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lunes, 16 de septiembre de 2013

He de volver a la alegría

Un poema de los que considero impublicables, por malo, escrito en el 2002, me sirve hoy. Me despierto con esta necesidad: He de volver a la alegría. Mi propia percepción sobre mi tristeza es la que me hace llorar. No soporto la tristeza en mí. Acudo a mis propias palabras. Me martillean en la cabeza hasta que por fin he dado con el poema. No estaban escritas. Lo retitulo:
He de volver a la alegría.
Sólo he tenido que corregir unos singulares, convertirlos en plural.
La tristeza es la derrota de la voluntad.

He de volver a la alegría

Mis padres eran alegres.
Y tus ojos, y tus manos jugueteando son alegres.
Tu piel bizantina es alegre,
y alegre es la sinfonía que anega mis oídos
cuando ni siquiera mis ojos te han visto.
Alegres son vuestros pasos,
robustos y razonables, sonoros,
trepidantes hasta para las colonias
de guijarros encementados.
Alegres el día y la noche... Debo volver a la alegría.
A la alegría de mi alma vasta,
a la luz que verdea el edén familiar,
al surtidor de todas mis plegarias.
Alegre comienzo la vida, la casa y la cosecha,
alegre estudio en mi cóncava realidad
de poeta sin remedios ni recursos,
alegre plenamente, obscenamente.
Alegre hasta para el sol abierta,
alegre para el sueño,
para el deseo de todos los buenos aconteceres,
alegre desde el mar para los míos y todo lo mío:
El aire, la tierra, los árboles, las piedras de mi esmeril verdadero,
las adelfas dormidas hibernando en su líquida cueva.
Alegre para más de uno, pero una.
Alegre, porque érais alegres y no debo transmutaros.

Huerto, alegre has sido con sus manos
que como tórtolas me acarician,
tórtolas alegres sobre mi piel,
tórtolas de terciopelo que poseen
el don de la cosquilla sobre el alma
que parecía muerta.





sábado, 13 de abril de 2013

La salud exacta II

La salud exacta II

Recuperar paisajes emocionales de la vida de una, paisajes gratos que fueron robados medularmente, es decir, arrancados, desentrañados a sangre y casi a fuego. Ésta es la otra forma de salud que debemos perseguir. Dar la oportunidad a la justicia poética: Este año bailaré con los mismos pies que me rebanaron.
Hace 11 años que no piso La feria de abril. Primero él murió un 31 de marzo, mi padre. Dos semanas después  no estaba el horno para bollos, sobre todo porque nuestros días en la feria (escasos, uno, dos a lo sumo, el resto, aprovechando las jornadas no lectivas para el niño, los aprovechábamos para escapar al campo) en los anteriores diez años se desarrollaban siempre en su compañía. Después llegó la debacle, los años duros como una condena sin que nada hubiéramos hecho para merecerlos, la extenuación al saberte trabajando, cuando todos se divertían, haciendo mil millones de tortillas de patatas. Allá, al otro lado de la barra por donde se servían, habíamos estado muchas veces felices, alegres moderadamente, disfrutando, con la compañía que elegimos, mis padres, y con nuestro hijo. Hoy trabajabas dentro de la cocina para poder mantenernos cuando vivíamos en el campo, mientras te llegaba o no la oportunidad de un nuevo trabajo.
La fotografía de la amapola que convertí en cartel de feria aquel año de 2005. La hice mientras tú te pasabas la semana a 50 kms de tu familia acostándote a las seis de la mañana y levantándote a las 10 del mismo día para comenzar tu jornada de trabajo en la feria. Haciendo tortillas de patatas. Tú con tu licenciatura en Psicología, tu master MBA y tu inteligencia y tus 47 años, tú haciendo tortillas de patatas para la feria, los siete días, dos años, dos ferias. Y tú sin querer que yo te acompañara en el esfuerzo.

La Feria, un paisaje emocional feliz más que me robaron.

Nunca he sido muy feriante, lo normal según las etapas de la vida. de pequeña con mis padres, abuelos y hermanas. Mi madre nos vestía a las tres con trajecitos de herencia de mi prima o alguno que pudiera comprar, como cuando acertó esa quiniela de 12 y ganó 40.000 pesetas de las de entonces. Fue en primavera. Le faltó tiempo para irse a la tienda de Luis a comprarme el traje que por entonces se llevaba. Después iban pasando de una a otra. Ya en La Universidad alguna que otra noche con los amigos. Sin vestir de flamenca.
Estrenar la Feria, un martes al mediodía, ése ha sido mi mayor disfrute en este tipo de evento donde todo lo demás (bullicio, gentío, ruidísimo, polvo, calor, vino, baile) consigue que, una vez disfrutado, pueda permitirme aborrecerla al menos por otro año más: saciada de diversión, cansada y normalmente con resaca.
Eso haré este martes de Feria de 2013. Recuperar lo que me quitaron hace 11 años. Recuperar lo que es mío. Poder nombrar Abril con farolillos de feria y no con las candilejas de las encinas.
La salud de poder nombrar como yo sé nombrar.
(Y zapatear con estos mismos exactos pies que aquel 22 de agosto de 2002 me cortaron la estulticia, la avaricia y la perversión del estado de Derecho protagonizados por mal nacidos con nombre y apellidos.)



lunes, 25 de octubre de 2010

El primer asistente, confirmado, a la presentación de "La presencia por la ausencia"

IN-VERSO-VERITAS


Título de la fotografía: Doméstica puesta de sol (2005)


Dicen, y algunos se quejan y otros se alegran, que a las presentaciones de los libros que una escribe va la familia y los amigos. A la del mío, tengo la suerte de que acudirán esos buenos amigos que han decidido acompañarme en presentación con sus voces, pero por las circunstancias espaciales muy especiales, mi familia no podrá asistir.
No es algo que me afecte demasiado a nivel de “autora”. Soy la que ha escrito el libro y se supone que la autora debe estar, como mínimo para dar la cara, ya que por el contrario opino que un libro tiene que bastarse por sí mismo. Pero costumbres, con las que esté más o menos de acuerdo, nombran, y una no es una inadaptada.
Mi familia soy yo un poco, o yo soy ellos, y yendo yo, ella va. Como digo, no es eso algo que me preocupe o afecte; tal vez, si lo hace, más por ellos que por mí, porque sé que desearían estar presentes.
Pero sí recuerdo “ahora” a alguien que, aunque no sé si le habría gustado estar, porque no era para nada amante de la poesía, dicha sea la verdad, sí merecería figurar, FIGURAR, en ella. Simplemente porque fue la persona que desde que fui muy pequeñita, me enseño a leer cuando la que suscribe contaba menos de dos años, me inculcó el amor por la lectura. De él creo, de ese amor por esa actividad, sin querer, derivó mi gusto por la escritura. Esa persona a la que me refiero fue mi padre.
Por eso, aunque sólo por eso fuera, debe figurar en la presentación de este libro.
Carlos Serra Blanco, Carlos Vicente Serra Blanco. Un hombre de su época (nació en el año 31, para más datos sobre su forma de ser podéis acercaros al blog de cocina que hice para mi madre; ahí desgrano por voz de mi madre anécdotas curiosas y creo que medio divertidas que hablan sobre su carácter) que desde que empezó a ganar dinero con su trabajo a la edad de 15 años empezó igualmente a gastarlo en libros, novelas sobre todo, los coleccionables de por entonces cuando era jovencito; tenía miles; después las iba encuadernando formando tomos que yo me bebí durante mi adolescencia. Conforme cumplía años fue accediendo a otro tipo de lecturas, aunque siempre casi sin dudarlo, novelas y novelas, sobre todo de autores americanos, y siempre buenas. Venga novelas. También ensayos históricos contemporáneos y algunos clásicos de siempre. Cuando compré mi primer libro de poesía con 13 años, me lo decía: “es que nunca he podido con la poesía, niña, nunca”.
También a él le debo mi afición por la fotografía, a él y a su padre, mi abuelo. Ambos poseían sendas cámaras de marca alemana que andando el tiempo me dejaban coger y disparar. No revelaban, sólo tenían miles y miles de fotografías familiares. Todas, o la mayoría, en blanco y negro.
Cuando adquirí mi primera cámara con mi dinero (digo lo de “mío” porque fue el primer sueldo que gané), con 13 años, y disparé mis primeras fotografías de “mi “ primera cámara, una, a una palmera recortada sobre el cielo azul y otra a otro árbol de denso follaje mirado a contraluz intentando evitar el deslumbramiento del sol procurando taparlo con sus hojas, me lo decía: ¡pero niña!, ¿y la gente?...no hay gente, ¿por qué no retratas a la gente?... - Ah, papá, y yo qué sé -le decía algo decepcionada ante su protesta-, ¡pues porque hago fotos de lo que me gusta! Él a continuación: -Pues a mí no me gustan las fotografías sin gente.
Y así siempre. Por eso digo que no sé yo cómo contemplaría eso de que su hija mayor fuera a presentar un libro de poesía. Imagino que se alegraría, claro, aunque como buen ser social de su época, y de su sexo, le costara muchísimo expresarlo. Simplemente las circunstancias socioculturales no permitían una correcta educación de las personas en ese ámbito, el de la expresión de las emociones.  La guerra civil y los posteriores años del franquismo hicieron mucho daño en la psique natural de cada ciudadano de este país, de muy variadas formas. Con que solo la Institución Libre de Enseñanza hubiera podido seguir progresando, nos habríamos ahorrado algunos inconsecuencias en la actitud general del ciudadano medio español.
Cuando me casé le dijo a mi marido: -Te llevas lo mejor que tengo (sé que mis hermanas y hermano no se ponen celosos, porque siendo las únicas palabras más sinceras emocionalmente hablando, hilando con sus sentimientos, que mi padre haya podido pronunciar en lo que fue su vida, su noble disposición, la de mis hermanas y hermano, mi padre también lo era, hace que hayan agradecido siempre haberlas podido oír aunque no se refiriera a ellos. Daba igual. Podría haberlo dicho de cualquiera de sus hijos.)
Pero la cuestión es, y por eso también lo digo, que es una persona que debe figurar en esa presentación, porque su muerte, hace unos ocho años, coincidió en el tiempo con mi entrada de lleno en el mundo de la fotografía a través de la técnica digital. Así que, sin preverlo, la primera serie que hice (abril del 2002) con conciencia de conformar serie fotográfica, cuando ya llevaba varios meses en estos asuntos, se la dediqué a él (murió un 31 de marzo, madrugada de domingo de resurrección). “Echar de menos” se titulaba la serie (como se puede comprobar esta autora era entonces una auténtica nulidad titulando) y, riéndome lo digo, daba la justa casualidad de que todas las puñeteras fotografías, unas treinta en total, eran fotografías de árboles, ni un alma se veía en ellas, ni una "gente", todo árboles, concretamente encinas, de allá del campo, el terreno que treinta años antes habían adquirido mis padres, ya que, por su consecuente y perseverante sentido de las cosas, siempre se negaron a comprar un piso en propiedad, y, dado que mi madre se había reincorporado a su trabajo como enfermera tras la “baja obligatoria” que en época de Franco sufrían las trabajadoras en cuanto se casaban (estaba muy mal visto que una mujer con hijos trabajara), y contemplando además ambos que la economía doméstica se aliviaba algo, y que tradición familiar era el gusto por las escapadas al campo, y dado, en fin, que en España se estaba extendiendo la pérfida manía de vallar todos los terrenos accesibles para los domingueros que seíta en ristre nos disponíamos a solazarnos en el contacto con la naturaleza cuando llegaba ese particular día de la semana, comprendió (comprendieron) que sería una al menos disfrutante inversión adquirir una hectárea de terreno “salvaje” en esta españa de dios, y por entonces, también de otros muy pocos.
El caso es que a partir de esa serie, mi implicación en el terreno de la fotografía fue completa, hasta la médula. Y, a la vez que ella, llegó, por otros puntuales avatares, el decidirme a guardar todo lo que habitualmente iba escribiendo, normalmente, poesía.
Surgieron dos o tres poemarios antes que éste que se presenta desde ese mismo instante. En el primero de ellos escribí un poema a mi padre, el único que le he escrito en toda mi producción directamente a él, apenas unos meses después de que falleciera.
Es el que reproduzco más abajo.
Va ser la forma en la que mi padre va asistir a esta presentación, la primera, no sé si la última, que se hace de un libro escrito por su hija, y, por tratarse de él, del poema y de mi padre, voy a permitirme el lujo de explicarlo ligeramente, algo que creo nunca debe hacer un poeta, porque simplemente pienso que ese ejercicio, realizado por la autoría, comporta una falta de respeto hacia el lector. Cualquier obra artística, sea cual sea su calidad o envergadura, sólo termina de hacerse cuando el receptor la recoge. El artista, escritora en este caso, sólo debe limitarse a hacer lo es su trabajo, esto es: HACER.

XIV

No puedo cantarte,/
padre... ¿eras?, ¿existías?.../
Pecho curvado como quilla de tus amados,/
y algo de sangre,/
y en mi dolor siempre tu voz./
...Tanto faltas que prefiero no nombrarte aún./

Para la luz, tus palmeras,/
y para el vientre, tus naranjos./
Y para mis manos, tu espejo de juego vespertino/
acrisolado en marfil y azabache por los besos de tus hijas, levantadas./

Te recuerdo tan débil,/
casi cristalino en tus huesos,/
perdido en tu obviedad de cordero, presto y pleno/
de inocencia,/
negro ya ante el desencuentro fulminante de tus últimos pasos./

De la luz al blanco,/
de tu vergel al azulejo... y al suelo./
Para doler blandas miradas que te amaban,/
para poblar, por fin, tu último huerto./

Sofía Serra. Asesinos de almas (2002)


En él hablo de su amor por los árboles, porque sembramos muchos en el campo, con mil discusiones incluidas, a gritos si era posible acompañadas de ofrecimiento de cigarro oportuno para, entre calada y calada intentar dilucidar entre los dos cuál era la mejor forma de sembrar el espécimen, o de simplemente, regarlo; de las palmeras que había logrado hacer germinar a partir de huesos de dátiles frescos; de su gusto por las naranjas, sembrar sus árboles y comerlas (son buenas para la barriga, decía, para dar de vientre, claro, aclaro); de las dos reproducciones en forma de maquetas de barcos antiguos que había montado hacía unos años; de la única vez que le oí pronunciar un sueño en voz alta: “yo, Sofía, no me puedo morir sin ver convertido esto en un vergel” (por “esto” hay que entender el semidesierto en el que el campo se convertía llegado el verano); de su gusto por el juego del dominó y de la de tardes que lo disfrutamos allá bajo la sombra de la encina de la grama, cuando el campo conformaba  paraíso de esparcimiento familiar; de la última vez que lo vi días antes de que muriera, ya muy endeblitos sus hombros, que imaginaba a través de la camiseta interior de color blanco, pues andaba arrastrando recaída desde seis meses antes, cuando fui a "pelarlo" con una maquinilla que entre él y mi marido se habían comprado para poder lucir siempre calva bien rapada; de cómo murió (le dio un segundo infarto creo que 15 años después del primero) en el cuarto de baño de su casa en Sevilla, cayendo fulminado, dándose de camino, y para no desperdiciar la ocasión, con la cabeza en el lavabo, con lo cual manó de su piel muy morena y brillante un poquito de sangre; y del huerto, le encantaba comerse esos tomates recién cogidos, con mucha sal a ser posible. Y del Huerto también que no es otra cosa para mí la muerte.
No, no fue la enfermedad la que lo mató. Fue él mismo. Murió como siempre había sido, haciendo lo que de las narices le salía, murió por nunca dejar de ser, ni con una cuarta parte de corazón vivo que tan sólo le quedó tras el primer infarto producido, sin nunca padecer del corazón, por un corte de digestión que le sobrevino al adoptar su veterada e imprudente costumbre de dormir la siesta en el suelo con el ventilador delante del cuerpo extendido durante los días del caluroso estío sevillano. Este segundo sólo le llegó por querer seguir pedaleado en bicicleta para hacerse no un kilómetro, no, sino veintitrés exactamente(“¡Hasta Dos hermanas, Sofía, he ido hoy hasta Dos hermanas en bici!”, me decía desde los adoquines de la barreduela a la que asomaba mi casa en Sevilla. Se refería a que en el gimnasio en el que se había apuntado había hecho 23 kms en la bicicleta estática, claro está. Es que siempre lo digo, y creo que con razón, aunque sea de las pocas cuando hablo: que era un poeta, vaya), o por seguir recogiendo “flores”, como literalmente él llamaba a los cagajones del caballo de un vecino de allá del campo, carretilla en manos, a pleno sol y en plena canícula, y a ser posible tres de la tarde, en bañador y sin gorra, para abonar los árboles. Murió tomándose el cubata de por la tarde y tan sólo fumando un poco menos. Murió siendo él siempre él mismo, y pienso que no hay muerte más digna para cualquier ser humano. Elegida casi.
Sé que se alegraría de ver en el cartel de la presentación esas encinas que se pueden contemplar aún caminando por el senderito que entre él y yo construimos a base de piedras traídas desde el riachuelo cercano, y que recorre el lugar que va desde la cocina hasta lo que es la “casa de mis padres” en el campo, la zona destinada a tender la ropa de las coladas. Esas toallas a modo de telón de escenario en la fotografía del cartel lo atestiguan.
No, no es su ausencia la que retrato en ese libro. En realidad las ausencias son sólo llenos de otras cosas, las cuales no sabemos aún asimilar, porque en realidad sólo el tiempo, nuestro compañero, hace que sepamos reconocer como nuestras. En mi caso, puede que entre otras, el hecho de la actividad creativa, que de alguna forma, o de muchas, a su pesar o no, es lo de menos, fue favorecida por mi padre.
Por eso esta entrada en este blog. Por eso él estará por decisión mía y a través de esta entrada, presente en la presentación del libro de poemas de su hija.

domingo, 17 de octubre de 2010

Armarios de poeta

Supongo que sí, que debo sentirme feliz porque la poesía que escribo haya sido traspasada a un papel que nace con posibilidades públicas como es el de un libro.

Y supongo también que sí, que debo sentirme feliz porque a partir de ese hecho, pueda organizar un recital, lo que implica que, número arriba, número abajo, esa poesía pueda trascender a otros oídos en un ambiente, sobre todo, de, si conocida o no es lo de menos, si aliñada o no por expectativas de acierto y por tanto beneficio en forma de palabras buenas, más o menos armónicamente dispuestas, no es lo de menos, pero para la cuestión a la que voy sí, de agradabilidad, y si no distendido, sí tensionado por cuerdas tan distintas a los alambres de púas que adornaron la primera exposición pública de la poesía que voy escribiendo.

Esta reflexión me ha sobrevenido al contemplarme rebuscando en el armario pensando en la ropa que voy a llevarme para los dos días que estaré en Madrid. Mi ropero lo contemplo como un exquisito cajón de sastre con el que unas veces me entran ganas de hacer una candela y otras hacerle una fotografía. Mi ropero se compone en un 99% de ropas, uno, regaladas (la mayoría por mis queridas hermanas,  sobrinas y madre), dos, con más años que yo, tres, prendas cosidas por la que suscribe hace unos quince años, cuatro, ropa comprada en los bazares chinos y cinco, un uno por ciento de trapos adquirido en alguna rebaja de Zara. Apenas "visto", al menos, para la calle, porque la mayor parte del tiempo del día ando enredada entre esto y las tareas de la casa. Apenas vestía, al menos para la ciudad, cuando vivía en el campo. Mis casas no son cárceles, pero siempre “aparezco” a ojos vista como encerrada. Nada más lejos de la realidad. Creo sinceramente que me he dedicado a escribir, a hacer fotografía, a leer, a coser, y a la casa por no tener que enfrentarme diariamente con la pregunta que, salten cascos protectores, más atormenta mi existencia. Ella es, para regocijo de filósofos la escribo: ¿Qué me pongo?
Se me deshacen las meninges sólo presentir que asoma a mis neuronas.
Y cuando del todo llega, me descerebro.
Dejo de funcionar como ser humano, y hasta, creo, como cosa.
Me convierto en la nada con patas y brazos.
En ese sentido, la poesía o simplemente pensar en la transcendencia del ser según Heidegger se me antoja como las actividades más relajantes a las que mi mente puede dedicarse.

No conozco nada más complejo para mí que elegir "vestuario", tal vez por eso acostumbro a ir desnuda por los aires.

Pues bien, como iba diciendo, supongo que sí, es así, me siento feliz por la oportunidad que la pobre (pobre porque procuro tratarla con cariño) de mi poesía va a tener de arremeter, entristecer o alegrar en público.

La única vez que lo hizo  fue en un lugar tan alejado, se supone, de un ambiente propicio para ella como es la sala de un juzgado sevillano. Eso sí, cumplió su cometido como palabra, y como poesía. Sirvió la pobre mía, de nuevo mi pobre y "angelical" poesía, para demostrar mi inocencia (salten cascos protectores de nuevo) ante una señora jueza vestida con toga y todo. Hacía unos cinco años que había escrito mi primer poemario, "Asesinos de almas", y hacía, no recuerdo bien, tal vez dos o tres meses, o puede ser que seis, que tras cinco años, había logrado enfrentarme al miedo, pánico, terror más bien, que me produjo la acción de un salvaje (no por ingenuo ni incivilizado, sino por todo lo contrario) sobre mi vida, y, por tanto, la de mi familia. Entonces, armada de mi poderosísima arma que es el conocimiento de la lengua escrita, conseguí hilar tres o cuatros frases en lenguaje discursivo, es decir, entendible por el común de los mortales, para, una vez impresas, entregárselas en mano al susodicho. En ellas, cuidadosamente seleccionadas usando para ello como ya digo, mi  conocimiento del lenguaje escrito, sólo le decía lo que según mis ojos ERA. Simplemente un asesino de almas.

El buen muchacho no se hallaba en el lugar que se le suponía, así que me limité a dejar tres o cuatro folios con las mismas frases en su: 1, despacho, 2, oficina general, 3, muelle de descarga.

Inmediatamente, es decir, al cabo de poco tiempo (a veces el sistema judicial español adquiere velocidad supersónica, sólo a veces) me encontré con una denuncia por insultos y amenazas.

Acompañada de mi familia y de nuestro abogado (al que aún no le hemos pagado un duro; él es otro "poeta", un abogado de más de 60 años, con caché de integridad en el ambiente jurídico sevillano que trabaja para "nuestro caso" por amor al “arte”), acudí a tan, para mí, tensísima cita. El abogado de la otra, parte, quiso convertir el pequeño juicio por faltas en uno por delito, lo que motivó la  bronca por parte de la jueza, con el consiguiente regocijo (no por mi parte, que yo en ese momento tan sólo estaba para temblar no ya de miedo, no, sino de perplejidad, y llorar, por todas la emociones removidas y la contemplación del panorama que dibuja la estulticia humana) y alucine de los que acompañaban a la parte acusada. Da pena, y produce dolor, que hasta en personas con titulación ex-profeso y ad-hoc y, se supone formadas en su oficio, exista la ignorancia de las propias herramientas que debe utilizar en su quehacer. Hubo la jueza de recordarle que es en primero de Derecho donde se enseña, y por tanto se debe estudiar, es decir, asimilar, comprender, que si un caso ha sido presentado bajo la tipificación de tal modo de transgresión de la norma, resulta ilegal y desde luego ilegítimo que sobre la marcha se intente cambiar su categoría. Es como si te acusan por robar un coche, y durante el juicio, al abogado de la otra parte se le ocurre acusarte de genocidio, o de, simplemente, préstamo ilícito. Así, sin exageraciones. De manual, vaya.

Bien, el caso es que, aunque ya ganado, por manifiesta incompetencia de la otra parte, mi abogado alegó unas palabras en mi defensa, las mismas que yo minutos antes le había sugerido. Que no había insultado, puesto que la palabra “asesino” iba post-cedida de un claro y explícito “de almas" y que la expresión en sí misma componía un consabido recurso literario que se caracteriza por usar la contradicción (partiendo del común acervo cultural, cierto o no, común) como arma para intentar hacer llevar la mente del que lee más allá, es decir, "meta-forar", o sea, y explicando, como las almas son inmortales, no pueden existir los asesinos de almas, así que la acusada no lo llamaba nada, y por lo tanto, no podía insultarlo, y que como prueba de esto aportaba el poemario que la acusada había escrito nada más ser consciente del fatal efecto que la acción del, repito, salvaje, había traído a su/sus vidas, y que había titulado con esas palabras: Asesinos de almas, tal como el texto que había aportado, probaba.

A la vez que él hablaba contemplé cómo la jueza se dedicaba a pasar los folios de mi poemario, uno, dos tres…cuatro…así hasta ocho, ¡puedo jurarlo!, deteniéndose, gafas en ristre, ¡a leer!, en algunas de ellas.
Creo que por fin el aire entró en mis pulmones tras más de cinco años de casi al borde de la cianosis.
A continuación me hizo la consabida pregunta, ésa que cuando “te” la hacen en las películas, al menos a mí me entran ganas de que el tiempo se haga eterno, la de "¿desea la acusada decir algo?” Contesté que sí, como podía porque lloraba, levemente sólo, porque yo cuando tiemblo, lloro, no importa si de alegría o de dolor, y entonces, dije la verdad, que cuando alguien me hace daño, no solía usar la violencia física ni amenazar, que desde que tengo uso de razón sólo me recordaba con un impulso para satisfacer una necesidad de reparación ante una injusticia cometida, contra mí u otros es lo de menos (abogada de pleitos pobres me llamaban siempre en mi familia) y que ese impulso era el de decir. Decir a la persona que exactamente había hecho daño, y explicarle las consecuencias de sus actos, o sea, intentar abrirle la cabeza con las únicas armas en las que creo, las que proporciona el don de la palabra en el ser humano, ya que inútilmente me ha perseguido también siempre la creencia de que el que hace daño a sus semejantes lo hace por ignorancia e inconsciencia. Solventándolas, el bien adquiere lugar.

Evidentemente, me absolvieron.
Y evidentemente en ese momento me sentí poeta.
Y evidentemente en ese momento atisbé un motivo privado para el por qué siempre había creído en las palabras de Gabriel Celaya, “la poesía es un arma de futuro”.
Cuando escribí ese poemario estaba inundada de dolor, pero también, como consecuencia del mismo, de pánico. Esas palabras poéticas, me habían ayudado, no a superarlo, sino a marchamar el hecho de haberlo superado enfrentándome con ellas a quien a partir de entonces en los juzgados, si no oficialmente, sí humanamente, se puede contemplar como verdugo, tal como fue la realidad, y no como víctima.

La poesía es subversión, porque en este orden de las cosas que vivimos, y la mayoría de las veces consentimos, ayuda al ser humano, a la especie humana a poner lo que está abajo, arriba,  a desvelar, a revelar, a restablecer el orden natural de las mismas, y cuando digo natural, simplemente quiero decir, justo, más allá de leyes y normas autoimpuestas por nosotros mismos.

Así que sí, hoy sí lo percibo, me siento muy feliz por poder tener la oportunidad de recitar en público; por mí, no sé bien, que yo como siempre temblaré, pero por la poesía que escribo, la pobre mía, sí. En uno de sus versos de hace escaso tiempo dice: … “como prueba de judicatura". Ahora, quizás a partir del recital en Los diablos azules el día 28, algún verso que salga seguro que podrá decir, “como prueba de cultura”.

Y para mí la cultura es una fiesta humana. Porque cultura significa “cuido”, y para cuidar no hay más que en primer lugar, conocer.

En este mismo instante asumo muy a mi pesar  que no me queda ya más remedio que seguir comiéndome el coco para intentar obtener respuesta a la pregunta que menos me gusta de la vida: ¿qué me pongo, oh mundo?, ¡¿qué me pongo?!

Sofía Serra, 17 de octubre de 2010
 
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