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domingo, 17 de octubre de 2010

Armarios de poeta

Supongo que sí, que debo sentirme feliz porque la poesía que escribo haya sido traspasada a un papel que nace con posibilidades públicas como es el de un libro.

Y supongo también que sí, que debo sentirme feliz porque a partir de ese hecho, pueda organizar un recital, lo que implica que, número arriba, número abajo, esa poesía pueda trascender a otros oídos en un ambiente, sobre todo, de, si conocida o no es lo de menos, si aliñada o no por expectativas de acierto y por tanto beneficio en forma de palabras buenas, más o menos armónicamente dispuestas, no es lo de menos, pero para la cuestión a la que voy sí, de agradabilidad, y si no distendido, sí tensionado por cuerdas tan distintas a los alambres de púas que adornaron la primera exposición pública de la poesía que voy escribiendo.

Esta reflexión me ha sobrevenido al contemplarme rebuscando en el armario pensando en la ropa que voy a llevarme para los dos días que estaré en Madrid. Mi ropero lo contemplo como un exquisito cajón de sastre con el que unas veces me entran ganas de hacer una candela y otras hacerle una fotografía. Mi ropero se compone en un 99% de ropas, uno, regaladas (la mayoría por mis queridas hermanas,  sobrinas y madre), dos, con más años que yo, tres, prendas cosidas por la que suscribe hace unos quince años, cuatro, ropa comprada en los bazares chinos y cinco, un uno por ciento de trapos adquirido en alguna rebaja de Zara. Apenas "visto", al menos, para la calle, porque la mayor parte del tiempo del día ando enredada entre esto y las tareas de la casa. Apenas vestía, al menos para la ciudad, cuando vivía en el campo. Mis casas no son cárceles, pero siempre “aparezco” a ojos vista como encerrada. Nada más lejos de la realidad. Creo sinceramente que me he dedicado a escribir, a hacer fotografía, a leer, a coser, y a la casa por no tener que enfrentarme diariamente con la pregunta que, salten cascos protectores, más atormenta mi existencia. Ella es, para regocijo de filósofos la escribo: ¿Qué me pongo?
Se me deshacen las meninges sólo presentir que asoma a mis neuronas.
Y cuando del todo llega, me descerebro.
Dejo de funcionar como ser humano, y hasta, creo, como cosa.
Me convierto en la nada con patas y brazos.
En ese sentido, la poesía o simplemente pensar en la transcendencia del ser según Heidegger se me antoja como las actividades más relajantes a las que mi mente puede dedicarse.

No conozco nada más complejo para mí que elegir "vestuario", tal vez por eso acostumbro a ir desnuda por los aires.

Pues bien, como iba diciendo, supongo que sí, es así, me siento feliz por la oportunidad que la pobre (pobre porque procuro tratarla con cariño) de mi poesía va a tener de arremeter, entristecer o alegrar en público.

La única vez que lo hizo  fue en un lugar tan alejado, se supone, de un ambiente propicio para ella como es la sala de un juzgado sevillano. Eso sí, cumplió su cometido como palabra, y como poesía. Sirvió la pobre mía, de nuevo mi pobre y "angelical" poesía, para demostrar mi inocencia (salten cascos protectores de nuevo) ante una señora jueza vestida con toga y todo. Hacía unos cinco años que había escrito mi primer poemario, "Asesinos de almas", y hacía, no recuerdo bien, tal vez dos o tres meses, o puede ser que seis, que tras cinco años, había logrado enfrentarme al miedo, pánico, terror más bien, que me produjo la acción de un salvaje (no por ingenuo ni incivilizado, sino por todo lo contrario) sobre mi vida, y, por tanto, la de mi familia. Entonces, armada de mi poderosísima arma que es el conocimiento de la lengua escrita, conseguí hilar tres o cuatros frases en lenguaje discursivo, es decir, entendible por el común de los mortales, para, una vez impresas, entregárselas en mano al susodicho. En ellas, cuidadosamente seleccionadas usando para ello como ya digo, mi  conocimiento del lenguaje escrito, sólo le decía lo que según mis ojos ERA. Simplemente un asesino de almas.

El buen muchacho no se hallaba en el lugar que se le suponía, así que me limité a dejar tres o cuatro folios con las mismas frases en su: 1, despacho, 2, oficina general, 3, muelle de descarga.

Inmediatamente, es decir, al cabo de poco tiempo (a veces el sistema judicial español adquiere velocidad supersónica, sólo a veces) me encontré con una denuncia por insultos y amenazas.

Acompañada de mi familia y de nuestro abogado (al que aún no le hemos pagado un duro; él es otro "poeta", un abogado de más de 60 años, con caché de integridad en el ambiente jurídico sevillano que trabaja para "nuestro caso" por amor al “arte”), acudí a tan, para mí, tensísima cita. El abogado de la otra, parte, quiso convertir el pequeño juicio por faltas en uno por delito, lo que motivó la  bronca por parte de la jueza, con el consiguiente regocijo (no por mi parte, que yo en ese momento tan sólo estaba para temblar no ya de miedo, no, sino de perplejidad, y llorar, por todas la emociones removidas y la contemplación del panorama que dibuja la estulticia humana) y alucine de los que acompañaban a la parte acusada. Da pena, y produce dolor, que hasta en personas con titulación ex-profeso y ad-hoc y, se supone formadas en su oficio, exista la ignorancia de las propias herramientas que debe utilizar en su quehacer. Hubo la jueza de recordarle que es en primero de Derecho donde se enseña, y por tanto se debe estudiar, es decir, asimilar, comprender, que si un caso ha sido presentado bajo la tipificación de tal modo de transgresión de la norma, resulta ilegal y desde luego ilegítimo que sobre la marcha se intente cambiar su categoría. Es como si te acusan por robar un coche, y durante el juicio, al abogado de la otra parte se le ocurre acusarte de genocidio, o de, simplemente, préstamo ilícito. Así, sin exageraciones. De manual, vaya.

Bien, el caso es que, aunque ya ganado, por manifiesta incompetencia de la otra parte, mi abogado alegó unas palabras en mi defensa, las mismas que yo minutos antes le había sugerido. Que no había insultado, puesto que la palabra “asesino” iba post-cedida de un claro y explícito “de almas" y que la expresión en sí misma componía un consabido recurso literario que se caracteriza por usar la contradicción (partiendo del común acervo cultural, cierto o no, común) como arma para intentar hacer llevar la mente del que lee más allá, es decir, "meta-forar", o sea, y explicando, como las almas son inmortales, no pueden existir los asesinos de almas, así que la acusada no lo llamaba nada, y por lo tanto, no podía insultarlo, y que como prueba de esto aportaba el poemario que la acusada había escrito nada más ser consciente del fatal efecto que la acción del, repito, salvaje, había traído a su/sus vidas, y que había titulado con esas palabras: Asesinos de almas, tal como el texto que había aportado, probaba.

A la vez que él hablaba contemplé cómo la jueza se dedicaba a pasar los folios de mi poemario, uno, dos tres…cuatro…así hasta ocho, ¡puedo jurarlo!, deteniéndose, gafas en ristre, ¡a leer!, en algunas de ellas.
Creo que por fin el aire entró en mis pulmones tras más de cinco años de casi al borde de la cianosis.
A continuación me hizo la consabida pregunta, ésa que cuando “te” la hacen en las películas, al menos a mí me entran ganas de que el tiempo se haga eterno, la de "¿desea la acusada decir algo?” Contesté que sí, como podía porque lloraba, levemente sólo, porque yo cuando tiemblo, lloro, no importa si de alegría o de dolor, y entonces, dije la verdad, que cuando alguien me hace daño, no solía usar la violencia física ni amenazar, que desde que tengo uso de razón sólo me recordaba con un impulso para satisfacer una necesidad de reparación ante una injusticia cometida, contra mí u otros es lo de menos (abogada de pleitos pobres me llamaban siempre en mi familia) y que ese impulso era el de decir. Decir a la persona que exactamente había hecho daño, y explicarle las consecuencias de sus actos, o sea, intentar abrirle la cabeza con las únicas armas en las que creo, las que proporciona el don de la palabra en el ser humano, ya que inútilmente me ha perseguido también siempre la creencia de que el que hace daño a sus semejantes lo hace por ignorancia e inconsciencia. Solventándolas, el bien adquiere lugar.

Evidentemente, me absolvieron.
Y evidentemente en ese momento me sentí poeta.
Y evidentemente en ese momento atisbé un motivo privado para el por qué siempre había creído en las palabras de Gabriel Celaya, “la poesía es un arma de futuro”.
Cuando escribí ese poemario estaba inundada de dolor, pero también, como consecuencia del mismo, de pánico. Esas palabras poéticas, me habían ayudado, no a superarlo, sino a marchamar el hecho de haberlo superado enfrentándome con ellas a quien a partir de entonces en los juzgados, si no oficialmente, sí humanamente, se puede contemplar como verdugo, tal como fue la realidad, y no como víctima.

La poesía es subversión, porque en este orden de las cosas que vivimos, y la mayoría de las veces consentimos, ayuda al ser humano, a la especie humana a poner lo que está abajo, arriba,  a desvelar, a revelar, a restablecer el orden natural de las mismas, y cuando digo natural, simplemente quiero decir, justo, más allá de leyes y normas autoimpuestas por nosotros mismos.

Así que sí, hoy sí lo percibo, me siento muy feliz por poder tener la oportunidad de recitar en público; por mí, no sé bien, que yo como siempre temblaré, pero por la poesía que escribo, la pobre mía, sí. En uno de sus versos de hace escaso tiempo dice: … “como prueba de judicatura". Ahora, quizás a partir del recital en Los diablos azules el día 28, algún verso que salga seguro que podrá decir, “como prueba de cultura”.

Y para mí la cultura es una fiesta humana. Porque cultura significa “cuido”, y para cuidar no hay más que en primer lugar, conocer.

En este mismo instante asumo muy a mi pesar  que no me queda ya más remedio que seguir comiéndome el coco para intentar obtener respuesta a la pregunta que menos me gusta de la vida: ¿qué me pongo, oh mundo?, ¡¿qué me pongo?!

Sofía Serra, 17 de octubre de 2010

jueves, 2 de julio de 2009

Autorretratos: las ataguías en el ser de Poeta (microensayo teórico-artístico ilustrado)






Difícil resulta encontrar alguna variante de la expresión creativa del ser humano en la que el ejercicio del autorretrato no tenga lugar, por no decir imposible, pues partiendo de la base de que toda actividad creativa transita por el íntimo lugar del yo creativo, la evidencia de éste en cualquiera de las manifestaciones será proclamada, unas veces más asequiblemente por lo que comúnmente podemos entender como observadores de la realidad artística, otras con mayor dificultad.

Pero si, a pesar de todo, este hecho resulta casi una tautología por su propia idiosincrasia, no resulta menos cierto que la actividad del autorretrato como expresión ad hoc como variante creativa encuentra lugar señalado en las producciones del variopinto mundo del ser como autor. Se podrían nombrar tantas como número de autores existentes desde que la realidad creativa del ser humano pasó a ser hecho tangible, desde la probable primera impresión de manos manchadas con los tintes naturales observadas en las paredes de las cuevas prehistóricas, pasando por la tan amplísima gama que nos ofrecen la evolución de las artes figurativas en las artes occidentales, sin despreciar por ello cualquier otro ejemplo en las artes orientales, que aunque menos numerosas, posiblemente por el mismo carácter que el concepto del hecho artístico posee en aquellas culturales, no por ello han dejado de estar presentes como una manifestación de la propia individualidad del ser creativo.

En la literatura, tanto en poemas como en el ejercicio de la autobiografía, en las artes figurativas, los más famosos o conocidos por su transcendencia mediática de sus ilustres creadores, más llamativas sobre todo en el periodo conocido como Barroco de la cultura occidental, e incluso en la contemporaneidad, obteniendo el resultado de la inclusión del propio director de cine (las archiconocidas apariciones de Hitchcock en sus filmes), el ejercicio del autorretrato nos habla de la necesidad del propio autor de llegar a formar parte de esa realidad que él crea o, más ilustrativamente hablando, recrea.

Si partimos de la base de que el hecho creativo asimila al concepto de ser humano con lo más parecido a la acción de un demiurgo en la manifestación de un mundo observable (ordena y dispone, crea aun partiendo de su propio mundo del que forma parte para obtener “otro” que conforma el creado como obra de arte) o, expresándonos más claramente, su actividad es la más parecida a ojos humanos al trabajo realizado por un ser divino (un dios) desde el mismo momento que desde su inteligencia predispone las habilidades necesarias para la re-interpretación del mundo real, y con ello, la comúnmente entendida como creación de mundos o realidades más o menos inexistentes en la realidad inmanente, se comprende la necesidad absoluta del paso por el hecho del autorretrato como proclamación de esa contradicción interna que el ser creativo anida dentro de sí. No es dios, pero crea, es ser humano, cohabita y forma parte de la realidad formada por todos ( y para los creyentes en algún tipo de Dios creador, de la realidad de todos creada por el mismo dios), de tal forma que la función del autorretrato se convierte en el resorte a través del cual el propio autor concita la propia contradicción de su actividad con la de ser ser humano posiblemente “creado” como todos.

Él, que observa, contempla y recrea, pasa obligadamente (por ser ser humano) por la necesidad de poder autocontemplarse formando porción de esa misma realidad de la que parte para sus creaciones, así como por la misma de verse incluido en esa misma realidad creativa que sale de sus manos.

Probablemente el ejercicio autoidentificativo del autorretrato, sincrónico en cuanto a la producción creativa, no es más que el exponente principal de esa tópicamente conocida como soledad del creador, mediante la cual, si como ser creador, conlleva la plasmación feliz en obra de una realidad recreada, como ser humano, deja al mismo autor fuera de ella misma. Comporta una especie de marginación, unas veces conscientemente deseada, pero la mayoría, presente necesariamente más allá de los propios deseos humanos del ser creativo, que mediante el autorretrato puede llegar a ser asimilada como hecho natural por el propio ser autor, y de esta forma contemplarse como un ser humano más, sin por ello establecerse como exento de sutiles pautas determinadoras de su labor, superando de esta forma esa mal llamada especie de locura inherente a toda actividad que para desarrollarse implica el desdoblamiento del ser natural que la produce. No deja de hallarse inmerso en la propia obra escenificada, vida, pero a su vez, debe lograr extraerse de ella misma para poder visualizarla como espectador a fin de absorber íntegramente lo que como creador le corresponde.

Resulta tal vez el autorretrato en las artes figurativas el más relevante descriptiva y explicativamente hablando de todo lo anteriormente expuesto, y conforme la evolución de las técnicas en las actividades creativas, el realizado mediante la fotografía, y más concretamente mediante el proceso digital, el que mejor, al menos contemporáneamente hablando, sirve de ejemplo a este camino que intento describir.

En el caso de la autora, y como explicación a posteriori del hecho fraseal del autorretrato, el ejercicio del mismo ha servido para construir el puente visual, tangible para el propio ser creativo, entre la realidad común del ser humano que transita normalmente por la existencia y el ser humano que adquiere conciencia de creador. Existe un abismo que se abre a los pies de todo ser que, presintiendo, ya sea por deseo expreso, ya sea por realidad que se le va imponiendo sin que voluntariamente haya sido deseada, su posible ser creativo, se encuentra con la inmanencia del mismo. Una diatriba inconsciente entre el hecho de pre- sentirse recreador o creador y el peligro de no llegar a serlo, y en este caso la ejecutoria del autorretrato expone a las claras el ejercicio reflexivo semi-inconsciente que el propio autor realiza. Ese puente es el que constituye la salvaguarda del ser poeta como ser humano, y viceversa. Sin él, la distinción medida y necesaria tanto para una actividad como para la otra y para la consecución de la propia sinergia que, desde mi punto de vista, es la que favorece el hecho de la creación, la actividad creativa, la “poiesis”, no sería posible integral y verdaderamente entendida.

El poeta “aparece” cuando el yo del mismo deja de hablar para conseguir hacer hablar al mundo a través de él. Por eso es tan necesario la construcción de ese puente, un vado por el que el ser natural del ser humano poeta puede transitar libremente sin peligro de perder conciencia sobre lo que hace, es decir, ser ser humano poeta.

La firmeza, la cimentada construcción de ese puente, un puente que atraviesa las variadas corrientes del río de la vida y el mundo externo al yo personal y al yo creativo, necesita de unas especiales ataguías que, a la vez que suscriban su fortaleza, permitan, como a través de un filtro, la entrada de ese agua que fluye constante entre los pilares que lo sostienen. Ese ejercicio resulta tan difícil como arriesgado. El cauce de ese río, arcilloso, pedregoso, ancho o profundo y, sobre todo, variable porque precisamente es el resultado del devenir de ese caudaloso río y las fuerzas de sus aguas, indica al autor que la construcción de esas ataguías debe ser realizada con la plenitud de conocimientos e inteligencia, que tal vez, inconscientemente, posee el autor.

En el caso de la que suscribe, la construcción de esas ataguías ha venido a coincidir con la vivencia de una realidad nueva en la historia del ser humano, que es el hecho de la existencia de la red, la web, Internet, y como toda realidad nueva que surge en el páramo de la existencia humana, parecía sólo suspendida sobre arenas movedizas, a la vez que por su misma idiosincrasia, fomentaba el ejercicio narcisista como único salvoconducto para lograr caminar sobre ella.

Cuando hace ya algo más de una década, en sus inicios desde el punto de vista de la realidad española, la red comenzaba a formar parte de la vida de cierto número de seres humanos, y, como siempre sucede ante la visión de algo nuevo, el ser humano, o bien se decantaba por negarla o simplemente por categorizarla como una realidad alternativa (virtual) a la del propio mundo real, la autora, en un purísimo acto inconsciente, pero que como todo acto inconsciente arraigaba en los cimientos más profundos de su ser, defendía a ultranza, a ultranza de todo, hasta de su propio pellejo, la contemplación de que la red, Internet, no era más que una parte más del mundo que el ser humano construye y termina por vivir naturalmente, y que, contemplada así, el comportamiento en ella, debería ser el mismo que en la realidad que otros se empeñaban en tildar de externa o real frente a la irrealidad supuesta de la red, afirmación que a una gran mayoría que se acercaba a ella, y siempre acompañada del ejercicio de narcisismo que el acto de entrar en algo nuevo requiere como afianzamiento de la propia existencia “frente a”, la llevaba ( a esa mayoría) a vivirla como alternativa de su vida normal, de tal forma que la red se convertía en el campo abonado para la mentira, las falsas identidades, o bien la expresión de deseos o anhelos que en, como llamaban, la realidad normal, no se atrevían a hacer manifiestos.

Contemplado el afán que perseguía la autora, y la evidencia de lo que contemplaba, se comprenderá, creo que aún mejor, la dificultad en la construcción de esas ataguías que metafóricamente llamo a los autorretratos. Las arenas más o menos movedizas del caudal del río, constituían casi vacío sin límite donde intentar poder anclar unos pilares.

Actualmente, que ya este mundo que algunos siguen llamando virtual, en un ejercicio creo que absolutamente obsoleto en el acto de nombrar, como bien se puede comprobar dada la evolución de la red, un lugar hoy en día en el que es difícil encontrar la negatividad a hacer presente el verdadero nombre de la persona que participa, singular exponente de que al final, como se pronosticaba, este lugar no es más que una parcela más de la vida normal, de la historia del ser humano como tal, como hasta se puede comprobar en la evolución de los formatos sobre los que se construye hoy (blogs y redes sociales de cualquier tipo), y que como tal realidad se halla expuesta como cualquier estancia de la existencia humana lo mismo a la mentira que a la verdad, a la hipocresía que a la honestidad, hoy en día, digo, en el que la red, puede por fin contemplarse como ese extenso y maravilloso terreno de medida casi infinita abonado para lograr una mejor intercomunicación entre los seres humanos, con todo lo que ello conlleva, la autora expone sus autorretratos sólo a título ilustrativo de este artículo, realizados y expuestos mientras una mayoría sólo los contemplada con la mórbida delectación de acercarse a una realidad y verdad física que la mayoría relegaba a la hora de estar en la red.

Siempre el ser humano termina por encontrarse a sí mismo, ante su propia realidad que ve reflejada en el otro, ante su propia verdad de ser humano, por mucho que en el desconcierto inicial del momento en el que algo comienza, y en un acto tan valioso como es la creación de Internet para la Historia del ser humano, no podía ser menos. Todo lo que el ser humano crea, puesto que nace de sus manos, termina por ser humano, por mucho que se niegue su evidencia, para unos pre-vista, para otros, negada. Al final, la realidad humana termina por imponerse, y aquí, desde mi perfil de historiadora, no logro atisbar si esto sucede así gracias a la labor de unos pocos, aquellos que suelen prever, o simplemente a la naturaleza consustancial de las cosas (humanas).

En todo caso, contemplando hoy la realización sucesiva de mis autorretratos, en la cual, en su momento, como normal ser humano que es el creador, tuve que enfrentarme a no sólo los prejuicios de los demás, sino los míos propios, el miedo, el horror que personalmente siempre siento a que se confundan conmigo, me alegro de haber pasado por ello, pues, en el fondo, y de ahí su verdadero valor, que yo conscientemente no atribuía, pero que mi instintivo afán sí evidenciaba, para el ser creativo como realidad constructiva y manifiesta de ese algo que todo ser de esas características necesita componer, tal vez para poder mirarse a sí mismo como lo que es además de gota que forma parte de ese río que naturalmente fluye bajo el puente construido y del que nutre su labor como poeta.

He elegido un número estimo que apropiado de entre creo que más del centenar de los que fui realizando. Cien autorretratos entre unas cinco o seis mil , o tal vez más fotografías completamente hechas (es decir, disparadas y reveladas, y la mayoría expuestas, aunque hoy en día no resulten visibles la mayoría), resulta creo que un tanto por ciento adecuado. La técnica digital permite entre muchas cosas eso mismo. Como no existe el miedo al disparo gratuito, al gasto de carrete, la producción fotográfica pierde una de sus principales cortapisas. Esto, que en sí mismo puede resultar contemplado como un bien, en algunos casos hoy en día se plantea como un reto a solventar. El hecho de que la fotografía realizada con pretensiones de autoría corresponda en lo más posible al esfuerzo y la intención del autor, y no a la fortuna arbitraria de disponer de un medio que permite casi hasta el infinito la repetición del acto por puro sinsentido.

Técnicamente el autorretrato sólo plantea una dificultad, ésta es, la del modo de disparo, que a su vez evidencia muy a las claras la “soledad” del autor frente a la realidad que normalmente observa, contempla, absorbe o captura. Cuando intenta formar parte de esa realidad para así poder plasmarse, integrarse en su recreación, debe recurrir a los mil llamados trucos, puestos siempre en práctica por la mayoría de los autores que se han autorretratado a lo largo de la historia. Es decir, el recurso del espejo, de la sombra, o del simple trípode o elemento fijo con el disparador automático encendido; aunque existe uno aún más dificultoso técnicamente, por arriesgado, porque imposibilita la seguridad en el encuadre y en el enfoque, y pese a ello, o tal vez por lo mismo, pueda contemplarse como el más honesto, el más sincero: El auto disparo con las propias manos del autor, usando la metáfora de la cámara como ente casi autosuficiente para recoger la realidad que en ese caso el autor desea que se recoja y que no es más que sí mismo.

Conceptualmente también resulta arduo acercarse a esa posibilidad de “robo” de la realidad que para algunos el acto fotográfico comporta. Pero existe un aspecto positivo en la realización de una fotografía que en el autorretrato se ve colmado. Una fotografía siempre te devuelve la mirada, por mucho que parezca que es el fotógrafo el que mira. Así que, tras su aparición en el ordenador (el lugar donde se revela la fotografía realizada con técnica digital) aparece el autorretrato como hecho capturado; psicológicamente este tête a tête del fotógrafo consigo mismo a través de su propia obra comporta, por muy duro que resulte en ocasiones, uno de los mejores caminos para el asentamiento de una salud mental más o menos deseable.

Verdad es que no por todos resulta soportable, y verdad es también que la mayoría no se retrata con los fines con sentido, pero éste no ha sido el caso de la autora. Al hacerlo con un sentido, aunque el mismo resultara inconsciente o ligeramente velado para la propia autora, resultó soportable.

Eso sí, como por circunstancias coyunturales todos ellos dejaron de estar publicados, es decir expuestos, pesaban en mis archivos tanto digitales como neuronales como una marmórea losa. Ya no era cuestión de la dificultad en el enfrentamiento con mi propio yo a la hora de hacerlos. Esa contingencia ya había ido siendo superada en la elaboración de “uno a uno” de los autorretratos. Ya se trataba de otro asunto que también toca de lleno, si no es que la traspasa integralmente, a la vertiente creativa. Como en su momento, y sin un porqué consciente, dejé de hacerlos, contemplaba que los realizados constituían ya un corpus, una obra mía, mayor o menor, interesante más o menos, pero como tal obra, la autora sentía la necesidad inherente de poder publicarla, para así, quizás, poder olvidarla, en el mejor sentido de la palabra. Aliviar su peso en mis neuronas psico-creativas. Así que desde este motivo nace la idea de compilación más o menos antológica, en cuanto a que sólo componen ejemplos.

Los que expongo, un breve número como digo, son en su mayoría, si no todos, retratos completamente figurativos. He escogidos los de este tipo (pueden existir completamente metafóricos, realizados con elementos que en nada tienen que ver físicamente con la realidad fisionómica de la autora, e incluso hasta proyectivos, realizados mediante el retrato de otros seres humanos) con el fin de no favorecer la enfermedad que yo no padezco, aquélla por la que un ser humano es incapaz de reconocer por las facciones ni a sí mismo ni a nadie, que, desde mi lego entender, debe constituir uno de los más dolorosos trances por lo que toda alma humana puede pasar. Somos carne y materia, y si doloroso, o al menos dificultoso, y fuente de tantísimos conflictos resulta el no reconocerse o no conocer a los demás por los perfiles emotivos y psicológicos que nos conforman, no digamos lo que debe suponer en un alma la ausencia de reconocimiento físico a través de las facciones de un rostro.

Desde este ejercicio que la técnica de la fotografía me posibilitó, voy concluyendo que posiblemente la fotografía ha sido el medio a través del cual (independientemente de que me guste el recurso de la imagen como lenguaje expresivo y sea capaz de entenderlo o percibirlo) mi ser natural de ser humano ha podido encontrarse con su ser también natural de ser creativo, pues la que suscribe, ejemplar espécimen es de que hasta que no consigue mirar con sus propios ojos, no hay realidad que, por muy inherente a ella misma que sea, o precisamente por lo mismo, sea capaz de reconocer.


Sofía Jesús Serra Giráldez, Arroyo de la Plata, Sevilla.
 
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