domingo, 23 de junio de 2013

El acto natural: La vie en rose

El acto natural: La vie en rose

Nunca ha sido el color rosa uno de mis preferidos. Los celestes y marrones conforman el ala del sombrero con la que me cubro. La copa, los lilas. Al rosa le debo sin embargo la comprensión. Siempre lo contemplo como un rojo iluminado desde el dentro: por eso, por eso mismo, nace el rosa. Porque se comprende. Pero para comprender, primero hay que aprehender. Hacer de una lo otro.
Hace ya más de siete años hice una fotografía titulada “La vie en rose” (¿cuánto hemos manoseado el título de tan hermosísima canción?). Me autofotografiaba en el reflejo de unas gafas de sol que servían de velo a la muchacha que retrataba, yo, con una blusa rosa.
La ATS viste de rosa. Le pregunto, y no sé si es que no me explico bien o prefiere no enterarse: “No, no, no son nuevos los uniformes”. “Pues no lo he visto nunca, pero es precioso, y alivia este ambiente tan duro y triste”
De qué esta hecho el rosa lo sé muy bien, aún recuerdo las mezclas con líquidos resultantes del desteñido de las minas de los rotuladores intentando hacernos foulards con las gasa que mi madre nos traía de allá del hospital, cuando aún no se usaban pañales de celulosa para los recién nacidos. Prematuro fue mi conocimiento de la esencia del rosa.
El rosa como la previa nomenclatura, como el anterior acto al hecho de la liberación del tabú. El rosa como la lengua madre, el latín: rosa-rosae
La vie en rose usa el rosa acertadamente. Es buenísima su iluminación interna, sólo hay que mirar las fotografías de su página para comprobarlo. Esas habitaciones, más propias de películas de “alta” ciencia ficción que de refugios donde practicar nuestras necesidades sexuales con el otro, definen un compromiso con lo que yo entiendo como avance en arreglar las meteduras de pata de esta historia de la costra dura de la nomenclatura.
Pero no debemos confundir. La nomenclatura de “un hotel del amor” no está reñida con la recomendación de chicas escorts. He tenido que buscar el significado del vocablo inglés en tal contexto, por más que mi padre tuviera en sus años ha un Ford escort color café con leche. Enseguida he comprendido. ¡Bendito escort!, de los primeros armazones de hierro que pululaban por las carreteras españolas, salvó a mi hermano y a mi padre de morir estrujados entre las chapas cuando se salió dando vueltas de campana de la autovía camino de la Cuesta del Caracol, bajando para Sevilla. Buena compañía la del escort, ¡muy buena, sí señor! No está reñida con la recomendación, no. ¡Pero sí con el Mal Gusto!
Resulta curioso comprobar cómo en esta civilización (¿occidental? Los hoteles del amor derivan de un concepto oriental. Ya somos de todo menos una civilización partida en puntos cardinales, salvo a efectos económicos, claro) todo lo que tiene que ver con el eros en su clave más puramente física, está íntimamente relacionado con la aplicación del mal gusto en su exhibición, su muestra, su socialización. La culpa de esta disfunción (porque disfunción es el Mal Gusto) no es de quienes van van dando los pasos; la culpa la tiene la no nomenclaturización, el no nombrar, es decir, el tabú. La culpa la tiene el tabú. Si no se puede aceptar lo natural como integrado en la ética, resulta imposible que llegue la estética.
A la creación del tabú se han dedicado durante generaciones quienes han considerado todo lo relacionado con las relaciones sexuales del ser humano como algo sucio, indigno de mostrar (que no de practicar a escondidas). Confundir la intimidad con el pecado. Confusión, siempre, confundir, el ejercicio de los deshonestos. En el preciso momento en que lo natural se oculta, emerge el negativo del caos, es decir, la falta de nombre, no el no-nombre, y con ello, que, una actividad natural, placentera y físicamente saludable, pase a engrosar la lista de las actividades “contranatura”, cuando lo único contranatural es el tabú. Porque lo natural en el ser humano es nombrar. Y se nombra categorizando. Se nombra compartimentando. Se nombra especificando. Se nombra asociándonos por más que practiquemos actividades que podrían ser tildadas de privadas o íntimas, propias de cada individuo (comer, beber, excretar, por ejemplo). Se nombra para poder cruzar el abismo.
Se nombra creando esta costra donde poder vivir.
Un tabú es un puente en negativo, tan sólo un engaño, un puente inexistente, un vivir bocabajo, un rojo convertido en antirrojo (no en rosa). Un esperpento. Un monstruo.
El monstruo, el tabú.
Debe saludarse con beneplácito a establecimientos como La vie en rose. Da un paso como otros tantos lo procuran en otras vertientes. Nombra, normaliza. Su ISO 9001 así lo demuestra. Ése es el camino. Nombrar para humanizar. Porque la acción natural del hombre es ésa, construir la costra dura de la nomenclatura, y en este ejercicio humano y natural de nombrar, hay que tirar por la borda las piedras, el lastre de los que otros (los pervertidores de la natura) han llenado la bodega de este barco que es el camino del ser humano por su historia.
Queda mucho. Pero llegará, llegará el día en que el buen gusto, es decir, la estética, pueda relacionarse con la actividad sexual del hombre. El día que la ética pueda entrar de pleno en el negocio que la necesidad sexual humana puede procurar.
Pero como quedó dicho más arriba, no debemos confundirnos. No son hoteles del amor. Son hoteles para practicar el sexo. No contribuyamos a la perversión de los conceptos, porque así no se destruyen los tabúes.
Claro que sin tabú no habría surgido nunca el negocio, lo que, en el fondo y sobre todo en la superficie, no es más que otra forma de nombrar.

1 comentario:

  1. Me ha encantado la entrada y eso que el rosa… psss no es mi color.
    El mal gusto, o el dudoso, ha llegado al punto de que una chica le enseñó el otro día una foto a otra, a lo que esta, a modo de piropo o halago le dijo: Vaya tía, que guapa, es una foto super escort.
    Ahí queda eso…

    Kisses

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