había que ser. Es trágico que tan pocas personas «posean su alma» antes de morir. «Nada hay más infrecuente en todo hombre», dice Emerson, «que un acto que sea propiamente suyo». Es totalmente cierto. La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son las opiniones de otro, su vida un remedo, sus pasiones una cita. Cristo no fue sólo el Individualista supremo, sino el primero de la Historia. Se ha querido hacer de él un vulgar Filántropo, como los espantosos filántropos del siglo diecinueve, o se le ha colocado como Altruista al lado de los acientíficos y los sentimentales. Pero en realidad no fue ni lo uno ni lo otro. Tiene compasión, naturalmente, de los pobres, de los que están encerrados en las cárceles, de los humildes, de los desdichados, pero tiene mucha más compasión de los ricos, de los hedonistas duros, de los que dilapidan su libertad en hacerse esclavos de las cosas, de los que visten telas suaves y viven en las casas de los reyes. La Riqueza y el Placer le parecían tragedias realmente mayores que la Pobreza y el Dolor. Y en cuanto al Altruismo, ¿quién supo mejor que él que es la vocación y no la volición lo que nos determina, y que no se pueden recoger uvas de los espinos ni higos de los cardos?
Vivir para los demás como objetivo concreto y deliberado no fue su credo. No fue la base de su credo. Cuando dice: « Perdonad a vuestros enemigos», no lo dice por el bien del enemigo sino por el bien de uno mismo, y porque el Amor es más bello que el Odio. Cuando ruega al joven al que amó con verle: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres», no es en el estado de los pobres en lo que está pensando, sino en el alma del joven, el alma gentil que la riqueza estaba desfigurando. En su visión de la vida coincide con el artista que sabe que por la ley inevitable del propio perfeccionamiento el poeta ha de cantar, y el escultor pensar en bronce, y el pintor hacer del mundo espejo de sus estados de ánimo, tan seguro y tan cierto como que el majuelo ha de florecer en primavera, y el trigo llamear de oro al tiempo de la siega, y la Luna en sus ordenadas andanzas cambiar de escudo en hoz y de hoz en escudo.
Pero aunque Cristo no dijera a los hombres: «Vivid para los demás», señaló que no había diferencia real entre las vidas de los demás y la vida propia. De esta forma dio al hombre una personalidad extendida, de titán. Desde su venida, la historia de cada individuo es, o se puede hacer, la historia del mundo. Claro está que la Cultura ha intensificado la personalidad del hombre. El Arte nos ha hecho mentalmente multitudes. Quienes poseen el temperamento artístico van al destierro con Dante y aprenden cuán salado es el pan de otros y cuán empinadas sus escaleras; captan por un momento la serenidad y la calma de Goethe, pero saben muy bien por qué Baudelaire gritó a Dios:

O Seigneur, donnez-moi la force et le courage De contempler mon corps et mon suer sans dégoût.
[Señor, dame valor y fortaleza / para contemplar mi cuerpo y mi corazón sin asco.]

De los sonetos de Shakespeare extraen, quizá para su daño, el secreto de su amor y se lo apropian; miran con ojos nuevos a la vida moderna porque han escuchado un nocturno de Chopin, o manejado cosas griegas, o leído la historia de la pasión de un hombre muerto por una mujer muerta cuyos cabellos eran como hilos de oro fino y cuya boca era una granada. Pero la simpatía del temperamento artístico va necesariamente a lo que ha hallado expresión. En palabras o en color, en música o en mármol, tras las máscaras pintadas de un drama de Esquilo o por las cañas horadadas y unidas de un pastor siciliano tienen que haberse revelado el hombre y su mensaje.
Para el artista, la expresión es el único modo de concebir la vida. Para él lo mudo está muerto. Pero para Cristo no era así. Con una imaginación tan ancha y tan prodigiosa que casi espanta, él tomó por reino suyo el mundo entero de lo que no se expresa, el mundo sin voz de la pena, y se hizo su portavoz eterno. A ésos de los que he hablado, los que enmudecen bajo la opresión y «cuyo silencio sólo lo oye Dios», los escogió por hermanos. Quiso ser ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de los que tenían la lengua atada. Su deseo fue ser, para los incontables que no habían encontrado palabra, una trompeta con que llamar al Cielo. Y sintiendo, con la naturaleza artística de alguien para quien el Dolor y el Sufrimiento eran modos de realizar su concepción de lo Bello, que una idea no tiene ningún valor hasta que se encarna y se hace imagen, él hace de sí mismo la imagen del Varón de Dolores, y como tal ha fascinado y dominado el Arte como ningún dios griego lo consiguió jamás.
Porque los dioses griegos, a pesar del blanco y rojo de sus miembros hermosos y ligeros, no eran realmente lo que parecían. El curvo sobrecejo de Apolo era como el orbe del sol creciente sobre un monte al amanecer, y sus pies eran como las alas de la mañana, pero él había sido cruel con Marsias y había dejado a Niobe sin hijos; en los acerados escudos de los ojos de Palas no había habido piedad para Aracne; Hera no tuvo en verdad más cosa noble que su pompa y sus pavones, y el propio Padre de los Dioses había sido demasiado aficionado a las hijas de los hombres. Las dos figuras hondas y sugestivas de la mitología griega fueron, para la religión, Deméter, una diosa de la tierra, no del número de los Olímpicos, y para el arte Dionisos, hijo de una mujer mortal para quien el momento de alumbrarle fue también el momento de morir.
Pero la Vida misma, de su más modesta y humilde esfera, dio alguien mucho más maravilloso que la madre de Proserpina o el hijo de Sémele. Del taller de carpintero de Nazaret había salido una personalidad infinitamente mayor que cuantas hicieran el mito o la leyenda, y, cosa extraña, destinada a revelar al mundo el significado místico del vino y la belleza real de los lirios del campo como nadie, ni en el Citerón ni en Enna, lo había hecho nunca.
El canto de Isaías, «Es despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores y sabedor de la aflicción: y nos ocultamos el rostro ante él», le pareció una prefiguración de sí mismo, y en él la profecía se cumplió. No hemos de tener miedo de una frase como ésa. Cada obra de arte es el cumplimiento de una profecía. Porque cada obra de arte es la conversión de una idea en imagen. Cada ser humano debe ser el cumplimiento de una profecía. Porque cada ser humano debe ser la realización de un ideal, o en la mente de Dios o en la mente del hombre. Cristo halló el tipo, y lo fijó, y el sueño de un poeta virgiliano, en Jerusalén o en Babilonia, dentro de la larga marcha de los siglos se hizo carne en él a quien el mundo estaba esperando. «Tenía el semblante más desfigurado que el de ningún hombre, y su forma más que los hijos de los hombres», son algunos de los signos que advierte Isaías como distintivos del nuevo ideal, y, tan pronto como el Arte entendió lo que se significaba, se abrió como una flor en la presencia de uno en quien la verdad en el Arte se desplegó como jamás hasta entonces. Pues ¿no es la verdad en el Arte, como he dicho, «aquello en que lo exterior se hace expresivo de lo interior; el alma encarnada, y el cuerpo movido por el espíritu; aquello en que la Forma revela»?

domingo, 23 de enero de 2011

De profundis (X). Oscar Wilde

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Claro que sé que desde un punto de vista las cosas se me harán más cuesta arriba que a otros; así ha de ser, por la propia naturaleza del caso. Los pobres ladrones y proscritos que están encarcelados aquí conmigo son en muchos aspectos más afortunados que yo. El caminito de gris ciudad o verde campo que vio su pecado es pequeño; para encontrar a quienes no sepan nada de lo que han hecho no tienen que ir más allá de lo que vuela un pájaro entre el crepúsculo del alba y el alba misma; pero para mí «el mundo se ha reducido a la anchura de una mano», y dondequiera que vaya mi nombre está escrito con plomo sobre las peñas. Porque yo no he venido de la oscuridad a la notoriedad momentánea del delito, sino de una especie de eternidad de fama a una especie de eternidad de infamia, y a veces a mí mismo me parece haber demostrado, si hacía falta demostrarlo, que de lo famoso a lo infame no hay más que un paso, si lo hay.
Aun así, en el propio hecho de que la gente me haya de reconocer allí donde vaya, y saberlo todo de mi vida en lo que ha tenido de desvarío, distingo algo bueno para mí. Me impondrá la necesidad de volver a afirmarme como artista, y tan pronto como me sea posible. Si soy capaz de hacer siquiera otra obra de arte hermosa podré quitarle a la malicia su veneno, y a la cobardía su mofa, y arrancar de raíz la lengua del escarnio. Y si la vida es, como sin duda lo es, un problema para mí, también yo soy un problema para la Vida. La gente ha de adoptar una actitud hacia mí, y con ello juzgarse y juzgarme. No es necesario que diga que no hablo de personas concretas. Los únicos con los que me interesaría estar son los artistas y las personas que han sufrido: los que saben lo que es la Belleza, y los que saben lo que es el Dolor; nadie más me interesa. Ni le planteo exigencias a la Vida. En todo lo que he dicho me preocupa únicamente mi actitud mental hacia la vida en su totalidad; y siento que no avergonzarme de haber sido castigado es una de las primeras metas que tengo que alcanzar, para mi propia perfección, y por lo imperfecto que soy.
Después tengo que aprender a ser feliz. En otro tiempo lo supe, o creí saberlo, por instinto. En otro tiempo mi corazón estaba siempre en primavera. Mi temperamento era hermano de la dicha. Yo llenaba mi vida de placer hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino. Ahora estoy afrontando la vida desde una óptica completamente nueva, y hasta lo que es imaginar la felicidad me resulta a menudo extremadamente difícil. Recuerdo que en mi primer curso de Oxford leí en el Renacimiento de Pater -ese libro que ha tenido una influencia tan extraña sobre mi vida- que Dante coloca en las bajuras del Infierno a los que viven empecinados en la tristeza; y me fui a la biblioteca del colegio y miré el pasaje de la Divina Comedia donde bajo la ciénaga terrible yacen los que estuvieron «tristes en el aire dulce», repitiendo para siempre en sus suspiros:

Tristi fummo nell' aer dolce che dal sol s'allegra.
[Tristes estuvimos / en el aire dulce que con el sol se alegra.]

Yo sabía que la Iglesia condenaba la accidia, pero la idea toda me parecía muy fantástica, el tipo de pecado, me dije, que inventa un sacerdote que no sabe nada de la vida real. Ni entendía tampoco que Dante, que dice que «el dolor nos recasa con Dios», pudiera ser tan duro con los enamorados de la melancolía, si verdaderamente los hubiera. No tenía ni idea de que un día ésa iba a ser una de las mayores tentaciones de mi vida.
Mientras estuve en la prisión de Wandsworth anhelaba morir. Era mi único deseo. Cuando tras dos meses en la enfermería me trasladaron aquí, y vi que poco a poco iba mejorando mi salud física, me puse rabioso. Decidí suicidarme el mismo día que saliera de la cárcel. Al cabo de un tiempo ese mal ánimo pasó, y resolví vivir, pero vestido de tinieblas como un Rey se viste de púrpura: no volver a sonreír; convertir toda casa donde entrara en casa de duelo; hacer a mis amigos caminar despacio y tristes conmigo; enseñarles que la melancolía es el verdadero secreto de la vida; lisiarlos con un dolor ajeno; desfigurarlos con mi pena. Ahora pienso de otro modo muy distinto. Veo que sería desagradecido y malo si cuando mis amigos vienen a verme pusiera una cara tan larga que ellos tuvieran que ponerla más larga aún para solidarizarse; o, si quisiera recibirlos, invitarlos a sentarse en silencio a comer hierbas amargas y asados funerarios. Tengo que aprender a estar alegre y contento.
En las dos últimas ocasiones en que se me permitió ver aquí a mis amigos traté de estar lo más alegre posible, y manifestar mi alegría para compensarlos siquiera levemente por la molestia de haber hecho todo el viaje desde Londres para visitarme. Es una compensación pequeña, lo sé, pero estoy seguro de que es la que más les agrada. El sábado hará una semana que vi a Robbie durante una hora, y traté de dar la expresión más completa posible del deleite que realmente me producía nuestro encuentro. Y que, en los principios y las ideas que aquí me estoy forjando, voy bien encaminado, me lo demuestra el hecho de que es ahora cuando, por primera vez desde mi encarcelamiento, tengo un verdadero deseo de vivir.
Es tanto lo que me queda por hacer, que me parecería una terrible tragedia morir antes de haber podido completar siquiera una pequeña parte. Veo nuevos caminos en el Arte y en la Vida, cada uno de los cuales es un modo inédito de perfección. Anhelo vivir para poder explorar lo que para mí es nada menos que un mundo nuevo. ¿Quieres saber qué es ese mundo nuevo? Creo que te lo puedes imaginar. Es el mundo en el que vivo hace algún tiempo.
El dolor, pues, y todo lo que enseña, es mi mundo nuevo. Yo vivía enteramente para el placer. Rehuía el dolor y el sufrimiento de cualquier clase. Los detestaba. Estaba resuelto a no verlos en lo posible, es decir, a tratarlos como modos de imperfección. No eran parte de mi plan de vida. No tenían sitio en mi filosofía. Mi madre, que conocía la vida como un todo, solía citarme a menudo los versos de Goethe, escritos por Carlyle en un libro que le había regalado años atrás, y traducidos, me figuro, también por él:

Who never ate his bread in sorrow, Who never spent the midnight hours Weeping and waiting for the morrow, He knows you not, ye Heavenly Powers.
[El que nunca comió su pan con dolor, / el que nunca pasó las horas de la medianoche / llorando y esperando a la mañana, / ése no os conoce, Potencias Celestiales.]

Eran los versos que aquella noble Reina de Prusia, a quien Napoleón trató con tan grosera brutalidad, citaba en su humillación y exilio; eran versos que mi madre citaba a menudo en las tribulaciones de sus últimos años; yo me negaba en rotundo a aceptar o admitir la enorme verdad oculta en ellos. No la podía entender. Recuerdo muy bien que le decía que yo no quería comer mi pan con dolor, ni pasar ninguna noche llorando y esperando despierto un amanecer más amargo. No tenía yo ni idea de que era una de las cosas especiales que los Hados me tenían reservadas; que durante un año entero de mi vida, realmente, iba a hacer poco más. Pero es así como se me ha adjudicado mi parte; y durante los últimos meses, tras terribles luchas y dificultades, he podido comprender algunas de las lecciones que se ocultan en el corazón de la pena. Los clérigos, y la gente que usa frases sin sabiduría, hablan a veces del sufrimiento como un misterio. La verdad es que es una revelación. Se descubren cosas que uno nunca había descubierto. La historia entera se ve desde otra óptica. Lo que sobre el Arte se había sentido oscuramente por instinto, se comprende intelectual y emocionalmente con perfecta claridad de visión y absoluta intensidad de aprehensión.
Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte. Lo que el artista va siempre buscando es ese modo de existencia en el que alma y cuerpo son una unidad indivisible; en el que lo exterior es expresivo de lo interior; en el que la Forma revela. De tales modos de existencia hay no pocos: la juventud y las artes atentas a la juventud pueden servirnos de modelo en un momento; en otro quizá pensemos que, por su sutileza y sensibilidad de impresión, su sugerencia de un espíritu que habita en las cosas externas y se reviste de tierra y aire, de bruma y ciudad por igual, y por la mórbida simpatía de sus estados, y tonos y colores, el arte del paisaje moderno está realizando para nosotros pictóricamente lo que los griegos realizaron con tal perfección plástica. La música, en la que todo contenido está absorbido en la expresión y no se puede separar de ella, es un ejemplo complejo, y una flor o un niño son un ejemplo simple de lo que quiero decir: pero el Dolor es el tipo acabado, lo mismo en la vida que en el Arte.
Tras la Alegría y la Risa puede haber un temperamento grosero, duro y encallecido. Pero tras el Dolor siempre hay Dolor. La Pena, a diferencia del Placer, no lleva máscara. La verdad en el Arte no es ninguna correspondencia entre la idea esencial y la existencia accidental; no es la semejanza de figura y sombra, ni de la forma reflejada en el cristal y la forma misma; no es ningún Eco que baje de la oquedad de un monte, como no es el pozo de agua de plata en el valle que muestra la Luna a la Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el Arte es la unidad de la cosa consigo misma; lo exterior hecho expresivo de lo interior; el alma encarnada; el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no hay verdad comparable al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me parece ser la única verdad. Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista o del apetito, hechas para cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el Dolor se han construido mundos, y en el nacimiento de un niño o de una estrella hay dolor.
Más que eso: hay en torno al Dolor una intensa, una extraordinaria realidad. He dicho de mí que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. No hay un solo hombre desdichado de los que están conmigo en este lugar desdichado que no esté en relaciones simbólicas con el secreto mismo de la vida. Porque el secreto de la vida es el sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás de todo. Cuando empezamos a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros, y lo amargo es tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer, y aspiramos no ya a «alimentarnos de miel un mes o dos», sino a no probar otro alimento en todos nuestros años, ignorantes de que mientras tanto podemos estar realmente matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este tema con una de las personalidades mas hermosas de cuantas he conocido: una mujer, cuya simpatía y noble bondad hacia mí antes y después de la tragedia de mi encarcelamiento sería imposible describir; que verdaderamente me ha ayudado, aunque ella no lo sabe, a soportar el peso de mis males más que nadie en el mundo; y todo por el mero hecho de su existencia: por ser lo que es, en parte un ideal y en parte una influencia, una sugerencia de lo que uno podría llegar a ser y a la vez una ayuda real para llegar a serlo, un alma que embalsama el aire común y hace parecer lo espiritual tan natural y sencillo como la luz del sol o el mar, una persona para quien la Belleza y el Dolor caminan de la mano y tienen el mismo mensaje. En la ocasión que ahora tengo presente recuerdo nítidamente haberle dicho que en una sola callejuela de Londres había sufrimiento bastante para demostrar que Dios no amaba al hombre, y que dondequiera que hubiera dolor, aunque sólo fuera el de un niño en un jardincillo llorando por una falta que hubiese o no cometido, la entera faz de la creación quedaba desfigurada por completo. Estaba totalmente equivocado. Ella me lo dijo, pero yo no la podía creer. No estaba en la esfera en donde se alcanza esa convicción. Ahora me parece que el Amor de alguna clase es la única explicación posible de la extraordinaria cantidad de sufrimiento que hay en el mundo. No concibo otra explicación. Estoy convencido de que no la hay, y de que si, como he dicho, se han construido mundos con el Dolor, ha sido por las manos del Amor, porque de ninguna otra manera podía el Alma del hombre para quien se han hecho los mundos alcanzar la plena estatura de su perfección. Placer para el cuerpo hermoso, pero Dolor para el Alma hermosa.

martes, 11 de enero de 2011

De profundis (IX). Oscar Wilde

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Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mundo, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su propia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que quería, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecencias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mirada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embotado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza. Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facultad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos quitan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu silencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta para poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantarse todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros.
Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruinado a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación inmisericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo había hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de consecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sen- saciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Llevo en la cárcel casi dos años. De mi naturaleza ha brotado la desesperación salvaje; un abandono al dolor que era penoso de ver; ira terrible e impotente; amargura y despre- cio; angustia que lloraba a gritos; tormento que no encontraba voz; tristeza muda. He pasado por todos los modos posibles del sufrimiento. Mejor que el propio Wordsworth sé lo que Wordsworth quería decir cuando escribió:

Suffering is permanent, obscure, and dark And has the nature of Infinity.
[El sufrimiento es permanente, oscuro y tenebroso, / y posee el carácter de la Infinitud.]

Pero, aunque a veces me regocijara en la idea de que mis sufrimientos fueran interminables, no podía soportar que no tuvieran sentido. Ahora encuentro escondido en mi naturaleza algo que me dice que no hay nada en el mundo que carezca de sentido, y el sufrimiento menos que nada. Ese algo escondido en mi naturaleza, como un tesoro en un campo, es la Humildad.
Es lo último que me queda, y lo mejor: el descubrimiento final al que he llegado; el punto de partida de un nuevo derrotero. Me ha venido de dentro de mí mismo, y por eso sé que ha venido cuando debía. No podría haber venido ni antes ni después. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría rechazado. Si me lo hubieran traído lo habría rehusado. Como yo lo encontré, quiero conservarlo. Tengo que conservarlo. Es la única cosa que contiene los elementos de la vida, de una nueva vida, de una Vita Nuova para mí. De todas las cosas es la más extraña. No se la puede dar, ni nos la puede dar otro. No se puede adquirir si no es cediendo todo lo que uno tiene. Únicamente cuando ha perdido todas las cosas sabe uno que la posee.
Ahora que me doy cuenta de lo que hay dentro de mí, veo con toda claridad lo que ten-go que hacer, lo que de hecho debo hacer. Y cuando empleo una expresión así, no hace falta que te diga que no estoy aludiendo a ninguna sanción o mandato exteriores. No admito ninguno. Soy mucho mas individualista que nunca. Nada me parece del menor valor salvo lo que uno saca de sí mismo. Mi naturaleza está buscando un modo nuevo de autorrealización. Eso es lo único que me interesa. Y lo primero que tengo que hacer es librarme de cualquier posible acritud de sentimiento hacia ti.
Estoy completamente sin dinero, y absolutamente sin hogar. Pero hay en el mundo cosas peores. Con toda franqueza te digo que antes que salir de esta prisión con amargura en el corazón contra ti o contra el mundo, iría contento y alegre mendigando el pan de puerta en puerta. Si no me dieran nada en la casa del rico, algo me darían en la del pobre. Los que tienen mucho son con frecuencia avarientos. Los que tienen poco siempre comparten. No me importaría nada dormir en la hierba fresca en el verano, y cuando entrase el invierno cobijarme al calor de la niara apretada, o bajo el saledizo de un granero, mientras tuviera amor en mi corazón. Las exterioridades de la vida me parecen ahora carentes de importancia. Ya ves a qué intensidad de individualismo he llegado, o más bien estoy llegando, porque el viaje es largo, y «donde yo pongo el pie hay espinas».
Por supuesto que sé que no me tocará pedir limosna por los caminos, y que si alguna vez me tiendo a la noche en la hierba verde será para escribir sonetos a la Luna. Cuando salga de la cárcel, Robbie me estará esperando al otro lado del portón de hierro, y él es el símbolo no sólo de su propio afecto, sino del afecto de muchos más. Creo que en cualquier caso tendré bastante para ir tirando durante año y medio, de modo que, si no puedo escribir libros hermosos, podré al menos leer libros hermosos, y ¿cabe alegría mayor? Después espero poder recrear mi facultad creadora. Pero si las cosas fueran distintas; si no me quedara un amigo en el mundo; si no hubiera una sola casa abierta para mí siquiera por compasión; si tuviera que aceptar el zurrón y el capote raído de la pura indigencia; mientras me viera libre de resentimiento, dureza y acritud podría afrontar la vida con mucha más calma y confianza que si mi cuerpo vistiera de púrpura y lino fino, y dentro el alma estuviera enferma de odio. Y realmente no voy a tener dificultad para perdonarte. Pero para que sea un placer para mí es preciso que tú sientas que lo quieres. Cuando realmente lo quieras lo encontrarás esperándote.
No es preciso que te diga que mi tarea no termina ahí. En ese caso sería comparativamente fácil. Es mucho más lo que me aguarda. Tengo montes mucho más escarpados que subir, valles mucho más oscuros que cruzar. Y todo lo he de sacar de mí mismo. Ni la Religión, ni la Moral, ni la Razón me pueden ayudar.
La Moral no me ayuda. Yo nací antinomista. Soy de ésos que están hechos para las excepciones, no para las leyes. Pero aunque veo que no hay nada malo en lo que uno hace, veo que hay algo malo en lo que uno llega a ser. Está bien haberlo aprendido.
La Religión no me ayuda. La fe que otros ponen en lo que no se ve, yo la pongo en lo que se puede tocar y mirar. Mis Dioses moran en templos hechos con manos, y dentro del círculo de la experiencia real se perfecciona y completa mi credo: acaso se complete demasiado, porque como muchos o todos los que han puesto su Cielo en esta tierra, he hallado en él no solo la hermosura del Cielo, sino también el horror del Infierno. Cuando pienso en la Religión, pienso que me gustaría fundar una orden para los que no creen: la Cofradía de los Huérfanos se podría llamar, y allí, en un altar sin ninguna vela encendida, un sacerdote, en cuyo corazón la paz no tuviera asilo, podría celebrar con pan sin bendecir y un cáliz vacío de vino. Todo para ser verdad ha de hacerse religión. Y el agnosticismo debe tener su ritual lo mismo que la fe. Ha sembrado sus mártires, debería cosechar sus santos, y alabar a Dios todos los días por haberse ocultado a los ojos de los hombres. Pero, ya sea fe o agnosticismo, no puede ser nada exterior a mí. Sus símbolos los tengo que crear yo. Sólo es espiritual lo que hace su propia forma. Si no encuentro su secreto dentro de mí, nunca lo encontraré. Si no lo tengo ya, no vendrá a mí jamás.
La Razón no me ayuda. Me dice que las leyes por las que se me condena son leyes equivocadas e injustas, y que el sistema por el que he padecido es un sistema equivocado e injusto. Pero, de algún modo, tengo que hacer que ambas cosas sean justas y acertadas para mí. Y exactamente como en el Arte lo único que interesa es lo que determinada cosa es para uno en determinado momento, así también en la evolución ética del carácter. Yo tengo que hacer que todo lo que me ha ocurrido sea bueno para mí. La cama de tabla, la comida asquerosa, las duras sogas que hay que deshacer en estopa hasta que las yemas de los dedos se acorchan de dolor, los menesteres serviles con que empieza y termina cada día, las órdenes brutales que parecen inseparables de la rutina, el espantoso traje que hace grotesco el dolor, el silencio, la soledad, la vergüenza: todas y cada una de esas cosas las tengo que transformar en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba tratar de convertir en espiritualización del alma.
Quiero llegar a poder decir, con toda sencillez, sin afectación, que los dos grandes puntos de inflexión de mi vida fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la sociedad me mandó a la cárcel. No diré que sea lo mejor que me podría haber ocurrido, porque esa frase sabría a amargura excesiva conmigo mismo. Preferiría decir, o que se dijera de mí, que fui tan hijo de mi época que en mi contumacia, y por esa contumacia, convertí las cosas buenas de mi vida en mal, y las cosas malas de mi vida en bien. Pero poco importa lo que yo diga o digan los demás. Lo importante, lo que tengo ante mí, lo que tengo que hacer si no quiero estar durante el breve resto de mis días lisiado, desfigurado e incompleto, es absorber en mi naturaleza todo lo que se me ha hecho, hacerlo parte de mí, aceptarlo sin queja, ni miedo, ni renuencia. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.
Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me aconsejaron que intentara olvidarme de quién era. Fue un consejo ruinoso. Sólo dándome cuenta de lo que soy he encontrado consuelo de algún tipo. Ahora otros me aconsejan que cuando salga intente olvidar que alguna vez estuve encarcelado. Sé que eso sería igualmente fatal. Significaría estar siempre obsesionado por una sensación intolerable de ignominia, y que esas cosas que están hechas para mí como para todos los demás -la belleza del sol y de la luna, el desfile de las estaciones, la música del amanecer y el silencio de las grandes noches, la lluvia que cae entre las hojas o el rocío que se encarama a la hierba y la baña de plata-, se contaminarían todas para mí, y perderían su poder de curar y su poder de comunicar alegría. Rechazar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del Alma. Pues así como el cuerpo absorbe cosas de todas clases, cosas vulgares y sucias no menos que las que el sacerdote o una visión ha purificado, y las convierte en fuerza o velocidad, en el juego de bellos músculos y el modelado de carne hermosa, en las curvas y colores del pelo, de los labios, del ojo; así el Alma, a su vez, tiene también sus funciones nutritivas, y puede transformar en estados de pensamiento nobles, y pasiones de alto valor, lo que en sí es bajo, cruel y degradante: más aún, puede encontrar en eso sus modos mas augustos de afirmación, y a menudo alcanzar su revelación más perfecta mediante aquello que iba orientado a profanar o a destruir.
El hecho de haber sido preso común de un presidio común yo lo tengo que aceptar francamente, y, por curioso que pueda parecerte, una de las cosas que tendré que aprender yo solo será a no avergonzarme de él. Debo aceptarlo como un castigo, y, si uno se avergüenza de haber sido castigado, el castigo no le habrá servido de nada. Por supuesto que hay muchas cosas por las que se me condenó que yo no había hecho, pero también hay muchas cosas por las que se me condenó que había hecho, y un número todavía mayor de cosas en mi vida de las que nunca fui inculpado siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en esta carta, que los dioses son extraños y nos castigan tanto por lo que hay de bueno y humano en nosotros como por lo que hay de malo y perverso, debo aceptar el hecho de que a uno se le castiga por el bien lo mismo que por el mal que hace. No me cabe duda de que está en razón que así sea. Es algo que ayuda, o debería ayudar, a com- prender ambas cosas, y a no envanecerse demasiado de ninguna de las dos. Y si yo entonces no me avergüenzo de mi castigo, como espero no avergonzarme, podré pensar y moverme y vivir con libertad.
Muchos hombres excarcelados sacan consigo la prisión al aire, la ocultan como una infamia secreta en el corazón, y al cabo, como pobres cosas envenenadas, se arrastran a morir en un rincón. Es penoso que tengan que hacerlo, y es malo, muy malo, que la Sociedad los obligue a hacerlo. La Sociedad se arroga el derecho de infligir castigos atroces al individuo, pero también tiene el vicio supremo de la superficialidad, y no alcanza a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el castigo del hombre termina, la Sociedad le deja a sus recursos: es decir, le abandona en el preciso momento en que empieza su deber más alto para con él. La verdad es que se avergüenza de sus propias acciones, y rehúye a aquellos a los que ha castigado, como se rehúye a un acreedor al que no se puede pagar, o a aquel a quien se ha hecho un mal irreparable e irremisible. Yo por mi parte sostengo que, si yo comprendo lo que he sufrido, la Sociedad debe comprender lo que me ha infligido, y que no debe haber ni amargura ni odio por ninguna de las partes.

(Continuará en esta posterior)
 
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