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viernes, 23 de septiembre de 2011

Corona perpetua (Yo también soy Troy Davis)

Hoy me resulta imprescindible hablar antes del poema. Lo escribí hará una semana. Entonces ni había oído hablar de Troy Davis, la persona que ayer fue ejecutada por una democracia occidental líder en la garantía legal de otras libertades y a la que en alguna ocasión llego a admirar por muy antiyanqui que fuera en mi juventud.
A veces pienso que sólo precisamente la juventud de ese país propicia que en su sistema legal encontremos la frescura de algunos de sus mecanismos políticos y de convivencia, algo que a la vieja Europa le está vedado, tal vez por cansancio de historia de sus propios habitantes, una especie de conciencia colectiva que provoca su apatía ante determinadas injusticias del hombre sobre el hombre. Como cuando una persona ya anciana, cansada de luchar en esta vida, se decanta por regalar chucherías a sus nietos en vez de esforzarse en educarlos en sus hábitos alimenticios... algo así, aunque el ejemplo parezca insulso.
Pero es esa misma juventud la que favorece  la ceguera y el descontrol ante sus impulsos más instintivos. La condena a muerte es la mayor salvajada persistente en este mundo. Da igual que la persona convicta haya matado a cien  personas que que sea inocente, como en el caso de Troy Davis parece. El estado se erige en controlador de la vida humana, en matador. El estado no son los políticos. El estado es tan sólo un ente. El estado somos todos. El estado no tiene conciencia. Que la posea tan sólo depende de sus votantes en una democracia, de la conciencia de cada individuo.
Si cada uno de estos individuos adquiriera la conciencia de que, como cualquier máquina, sus resortes pueden estropearse en cualquier momento, no admitiría dar el poder sobre la vida humana. Porque vida humana somos todos, y si hoy se ejecuta por asesinar, mañana con un cambio de ley se puede ejecutar por, cualquier ejemplo vale,  fumar, saltarse un límite velocidad o dar de mamar a tu hijo.
Son múltiples los argumentos contra la muerte como condena legal, todos los conocemos, pero quiero incidir sólo en ese. Todos los demás me parecen prescindibles, demasiado egoístas, enjuiciadores.
Sí, da igual que Troy Davis fuera inocente que no. A su familia no le dará igual, a él tampoco le dio, como a ningún familiar de víctima de un crimen le puede resultar indiferente que otra persona le arrebate la vida de un ser querido.
Lo importante es que una máquina ha matado, con nuestro permiso, a un semejante.
Se demuestra la cobardía del ser humano. Delega y legaliza, INSTITUYE, un impulso particular, privado, íntimo, negativo que yo al menos comprendo, eliminar, hacer daño a quien te lo hace, en otro y en otro tipo de "sujeto". Comprendo que un ser humano mate, entra dentro de nuestra naturaleza, seres vivos somos. No me da miedo esa posibilidad, la misma que existe para que yo misma pudiera hacerlo, pues ser humano soy. Si uno sólo es capaz, estoy segura de que yo también lo soy. Asimilando nuestros vicios más negativos podemos pelear por ir reconvirtiéndolos en algo positivo, alejar el impulso por dañar al semejante. 
Pero que una máquina legal cuente con nuestro permiso para hacerlo, ME ATERRA. Esto no querré asimilarlo nunca.
Yo también soy Troy Davis.



Corona perpetua

La culpa la tienen las beatas
ocasiones en que tú y yo
coincidimos perdidos en el tumulto
del vecindario.
Se alimentó de nuestros adioses,
tan constantes como aclimatados
a la sordina del viento
que resuena correteando
por las esquinas.
Recuerdan cantos bellos
sobre la alfombra mullida
a la luz de un fuego prometeico.
Perdimos el ronzal,
pero aún me alimentan
tus lametones sobre mi piel.
Las mareas cantan hojas del verano
que salpican mi rostro
y el otoño rezuma bienvenidas.

Vivo al otro lado del mundo
a donde las barcazas llegan
cargados sus lomos sumergidos,
hélices hundidas en el légamo.
Vacíos encontrarán sus bujes,
sus tablas de madera, deformadas.
No hay nadie en la exacta línea
azul celeste del horizonte.

Quejaos cuanto queráis.
Con precisa cirugía
el escalpelo de mi uña
os silbará siempre al oído:
no me vais a robar lo único
que evitó el refrito de mi carne
en la eléctrica cocinilla,
esa de cuatro patas
con corona de luces.

Sofía Serra, 15 de septiembre de 2011
 
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