viernes, 31 de diciembre de 2010

El demiurgo estrellado (entrada excesiva)

No se me ocurre mejor forma de despedir este 2010 que riéndome de mí misma. Soy tan vergonzosa que hasta cuando a mí misma me disparo me muero de la risa (de los nervios de la vergüenza). La timidez me acompaña desde que nací aunque bien sé que quien me conoce en persona o por aquí mismo no le llega esa idea. La timidez, el vocablo, proviene de raíz latina; temer es la acción que la delimita. En definitiva, una persona tímida es una persona miedosa, temerosa si queremos, que explica mejor ese paso o salto cualitativo que hay entre la cobardía y la valentía. No hay que temer al miedo, y a él nunca le he temido porque un recurso consustancial siempre me ha hecho poder enfrentarme a él, salvajemente a ojos de... suicidamente podríamos decir, bien a través de la risa, bien a través del llanto...el exceso en definitiva, un filtro como otro cualquiera.
Lo único que sucede es que ese filtro trasnparenta tanto nuestra más genuina autenticidad que normalmente es rechazada por estas mentes aburguesadas educadas, queramos o no, en el más puro calvinismo allende los siglos anteriores de nuestra historia (la moderación, bandera de todas las revoluciones burguesas de las que somos hijos con este estado del bienestar que tantas ventajas (?) para nuestro cuerpos ha traído y tantas desventajas (?) para nuestras mentes), por mucho catolicismoo monoteísmo desde este suelo/nación que nos hayan tratado de embutir, y por mucho ateísmo sobre el que algunos crean que navegamos. Yo apuesto por el dios inconcluso del paganismo total, el que nos hila a la tierra y a las nubes, el de nuestros pequeños dioses que no somos más que nosotros mismos, dioses hechos de puras emociones construidas y percibidas a golpe de inteligencia. INTELIGENCIA.

Espero, después de esta excesiva entrada poder permanecer callada por un lapsus de tiempo más o menos extenso. Espero sin esperarlo, claro, y no sé si deseándolo...:D
Saber nada sé hasta  que la rosa no se fotografía.


Las flores de papel

Oculto queda el verbo aguerrido de verdad,
simiente ejecutora de la luz nueva
que el día preconiza desde
los raíles de las cornisas
y sus palomas
posadas
en


las flores, que son papel en blanco.

Torre de marfil

Si hallo tu palabra, mi código
se desmorona en castillos de pavesas imantadas,
la roca se establece lasca a lasca al pairo de la gravedad
fundiendo metamorfosis, compilando,
que no soy nueva,
y en ti habla la aurora
deseando no saber.

El demiurgo estrellado

Vivir sagrada y profunda conjugando materiales
y deshechos
hasta reconstruir el monte perlado
de flores
donde poder tumbarnos a vivir.

* * *

La poesía existe por sí misma.
Al hombre sólo le cabe hacerla evidente.

La poesía no es palabra ni imagen.
Éstos sólo son los signos del lenguaje que empleamos para poder hacerla inmanente.

La poesía nos transciende.
Sólo debemos sumirnos en lo que somos para lograr palparla.
El hombre no puede crear, hacer existir desde la nada. Tan sólo nos resta recrear y en la re-creación cualquier recurso aplicado al lenguaje que nos sirve de puente es admisible.
Con el recurso, el grafiante se encuentra con la mentira que a cuestas llevamos,
y, con su uso (el de la “mentira”, el del recurso artístico), consigue hacer transcender a la verdad inmanente a través del acto poético que no importa por medio de qué lenguaje se realice.
La poesía es verdadero recuerdo de un ser que somos. Por eso a cada ser humano llega.
Si queremos , la poesía llega a través del hipotálamo.

* * *

La poesía no se escribe, sólo se grafía.
La poesía no admite escritura tal como comúnmente la conocemos, letra a letra, sílaba a sílaba, verbalmente expresa.
La poesía es tan sólo una suprarrealidad que a todos pertenece y en ella nos hacemos, la poesía es un tercero con respecto al tú y al yo; por eso, al yo que desea, o necesita, o aspira a hacerla evidente, sólo le queda, y ahí es poco, intentar grafiarla, transcribirla para que el “tú” la perciba. En ese apercibimiento del otro con respecto a lo grafiado por el yo se concreta el arte-facto en forma de lo que comúnmente entendemos por poema, obra de arte en definitiva.
El transcriptor elegirá consciente o inconscientemente un lenguaje, que no es más que un medio estructurado por signos, que harán viable la muestra ante los otros ojos, el lenguaje como puente entre las dos islas.

Sobran las discusiones sobre los versos, sobre la capacidad vista por un tú del poeta sobre el extrañamiento del yo (¿qué validez de posición es ésa si no se puede tener justa percepción de ese yo?), sobre el conceptismo, sobre el culteranismo, sobre el más o el menos, lo ¿bello? o lo ¿feo?, la modernidad de la poesía urbana (¡ay, mi Luis García Montero, como me partiste el alma al oírte decir que la poesía de la experiencia sólo puede ser hoy en día poesía urbana!, ¿y qué sucede con los que nos ha tocado vivir en pleno contacto con la naturaleza?, ¿cómo coño hablamos del asfalto bajo las cagarrutas de las cabras?, ¿cómo sustituimos flores por señales de tráfico?, ¿cómo del barullo de la muchedumbre entre la soledad de las encinas?), la negación del beatus ille o la crítica sobre el gusto particular. La poesía sólo puede admitir una crítica, la puramente científica. Todo lo demás serán adscripciones, auténticas por supuesto, valiosas humanamente hablando, hipervaliosas si queremos, o des-adscripciones, basadas tan sólo en la individualidad de cada lector/espectador.
Yo apuesto por la Crítica de la voz pura desde el más puro cientifismo, pero para que ella sea posible deberá el conocimiento anidar en cada mente que la intente, el más supremo conocimiento de todo, TODO, y por ahora no creo que haya humano que pueda arrogárselo, aunque unos estén más cerca que otros (¿sic?).

Silogismo

Nadie sabe que es capaz de matar,
luego casi nadie sabe,
luego los sabios
matan.

¿No resultaría más positivo, menos cortapisa, asimilarnos tal como somos, con toda nuestra an-asepsia y así repercutirnos unos con/tra todos? ¿No es más poético y por tanto más verdadero y por lo mismo resultaría más práctico y productivo?


Siempre hay soledad
siempre soledad sólo tiene un nombre
no sabías que el suyo fuera el tuyo.


FELIZ 2011, Amigos, :)

jueves, 30 de diciembre de 2010

La mujer en blanco

La mujer en blanco

Tantos días y noches dormida
tendría que adivinarte bajo este suelo que es sólo noche
de cuándo y cuando
acudiste a los mimbreros y te pedí viento y agua.
Este porvenir embadurna las esquinas de una azotea,
juegan al sol maldito,
se regodean,
atraviesan células de espanto, comunican previsiones:
no acierto ni dormida a soñar con la cosecha del trigo.
Este blanco me adormece débilmente,
me debilita.
¿Cómo oír el silencio?
¿Cómo resplandecer ante el blanco?
¿Cómo tatuar en este pecho lo que no sé qué nombre tiene?
Juego a amanecer y a seguir trabajando.
De alguna hoja suelta se desprende que el otoño no ha llegado aunque sea ya invierno.
Y es que las jacarandas, allá sobre el sur perdido,
en la esquina redonda de los cuarteles de verano,
aún cantan en clave de verde.
Trémulas sus hojas ya saben mucho más que yo,
que sigo en blanco.
Sin caer.


Nada tiene todo con sentido de lo que se escapa.
Nada abunda sobre la memoria.
Nada aparecen vuestras miradas nada puras, voz sin hueco.
Nada me pierdo encuentro y revoco.
Nada que te abusas.
Nada sobre ti extienden el blanco amianto.
Nada obstruye no.
Nada divulga,
¿qué somos sino uno y el infinito?
Nada perdernos y hallar nunca
gracias a que somos nada.
Tal como constato.

Sofía Serra, Diciembre 2010

miércoles, 29 de diciembre de 2010

De profundis (VIII). Oscar Wilde



(Viene de esta entrada anterior)

Todo esto tuvo lugar en la primera quincena de noviembre del año antepasado. Un gran río de vida fluye entre ti y una fecha tan distante. Apenas o nada puedes ver a través de un desierto tan ancho. Pero a mí me parece como si hubiera sido, no diré ayer, sino hoy. El sufrimiento es un único momento largo. No lo podemos dividir en estaciones. Sólo podemos registrar sus modos y anotar su retorno. Para nosotros el tiempo en sí no avanza. Gira. Parece dar vueltas en torno a un único centro de dolor. La inmovilidad paralizante de una vida regulada en cada una de sus circunstancias según un patrón invariable, de forma que comemos y bebemos, caminamos y nos acostamos y rezamos, o por lo menos nos arrodillamos en oración, conforme a las leyes inflexibles de una fórmula de hierro: esa inmovilidad, que hace que cada día terrible sea igual a los demás hasta en el menor detalle, parece comunicarse a aquellas fuerzas externas cuya esencia misma es el cambio incesante. De la época de la siembra o de la recolección, de los segadores que se doblan sobre la mies o los vendimiadores que serpean entre las viñas, de la hierba del huerto blanqueada de capullos rotos o salpicada de frutos caídos, no sabemos nada, ni podemos saber nada. Para nosotros sólo hay una estación, la estación del Dolor. Es como si hasta el sol y la luna nos hubieran quitado. Afuera el día podrá ser azul y oro, pero la luz que se filtra por el grueso vidrio del ventanuco enrejado que tenemos encima es gris y miserable. En la celda siempre es atardecer, como en el corazón es siempre medianoche. Y en la es fera del pensamiento, no menos que en la esfera del tiempo, ya no hay movimiento. Aquello que tú personalmente habrás olvidado hace mucho tiempo, o puedes olvidar con facilidad, a mí me está pasando ahora, y mañana me volverá a pasar. Acuérdate de esto, y podrás comprender un poco el porqué de que te escriba, y te escriba de esta manera.
Una semana después me trasladan aquí. Pasan otros tres meses y mi madre se muere. Tú sabías, nadie mejor, lo mucho que yo la quería y la veneraba. Su muerte fue tan terrible para mí que yo, que en tiempos fuera señor del lenguaje, no tengo palabras con que expresar mi angustia y mi vergüenza. Nunca, ni en los días más perfectos de mi desarrollo como artista, pude tener palabras dignas con que llevar una carga tan augusta, ni acompañar con suficiente majestad de música el purpúreo cortejo de mi pena incomunicable. Ella y mi padre me habían legado un nombre que ellos habían ennoblecido y honrado no sólo en la Literatura, el Arte, la Arqueología y la Ciencia, sino en la historia pública de mi propio país y en su evolución como nación. Yo había manchado ese nombre eternamente. Había hecho de él un mote bajo entre gente baja. Lo había arrastrado por el mismísimo fango. Lo había entregado a bestias para que lo bestializaran, y a necios para que lo hicieran sinónimo de necedad. Lo que entonces sufrí, y sufro aún, no hay pluma que lo escriba ni papel que lo registre. Mi mujer, que por entonces era buena y cariñosa conmigo, por que yo no oyera la noticia de labios indiferentes o extraños, vino, a pesar de estar enferma, de Génova a Inglaterra para anunciarme ella misma una pérdida tan irreparable, tan irredimible. Me llegaron mensajes de simpatía de todos los que todavía me tenían afecto. Incluso personas que no me habían conocido personalmente, al saber que en mi vida rota había entrado una nueva aflicción, escribieron pidiendo que se me transmitiera alguna expresión de condolencia. Tú solo te mantuviste al margen, y ni me enviaste ningún mensaje ni me escribiste ninguna carta. De tales acciones es mejor decir lo que Virgilio dice en Dante de aquellos cuyas vidas han sido baldías en impulsos nobles y hueras de intención: «Non ragioniam di lor, ma guarda, epassa».
Transcurren otros tres meses. El calendario de mi conducta y trabajo diarios que cuelga fuera de la puerta de mi celda, con mi nombre y condena escritos, me dice que estamos en mayo. Mis amigos vienen a verme otra vez. Les pregunto, como hago siempre, por ti. Me dicen que estás en tu villa de Nápoles, y que vas a sacar un libro de poemas. Al final de la entrevista se menciona de pasada que me los vas a dedicar. Esa noticia me dio como una náusea de la vida. No dije nada, pero silenciosamente volví a mi celda con desprecio y desdén en el corazón. ¿Cómo se te pudo ocurrir dedicarme un libro de poemas sin antes pedirme permiso? ¿Ocurrírsete he dicho? ¿Cómo te pudiste atrever a semejante cosa? ¿Darás como respuesta que en los tiempos de mi grandeza y fama yo había consentido en recibir la dedicatoria de tus primeras obras? Ciertamente lo hice; como habría aceptado el homenaje de cualquier otro muchacho que hiciera sus comienzos en el difícil y bello arte de la literatura. Todo homenaje es delicioso para un artista, y doblemente dulce cuando viene de la juventud. El laurel se marchita cuando son manos añosas las que lo cortan. Sólo la juventud tiene derecho a coronar a un artista. Ése es el verdadero privilegio de ser joven, aunque la juventud no lo sepa. Pero los tiempos de humillación e infamia son diferentes de los de grandeza y fama. Aún tienes que aprender que la Prosperidad, el Placer y el Éxito pueden ser de grano tosco y fibra vulgar, pero el Dolor es lo más sensible de todo lo creado. No hay nada que se mueva en todo el mundo del pensamiento o del movimiento a lo que el Dolor no vibre con pulsación terrible, aunque exquisita. La fina hoja batida de oro trémulo que registra la dirección de fuerzas que el ojo es incapaz de ver es grosera en comparación. Es una herida que sangra cuando la toca otra mano que no sea la del Amor, y aun entonces vuelve a sangrar, aunque no sea de sufrimiento.
Pudiste escribir al director de la prisión de Wandsworth solicitando mi permiso para publicar mis cartas en el Mercure de France, «que es el equivalente de nuestra Fortnightly Review». ¿Por qué no haber escrito al director de la prisión de Reading solicitando mi permiso para que me dedicases tus poemas, dándoles la descripción fantástica que te hubiera parecido? ¿Fue porque en un caso la revista en cuestión tenía mi prohibición de publicar unas cartas cuya propiedad legal, como por supuesto sabes de sobra, era y es exclusivamente mía, y en el otro creíste poder salirte con la tuya sin que supiera nada hasta que fuera demasiado tarde para intervenir? El mero hecho de que yo fuera un hombre deshonrado, arruinado y encarcelado debería haberte movido, si deseabas escribir mi nombre en la primera página de tu libro, a pedírmelo como un favor, un honor, un privilegio. Así es como hay que dirigirse a los que están en la aflicción y en el oprobio.
Allí donde hay Dolor hay terreno sagrado. Algún día te darás cuenta de lo que esto significa. Hasta entonces no sabrás nada de la vida. Robbie, y naturalezas como la suya, se dan cuenta. Cuando me llevaron de la cárcel al Tribunal de Quiebras entre dos policías, Robbie estaba esperando en el largo y siniestro corredor, para poder, delante de todo el gentío, que ante un gesto tan dulce y simple enmudeció, quitarse gravemente el sombrero ante mí, cuando esposado y con la cabeza gacha pasé junto a él. Hombres han ido al cielo por cosas más pequeñas. Con ese espíritu, y con ese modo de amor, se arrodillaban los santos para besar los pies de los pobres o se inclinaban para besar al leproso en la mejilla. Jamás le he dicho una sola palabra sobre lo que hizo. Este es el momento en que no sé si sabe que reparé siquiera en su acción. No es una cosa que se pueda agradecer formalmente en lenguaje formal. La conservo en el tesoro de mi corazón. La guardo ahí como una deuda secreta que me alegra pensar que no podría pagar nunca. Está embalsamada y endulzada con la mirra y la casia de muchas lágrimas. Cuando la Sabiduría me ha sido im- provechosa, y la Filosofía estéril, y los proverbios y frases de los que pretendían darme consuelo han sido como polvo y cenizas en mi boca, la memoria de aquel pequeño gesto humilde y silencioso de Amor ha abierto para mí todos los pozos de la piedad, ha hecho al desierto florecer como una rosa, y me ha llevado de la amargura del exilio solitario a la armonía con el corazón herido, roto y grande del mundo. Cuando tú puedas comprender, no sólo lo hermoso que fue el gesto de Robbie, sino por qué significó tanto para mí, y siempre significará tanto, entonces, quizá, te darás cuenta de cómo y con qué espíritu deberías haberme pedido permiso para dedicarme tus versos.
Hay que decir que en cualquier caso no habría aceptado la dedicatoria. Aunque, posiblemente, en otras circunstancias me habría agradado que se me hiciera esa petición, la habría denegado por ti, al margen de cuáles fueran mis sentimientos. El primer libro de poemas que en la primavera de su virilidad lanza un muchacho al mundo debe ser como un capullo o una flor primaveral, como el espino blanco del prado de Magdalena o las prímulas de los campos de Cumnor. No debe estar cargado con el peso de una tragedia terrible, repugnante; de un escándalo terrible, repugnante. Haber dejado que mi nombre sirviera como heraldo del libro habría sido un grave error artístico. Habría rodeado la obra entera de una atmósfera equivocada, y en el arte moderno la atmósfera importa mucho. La vida moderna es compleja y relativa. Ésas son sus dos notas distintivas. Para reflejar la primera hace falta atmósfera, con su sutileza de nuances, de sugerencia, de perspectivas extrañas; para la segunda hace falta fondo. Por eso la Escultura ha dejado de ser un arte representativo; y por eso la Música es un arte representativo; y por eso la Literatura es, y ha sido, y será siempre el supremo arte representativo.
Tu librito debería haber traído consigo aires sicilianos y arcadios, no la fetidez pestilente del banquillo de los criminales ni el aire viciado de la celda de presidio. Y no es sólo que una dedicatoria como la que proponías hubiera sido un error de gusto en Arte; es que desde otros puntos de vista habría sido totalmente indecorosa. Habría parecido una prolongación de tu conducta antes y después de mi detención. Habría dado a la gente la impresión de querer ser una estúpida bravata: un ejemplo de esa clase de coraje que se vende barato y se compra barato en las calles de la vergüenza. En lo que a nuestra amistad se refiere, Némesis nos ha aplastado a los dos como moscas. La dedicatoria de versos a mí en prisión habría parecido una especie de necio esfuerzo de réplica mordaz, talento del que en tus viejos tiempos de escribidor de cartas horribles -tiempos que espero, sinceramente y por tu bien, que no vuelvan nunca solías enorgullecerte abiertamente y te jactabas con alegría. No habría producido el efecto serio, hermoso, que confío -creo, de hecho- que buscabas. Si me hubieras consultado, yo te habría aconsejado que retrasaras un poco la publicación de tus versos; o, si eso te desagradaba, que publicaras anónimamente al principio, y después, cuando tu canto hubiera conquistado amantes -la única clase de amantes que realmente vale la pena conquistar-, haberte dado la vuelta y dicho al mundo: «Estas flores que admiráis las he sembrado yo, y ahora se las ofrezco a alguien a quien tenéis por paria y proscrito: son mi tributo a lo que yo amo y reverencio y admiro en él». Pero escogiste mal método y mal momento. Hay un tacto en el amor, y un tacto en la literatura: tú no fuiste sensible ni al uno ni al otro.
Te he hablado largamente sobre este punto para que adviertas todo lo que encierra, y entiendas por qué me apresuré a escribir a Robbie en términos tan desdeñosos y despectivos hacia ti, y prohibí tajantemente la dedicatoria, y quise que las palabras que escribía de ti fueran copiadas cuidadosamente y se te enviaran. Sentí que ya era hora de que se te hiciera ver, reconocer, comprender un poco de lo que habías hecho. La ceguera puede llegar hasta el extremo de ser grotesca, y una naturaleza carente de imaginación, si no se hace nada por espabilarla, se petrifica en insensibilidad absoluta, de modo que aunque el cuerpo coma y beba y tenga sus placeres, el alma, de la que el cuerpo es casa, puede estar, como la de Branca d'Oria en Dante, muerta absolutamente. Parece ser que mi carta llegó muy a tiempo. Cayó sobre ti, hasta donde me es dado juzgar, como un trueno. En tu respuesta a Robbie dices haberte quedado «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». En efecto, al parecer no se te ocurre nada mejor que escribir a tu madre quejándote. Ella, naturalmente, con esa ceguera para tu verdadero bien que ha sido su malhadada fortuna y la tuya, te da todos los consuelos imaginables, y arrullado por ella vuelves, supongo, a tu desdichado e indigno estado anterior; mientras que, en lo que a mí respecta, participa a mis amigos que está «muy disgustada» por la severidad de mis observaciones sobre ti. En realidad no sólo a mis amigos les comunica su disgusto, sino también a los que -número mucho más crecido, no hay por qué recordártelo- no son mis amigos; y ahora se me informa, por cauces muy bien dispuestos hacia ti y los tuyos, de que a consecuencia de eso mucha de la simpatía que, en razón de mi genio distinguido y mis terribles padecimientos, había ido creciendo en torno a mí, con paso lento pero seguro, se ha disipado del todo. Se dice: «¡Vaya! ¡Primero quiso meter en la cárcel al bondadoso padre y fracasó; ahora arremete contra el inocente hijo y le culpa de su fracaso! ¡Cuánta razón teníamos al despreciarle! ¡Cómo se merece nuestro desprecio!». Me parece a mí que, cuando se mencione mi nombre en presencia de tu madre, si no tiene una palabra de pena ni de remordimiento por su parte -no pequeña en la ruina de mi casa-, lo más decoroso sería que se quedara callada. Y en cuanto a ti, ¿no crees ahora que, en lugar de escribirle a ella con tus quejas, habría sido mejor para ti, en todos los aspectos, escribirme a mí directamente, y haber tenido el coraje de decirme lo que tuvieras que decir? Ya hace casi un año que escribí esa carta. No es posible que hayas pasado todo ese tiempo «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». ¿Por qué no me escribiste? Viste por mi carta lo mucho que me había herido, lo que me había afrentado todo tu comportamiento. Más que eso: viste tu entera amistad conmigo colocada ante ti, por fin, a su verdadera luz, y de un modo que no admitía equívoco. Antaño te había dicho muchas veces que estabas arruinando mi vida. Tú siempre te habías reído. Cuando Edwin Levy, en el comienzo mismo de nuestra amistad, viendo de qué manera me empujabas a cargar con el peso, y la molestia, y hasta el gasto de aquel desdichado aprieto tuyo en Oxford, si hemos de llamarlo así, a propósito del cual se había recabado su consejo y su ayuda, se pasó una hora entera poniéndome en guardia contra ti, tú te reíste cuando en Bracknell te relaté mi larga e impresionante entrevista con él. Cuando te dije que hasta aquel desdichado que al final compartiría conmigo el banquillo me había avisado más de una vez de que tú serías mucho más conducente a mi total destrucción que ninguno de los chicos vulgares a los que tuve la necedad de conocer, tú te reíste, aunque la cosa no pareció divertirte mucho. Cuando mis amigos más prudentes o menos complacientes me avisaron o me dejaron por mi amistad contigo, te reíste con desprecio. Te reíste a carcajadas cuando, al escribirte tu padre su primera carta insultante contra mí, te dije que era consciente de no ser más que una cabeza de turco en vuestra horrenda guerra y que entre los dos acabaríais conmigo. Pero todas esas cosas habían ocurrido como yo dije que sucederían, en lo que hace a resultados. No tenías excusa para no ver cómo se había cumplido todo. ¿Por qué no me escribiste? ¿Fue cobardía? ¿Fue insensibilidad? ¿Qué fue? El hecho de que yo estuviera indignado contigo, y hubiera manifestado mi indignación, era mayor motivo para escribir. Si mi carta te parecía justa, debías haber escrito. Si te parecía injusta en lo más mínimo, debías haber escrito. Yo esperaba una carta. Estaba seguro de que por fin verías que si el viejo afecto, el amor tantas veces declarado, los mil gestos de cariño mal correspondido que te había prodigado, las mil deudas impagadas de gratitud que me debías; que si todo eso no era nada para ti, el mero deber, el más estéril de todos los lazos que unen a los hombres, te haría escribir. No puedes decir que pensaras seriamente que sólo se me permitía recibir comunicaciones de orden práctico de miembros de mi familia. Sabías perfectamente que cada doce semanas Robbie me mandaba un pequeño resumen de noticias literarias. No cabe cosa más encantadora que sus cartas, por su ingenio, su crítica inteligente y concentrada, su ligereza: son cartas de verdad; son como oír hablar a una persona; tienen la calidad de una causerie intime francesa: y en sus delicadas deferencias hacia mí, unas veces apelando a mi juicio, otras a mi sentido del humor, otras a mi instinto de la belleza o a mi cultura y recordándome de cien formas sutiles que en otro tiempo fui para muchos un árbitro del estilo en el Arte, para algunos el árbitro supremo, demuestra tener el tacto del amor además del tacto de la literatura. Sus cartas han sido para mí los pequeños mensajeros de ese mundo hermoso e irreal del Arte donde en otro tiempo fui Rey, y donde de hecho habría seguido siendo Rey si no me hubiera dejado llevar al mundo imperfecto de las pasiones groseras e inacabadas, del apetito sin distinción, el deseo sin límite y la codicia informe. Pero, con todo y con eso, no me digas que no podías entender, o concebir al menos en tu propio magín, que, aun por las razones ordinarias de la mera curiosidad psicológica, habría sido para mí más interesante saber de ti que enterarme de que Alfred Austin quería sacar un libro de poemas, o que Street estaba escribiendo crítica de teatro para el Daily Chronicle, o que uno que no sabe decir un panegírico sin tartamudear había declarado a la señora Meynell la nueva Sibila del Estilo.
¡Ah, si hubieras sido tú el encarcelado!: no diré que por una falta mía, que una idea tan horrible ni la podría soportar, sino por una falta tuya, por un error tuyo, fe en un amigo indigno, desliz en el cenagal de la sensualidad, confianza mal puesta o amor mal dirigido,o ninguna de esas cosas o todas, ¿crees que yo te habría dejado reconcomerte en las tinieblas y la soledad sin intentar de alguna manera, por pequeña que fuese, ayudarte a llevar el fardo amargo de tu desgracia? ¿Crees que no te habría hecho saber que si tú sufrías, yo sufría también; que si llorabas, también había lágrimas en mis ojos; y que si yacías en la casa de la servidumbre y despreciado de los hombres, yo con mis propias penas había hecho una casa donde habitar hasta tu vuelta, un tesoro donde todo lo que los hombres te habían negado estaría guardado para sanarte, aumentado al ciento por uno? Si la amarga necesidad, o la prudencia para mí más amarga aún, me hubieran impedido estar cerca de ti y me hubieran robado la alegría de tu presencia, aunque fuera viéndote entre barrotes y en figura de ignominia, yo te habría escrito a toda hora con la esperanza de que una mera frase, una sola palabra, siquiera un eco entrecortado de Amor te llegase. Si te hubieras negado a recibir mis cartas, aun así habría escrito, para que supieras que en cualquier caso siempre había cartas esperándote. Muchos lo han hecho conmigo. Cada tres meses hay personas que me escriben, o que proponen escribirme. Sus cartas y comunicaciones se guardan. Me serán entregadas cuando salga de la cárcel. Sé que están ahí. Sé los nombres de las personas que las han escrito. Sé que están llenas de solidaridad, de bondad y de afecto. Eso me basta. No necesito saber más. Tu silencio ha sido horrible. Y no ha sido un silencio sólo de semanas y meses, sino de años; de años incluso para la cuenta de los que, como tú, viven velozmente en la felicidad, y apenas entrevén los pies dorados de los días que pasan danzando, y pierden el aliento persiguiendo el placer. Es un silencio sin excusa; un silencio sin atenuantes. Yo sabía que tenías los pies de barro. ¿Quién lo iba a saber mejor? Cuando escribí, entre mis aforismos, que eran únicamente los pies de barro los que hacían precioso el oro de la imagen, en ti estaba pensando. Pero no es una imagen de oro con pies de barro lo que has hecho de ti mismo. Con el mismísimo polvo del camino común que las pezuñas del ganado convierten en cieno has modelado tu perfecto retrato para que yo lo mire, de modo que, no importa cuál hubiera sido mi deseo secreto, me fuera ya imposible sentir otra cosa que desprecio y desdén por ti, y sentir otra cosa que desprecio y desdén por mí mismo. Y dejando a un lado todas las demás razones, tu indiferencia, tu respeto del mundo, tu insensibilidad, tu prudencia, como lo quieras llamar, se me ha hecho doblemente amarga por las peculiares circunstancias que acompañaron o siguieron a mi caída.

(Continúa en esta entrada posterior)

Tengo el corazón contento

Si no me equivoco es la primera vez que voy a incluir en este blog un video. No suelen gustarme, ni musicales ni de otro tipo, pero éste es algo especial, por la canción y desde luego por quien la canta. Es de ésas que sin saber cómo han formado parte de mí desde muy pequeñita, una canción que ha permanecido intacta en mis engramas emocionales desde siempre, sin recordarme  a nada, absolutamente a nada, "mía" tan sólo,  y que siempre suelo cantar mucho, y  encontrarla en boca de esta mujer han resultado unos buenos días de los más bonitos.
A mi amigo Toni Hernandez a través de faceboook le debo el hallazgo.
La canción creo que fue compuesta por Armando Manzanero, si no recuerdo mal o mis padres no me informaron mal, porque no he logrado confirmarlo en Google.
Y Marisol, ay, Marisol, creo que simplemente está soberbia.
¡Y abajo clichés y estereotipos en negativo!

domingo, 26 de diciembre de 2010

¿Por qué vuelan las palomas?


La edad de oro (Memoria)

De tan delgada al frente, niña ave,
tus ojos se han rebelado,
culminan proceso de rescate y recuerdo
que ya no te fuiste, que ya las sienes
se mesan lubricando los ori-ficios
que los acogían.
Más un yo cabalgando por la perenne grupa,
más un deje que triunfa. Desde mis gotas
el mundo se asoma
a tus ventanas, doradas, a tu puerta, de oro,
y entonces no puedo más que sentarme en el escalón del umbral:
veo cantar a la noche estrellada camino de la otra senda.


Tanta desmedida que estas sienes acogen,
tantos verbos orientados bajo el vértigo de estos ojos,
que se rebelan, que se rebelan…
mueven, terciando el iris, sus órbitas,
queriendo concluir allá donde empezaron:
plano a plano, frente a frente, uno a uno
contra todo, contra todo.
Uno a uno. Plano a plano.


Como mirábamos cuando dorados peces fuimos.

Sofía Serra, Diciembre 2010

sábado, 25 de diciembre de 2010

Espíritu navideño 2

Creo que ya me he hecho con la trackpad para el mac. Gracias, marido e hijo.

Marisa y José luis,  queridos bohodones, muchas gracias por ese hermoso regalo, ese precioso ramo de flores.

http://sofiaserrafotografia.blogspot.com/2010/12/taller.html

jueves, 23 de diciembre de 2010

Espíritu navideño


Bu(r)la de navidad

Capaces de hacer nacer al hijo de quien adoramos en un pesebre,
¿qué haríamos con el hijo de quien odiamos?
Las cuentas me responden.
También las bombillas de la calle.
Sin dinero nos hemos quedado para poder comprar el cielo.
También sin luces .

Sofia Serra, 23 diciembre 2010

martes, 21 de diciembre de 2010

Círculo en cuatro pasos-lados (fotografía para un enlace)

(Está mejor aquí)

1º. Ayer dejé este comentario en un blog que visito asiduamente y tengo enlazado aquí y en La fuente, concretamente en el de Batania

A mí se me asemeja el Poeta a una encina, lo mismo por abajo que por arriba, y en cuanto se desnivelen, copa o raíces, a tomar viento el árbol, ya no aguantará sequías ni heladas...además son tan delicadas a pesar de ser tan fuertes, y qué buenos salen los choricitos al olor de su leña cuando arde, ;)...
Ésta es la entrada en concreto:


2º. Por la noche estuve mirando fotografías de los archivos, quiero subir al blog de fotografía algunas del campo pero no sé por dónde empezar.

3º. Esta mañana, intentando re-ordenar éste, pensé que me gustaría encontrar  o hacer una fotografía para enlazar de una forma destacable una página que para mí es un tesoro, ésta:


donde el colectivo Addison de Witt ha ido subiendo los 150 poemas que seleccionó como candidatos al premio que recientemente han convocado y fallado.

4º. Al mediodía, pensando en si a mi hijo le apetecería comer huevo, se me vino el flash de la fotografía que necesitaba para ese enlace...¡¿cómo no había caído anoche al verla?!  Imagino que por qué no iba buscándola, pero ya la tenía... "una encina echando flores", una recreación sobre la realidad, un juego visual para reivindicar una actividad productiva tan natural como es la vida cuando la primavera llega asimilándola al hecho creativo en este caso a través de los poemas escritos con palabras.
Supongo que inconscientemente la clave del encuentro estuvo en el proceso biológico del huevo: la encina retratada está dentro de un espacio vallado que hacía las funciones de patio de recreo, recogido, para las gallinas que tenía en el campo.
Sí, sí, también echa flores de las suyas, las candilejas, pero ésas las he retratado para otras cuestiones.
El caso es que ya tengo la fotografía para ese enlace. 
Sospecho que nos equivocamos  en el modo de hacer las preguntas y que como siempre éstas son las importantes, si es que buscamos algunas respuestas. Voto por desterrar el antes y el después cuando pensemos en huevos y gallinas, porque, al fin y al cabo, el tiempo es nuestro compañero.
¿O no será  tal vez que el mejor camino, o el único verdadero, es el de buscar preguntas?

Autorretratos

Viene de aquí:

http://sofiaserragiraldez.blogspot.com/2010/12/forma-teos-o-aristoteles-en-mis.html

Ya no se pueden ver en el sitio donde enlaza.
Todas menos una están disparadas por la que escribe.
















domingo, 19 de diciembre de 2010

La respuesta

La respuesta (La mujer deshecha)

Ya balbuceas,
ya mi arrullo te inquieta
y saluda a tu mejilla,
y el gozo en tu sien de boca ya asoma:
Sonrisa y baba tierna
que reblandecen
las comisuras de mi entrepierna.


Yo
he vivido nueva hasta que
me he hecho de nuevo.


No habito triste.
Nos vertebramos hoy como siempre
corrigiendo
dorsales, lumbares y cervicales,
aleteando con los omóplatos embarcados
en el transparente y velo de la despedida de las tripas
por inhalar,
que respiro y se me llenan los pulmones
de aire rosa: no es ciclón,
sólo borrasca de poniente
que viste humedades.




Si sol fuiste,
culminaste.
Duelen estampados los versos
como los mismos soles.
Conservaré anatomía y volumen
como la flor de invierno, rosca y doble vuelta
hasta deshacerme.


Que es lo mío.

Sofía Serra, Diciembre 2010

Portadas para libros de Bohodón Ediciones

Hace ahora seis meses que empecé a colaborar con Bohodón ediciones. Pensé hace días que éste era buen momento para mostrar en conjunto las portadas que he ido diseñando para algunos de sus libros. 

























sábado, 18 de diciembre de 2010

Forma-teos ( o Aristóteles en mis neuronas)

(Sobre el subtítulo de la entrada, acabo de terminar de revisar un libro muy especial sobre filosofía que decididamente, si de mí dependiera, pondría como de obligatoria lectura antes de cumplir los 18 años.)


Siempre me gustó este autorretrato (para saber más sobre mis autorretratos—o ver algunos más—  picar aquí)

Creo que he terminado Nueva Biología. La mitad de sus poemas los he ido exponiendo aquí. De la otra mitad, también la mitad más o menos están del todo escritos, a espera de correcciones. El resto para finalizarlos.

No me siento a gusto con el sistema de blogs que tengo ahora mismo. Constantemente en las últimas semanas remuevo, quito y pongo y no terminan de encajarme las cosas. De buenas borraría de un plumazo, limpio y comenzar a poblar de nuevo...pero me sigue gustando el nombre de “El cuarto claro”, y además ya sé que significa partir de cero durante muchas veces en este medio: nunca se hace, sólo pierdes. Debo ponerme a corregir en serio, quiero disponerme a corregir mis últimos poemarios muy en serio, dedicar más tiempo ahora a ellos. Hace casi dos meses que no los miro siquiera.

Por lo pronto enlazaré siempre (que me acuerde) las entradas de mi blog de fotografía en la siguiente de éste y al contrario. Ya pienso que deberían estar juntos, siempre se me enlazan las cosas, pero previendo que el espacio de blogger se me puede quedar corto, los dispuse en Mayo en cuentas distintas. Las fotografías ocupan mucho virtualmente hablando, por poco que pesen. Curioso…una fotografía es lo más parecido a un plano que podemos contemplar. Un libro es un objeto en tres dimensiones, y, sin embargo, el texto sigue ocupando muchísimo menos en términos de bytes... realmente curioso. Me pregunto cuánto ocupará la otra dimensión...el tiempo, ése que declaré como mi compañero en uno de mis versos.

(Aquí entrada de esta mañana en mi blog de fotografía)

Panorámica retrospectiva

Se trata de la única panorámica que he hecho en mi vida, "a mano", cuatro fotografías montadas una sobre otra si no recuerdo mal. Nunca me han ido, ni me van, los cachivaches (algunos buenos amigos los llaman mariconadas) con los que los programas de fotografías engrosan sus gigas, ni los automatismos, ni las historias de ese tipo. A veces pienso que edito (revelo) fotografías como cuando a veces cosía, prescindiendo de la rapidez de la máquina por el mero disfrute de hacer un ojal o un dobladillo a mano...
Lo representado: la zona del campo más doméstica, disparos desde el caminito de guijarros que llevaba al gallinero, sin trípode, evidentemente. Ahí escribí desde "Asesinos de almas" hasta "La presencia por la ausencia", "Son-ethos" y comencé "El paraíso imperdible" y el que le seguía, cuando ya sabía que nos volveríamos por fin a Sevilla, el escenario que igualmente dio nombre vía mi hijo (así se tenía puesto en el perfil de la xbox) al primer blog con el que inicié mi andadura por ellos, "unrealand", cuyas entradas están fundidas hoy en mi blog central.
Y donde disparé unas setenta mil posibles fotografías, la mayoría con mi vieja dimage 7.
Hoy está todo cinco años más grande y cinco años más viejo. Tengo muchas ganas de volver, pero aún hace mucho frío...no se me olvida el frío. Hasta menos 10 ºC cuando ya en los últimos años podía arrancar un coche que marcaba la temperatura ambiental en las luces de su salpicadero. Menos 10º C a 50 kilómetros de Sevilla son muchos "menos grados", demasiados.

De profundis (VII). Oscar Wilde

(Viene de esta entrada anterior)

Ya he llegado a la prisión preventiva, ¿verdad? Tras pasar una noche en la comisaría me mandan allí en un coche celular. Tú estuviste de lo mas atento y amable. Casi todas las tardes, si no todas las tardes hasta que te fuiste al extranjero, te tomaste la molestia de ir a Holloway a verme. También escribías unas cartas muy dulces y cariñosas. Pero que no era tu padre sino tú quien me había metido en la cárcel, que desde el principio hasta el final tú eras el responsable, que si estaba allí era a causa de ti, por ti y por obra tuya, eso no lo pensaste ni por un momento. Ni siquiera el espectáculo de verme tras los barrotes de una jaula de madera pudo espabilar esa naturaleza sin imaginación. Tenías la conmiseración y el sentimentalismo del espectador de un drama más bien patético. Que tú fueras el autor de la abominable tragedia ni se te ocurrió. Yo vi que no te dabas cuenta de nada de lo que habías hecho. No quise ser yo el que te dijera lo que tu propio corazón debería haberte dicho, lo que en verdad te habría dicho si no hubieras dejado que el Odio lo endureciera y lo insensibilizara. Todo le tiene a uno que venir de su propia naturaleza. De nada vale decirle a nadie algo que no siente y no puede entender. Si ahora te escribo como lo hago es porque tu propio silencio y comportamiento durante mi larga prisión lo han hecho necesario. Además, de tal modo salieron las cosas que el golpe sólo me alcanzó a mí. Eso me agradó. Por muchas razones aceptaba sufrir, aunque siempre hubiera a mis ojos, cuando te miraba, algo no poco despreciable en tu completa y testaruda ceguera. Recuerdo que me enseñaste rebosante de orgullo una carta sobre mí que habías publicado en uno de los periódicos populacheros. Era un escrito muy prudente, moderado, vulgar incluso. Apelabas al «sentido inglés de la equidad», o algo así de horrendo, en favor de «un hombre caído». Era el tipo de carta que podrías haber escrito si se hubiera presentado una acusación dolorosa contra alguna persona respetable a la que personalmente no conocieras de nada. Pero a ti te parecía una carta maravillosa. La veías como una demostración de caballerosidad casi quijotesca. Estoy enterado de que escribiste otras cartas a otros periódicos, que no las publicaron. Pero eran únicamente para decir que odiabas a tu padre. A nadie le importaba que le odiaras o no. El Odio, aún tienes que aprenderlo, es, intelectualmente considerado, la Negación Eterna. Considerado desde el punto de vista de las emociones es una forma de Atrofia, y mata todo lo que no sea él mismo. Escribir a los periódicos para decir que uno odia a otra persona es como si uno escribiera a los periódicos para decir que tiene una enfermedad secreta y vergonzosa: el hecho de que el hombre al que odiabas fuera tu propio padre, y que ese sentimiento fuera plenamente correspondido, no hacía tu Odio noble ni hermoso en modo alguno. Si algo demostraba, era sencillamente que se trataba de una enfermedad hereditaria.
Recuerdo también, cuando se embargó mi casa y se pusieron en venta mis libros y mis muebles, y la quiebra era inminente, que lógicamente te escribí diciéndotelo. No hice mención de que era para pagar unos regalos que te había hecho para lo que los alguaciles habían entrado en la casa donde tantas veces cenaste. Pensé, con razón o sin ella, que esa noticia podría herirte un poco. Me limité a contarte los hechos escuetos. Creí oportuno que los conocieras. Me respondiste desde Boulogne en tonos casi de exultación lírica. Decías que sabías que tu padre estaba «muy alcanzado de dinero», y había tenido que pedir 1.500 libras para los gastos del proceso, y que mi quiebra era realmente un «triunfo espléndido» sobre él, ¡porque así no podría sacarme nada de las costas! ¿Te das cuenta ahora de lo que es que el Odio ciegue a una persona? ¿Reconoces ahora que al describirlo como una Atrofia destructora de todo lo que no sea él mismo estaba describiendo científicamente un hecho psicológico real? Que todas mis cosas bonitas hubieran de venderse: mis dibujos de Burne Jones; mis dibujos de Whistler; mi Monticelli; mis Simeon Solomons; mis porcelanas; mi biblioteca con su colección de volúmenes dedicados de casi todos los poetas de mi tiempo, de Hugo a Whitman, de Swinburne a Mallarmé, de Morris a Verlaine; con sus ediciones bellamente encuadernadas de las obras de mi padre y de mi madre; su maravilloso despliegue de premios de la universidad y del colegio, sus éditions de luxe y demás cosas, todo eso para ti no era absolutamente nada. Decías que era un fastidio: nada más. Lo que realmente veías en ello era la posibilidad de que tu padre pudiera acabar perdiendo unos pocos centenares de libras, y esa consideración ruin te colmó de extática dicha. En cuanto a las costas del juicio, tal vez te interese saber que tu padre declaró abiertamente en el Orleans Club que si le hubiera costado 20.000 libras las habría dado por muy bien empleadas, por lo mucho que había significado para él de deleite, disfrute y triunfo. El hecho de que pudiera no sólo meterme en la cárcel por dos años, sino sacarme una tarde para hacerme públicamente insolvente, fue un extrarrefinamiento de placer con el que no contaba. Fue el punto culminante de mi humillación, y de su victoria perfecta y total. Si tu padre no hubiera podido pedirme las costas, tú, lo sé perfectamente, al menos de palabra te habrías mostrado muy apenado por la pérdida de mi entera biblio teca, pérdida irreparable para un hombre de letras, de mis pérdidas materiales la más penosa para mí. Podrías incluso, recordando las cantidades de dinero que yo me había gastado en ti pródigamente y cómo habías vivido a mi costa durante años, haberte tomado la molestia de comprar para mí algunos de mis libros. Los mejores se dieron todos por menos de 150 libras: más o menos lo que yo gastaba en ti en una semana cualquiera. Pero el mezquino y vil placer de pensar que a tu padre le fueran a faltar unos peniques del bolsillo te hizo olvidarte de lo que habría podido ser una pequeña compensación, tan leve, tan fácil, tan barata, tan obvia, y para mí tan infinitamente valiosa, si la hubieras hecho. ¿Tengo razón al decir que el Odio ciega? ¿Lo ves ahora? Si no lo ves, haz un esfuerzo.
Con qué claridad lo vi yo entonces, como ahora, no hace falta que te lo diga. Pero a mí mismo me dije: «A toda costa tengo que conservar el Amor en mi corazón. Si voy a la cárcel sin Amor, ¿que será de mi Alma?». Las cartas que te escribía en aquella época desde Holloway eran mis intentos de conservar el Amor como nota dominante de mi naturaleza. Podía, si hubiera querido, haberte hecho pedazos con reproches amargos. Podía haberte desgarrado con maldiciones. Podía haberte puesto un espejo, y haberte mostrado una imagen tal de ti mismo que no la habrías reconocido como tuya hasta verla remedar tus gestos de horror, y entonces habrías sabido de quién era figura, y la habrías aborrecido y te habrías aborrecido para siempre. Y más que eso. Se estaban cargando los pecados de otro a mi cuenta. De haber querido, en uno u otro de los juicios podría haberme salvado a su costa, no de la vergüenza, no, pero sí de la prisión. Si me hubiera molestado en mostrar que los testigos de la Corona -los tres más importantes- habían sido cuidadosamente preparados por tu padre y sus abogados, no sólo en sus reticencias, sino en sus afirmaciones, para la absoluta transferencia, deliberada, planeada y ensayada, de las acciones y andanzas de otro sobre mí, podría haberles hecho recusar por el juez uno a uno, más sumariamente incluso que lo fue el pobre y perjuro Atkins. Podía haber salido del juzgado riéndome del mundo, libre, con las manos en los bolsillos. Se me sometió a la mayor presión para que lo hiciera. Me aconsejaron, me rogaron, me instaron encarecidamente a hacerlo personas cuyo único interés era mi bienestar y el bienestar de mi casa. Pero me negué. No quise. No he lamentado mi decisión ni un solo instante, ni en los momentos más amargos de mi encarcelamiento. Ese comportamiento habría estado por debajo de mí. Los pecados de la carne no son nada. Son enfermedades para que las cure un médico, si es que hay que curarlas. Sólo los pecados del alma son vergonzosos. Haber conseguido mi absolución por esos medios habría sido una tortura para toda mi vida. Pero ¿tú crees realmente que eras digno del amor que yo entonces te mostraba, o que yo ni por un instante pensé que lo fueras? ¿Tú crees realmente que en algún período de nuestra amistad fuiste digno del amor que te mostré, ni que por un instante pensé que lo fueras? Yo sabía que no lo eras. Pero el Amor no trafica en un mercado, ni usa balanza de mercachifle. Su dicha, como la dicha del intelecto, es sentirse vivo. El objetivo del Amor es amar: ni más ni menos. Tú eras mi enemigo: un enemigo como no ha tenido ningún hombre. Yo te había dado mi vida, y para satisfacer las más bajas y despreciables de todas las pasiones humanas, el Odio, la Vanidad y la Codicia, tú la habías tirado. En menos de tres años me habías arruinado completamente desde todos los puntos de vista. Por mi propio bien lo único que podía hacer era amarte. Sabía que, si me permitía odiarte, en el seco desierto de la existencia que tenía que cruzar, y que aún estoy cruzando, no habría peña que no perdiera su sombra, ni palmera que no se secara, ni pozo o agua que no viniera envenenada. ¿Empiezas ahora a comprender un poco? ¿Va despertando tu imaginación del prolongado letargo en que ha estado sumida? Sabes ya lo que es el Odio. ¿Empiezas a barruntar lo que es el Amor, y cómo es el Amor? No es demasiado tarde para que lo aprendas, aunque para enseñártelo haya tenido yo que ir a una celda de presidio.
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta de la cárcel se cerró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado por la angustia, desatinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?». Me recordaba que, al menos, no habías querido hacerme daño; me obligué a pensar que lo único que habías hecho era tender un arco a la ventura, y la flecha había atravesado a un rey entre las juntas del arnés. Haberte puesto en la balanza con la más pequeña de mis penas, la más mezquina de mis pérdidas, habría sido, pensaba, injusto. Resolví mirarte como a alguien que también sufría. Me forcé a creer que al fin se había caído la venda de tus ojos, tanto tiempo ciegos. Me imaginaba, con dolor, cuál habría sido tu espanto cuando contemplaste la obra terrible de tus manos. Hubo momentos, incluso en aquellos días oscuros, los más oscuros de toda mi vida, en que hasta anhelé consolarte. Tan seguro estaba de que por fin te habías dado cuenta de lo que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener el vicio supremo, la superficialidad. De hecho, fue un verdadero dolor para mí tener que comunicarte que debía reservar forzosamente mi primera oportunidad de recibir carta para asuntos familiares; pero mi cuñado me había escrito diciendo que con una sola vez que escribiera a mi mujer, ella, por mí y por nuestros hijos, renunciaría a pedir el divorcio. Sentí que ése era mi deber. Dejando aparte otras razones, no podía soportar la idea de que me separasen de Cyril, mi hermoso, amante y amable hijo, mi amigo sobre todos los amigos, mi compañero sobre todos los compañeros, del que un solo cabello de su cabecita de oro me habría sido más caro y valioso, no diré que tú de la cabeza a los pies, sino que toda la crisolita del mundo entero; como siempre lo había sido, aunque yo llegué a entenderlo demasiado tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve noticias tuyas. Robert Sherard, el mas valiente y caballeroso de todos los seres brillantes, me viene a ver, y entre otras cosas me dice que en el ridículo Mercure de France, con su absurda afectación de ser el verdadero centro de la corrupción literaria, estás a punto de publicar un artículo sobre mí con muestras de mis cartas. Me pregunta si es realmente por deseo mío. Yo me quedé estupefacto, y muy contrariado, y di orden de parar aquello inmediatamente. Habías dejado mis cartas por medio para que las robaran tus compañeros chantajistas, para que las escamoteara el servicio de los hoteles, para que las vendieran las criadas. Eso no era más que descuido y falta de apreciación de lo que yo te escribía. Pero que te propusieras seriamente publicar extractos del resto me pareció casi increíble. ¿Y qué cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la primera noticia que tuve de ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían presentado en la cárcel los abogados de tu padre, y me entregaron personalmente una notificación de fallido por unas miserables 700 libras, el importe de sus costas. Fui declarado insolvente público y se me ordenó comparecer ante el juez. Yo estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y volveré sobre ese tema, de que esas costas las debería haber pagado tu familia. Tú personalmente habías asumido la responsabilidad de afirmar que tu familia las pagaría. Por eso el abogado tomó el caso como lo tomó. La responsabilidad era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso en nombre de la familia, tenías que haber sentido que eras tú el que había atraído sobre mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer era ahorrarme la ignominia añadida de la quiebra por una suma absolutamente despreciable, menos de la mitad de lo que me había gastado en ti en tres cortos meses de verano en Goring. Pero de eso no hablemos más por ahora. Sí que recibí por medio del pasante, lo reconozco, un mensaje tuyo sobre el asunto, o por lo menos relacionado con la ocasión. El día que vino a tomar mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa -estábamos en presencia del vigilante-, y, luego de consultar un papel que sacó del bolsillo, me dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de-Lys le envía sus recuerdos». Yo me le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo no le entendía. «El caballero está en estos momentos en el extranjero», añadió misteriosamente. Entonces caí de golpe, y recuerdo que, por primera y última vez en toda mi vida de presidio, solté la carcajada. En esa carcajada iba todo el desprecio del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y los hechos subsiguientes me demostrarían que había visto bien- que nada de lo ocurrido te había hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos seguías siendo el príncipe gentil de una comedia trivial, no la figura sombría de un espectáculo trágico. Todo lo que había pasado no era mas que una pluma para la gorra que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno para el jubón que oculta un corazón que el Odio, y el Odio solamente, calienta, y que el Amor, y el Amor solamente, encuentra frío. ¡Príncipe Fleur-de-Lys! Sin duda hacías muy bien en comunicarte conmigo bajo nombre supuesto. Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre alguno. En la vasta prisión donde entonces estaba encarcelado, no era más que el número y la letra de una pequeña celda de una larga galería, uno entre mil números sin vida, como entre mil vidas sin vida. Pero seguramente habría muchos nombres de verdad en la historia de verdad que te habrían cuadrado mucho mejor, y con los que no me habría sido nada difícil reconocerte al instante. No se me ocurrió buscarte tras las lentejuelas de una visera de pacotilla sólo apta para una mascarada cómica. ¡Ah, si tu alma hubiera estado como para su propia perfección, incluso debería haber estado lacerada de pena, doblegada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habría sido ése el disfraz escogido para entrar a su sombra en la Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida son lo que parecen, y por esa razón, por extraño que te resulte, a menudo son difíciles de interpretar. Pero las cosas pequeñas de la vida son símbolos. Por ellas es como mejor recibimos las lecciones amargas. Tu elección aparentemente casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá siendo, simbólica. Te revela.
Seis semanas después llega una tercera noticia. Me sacan de la enfermería, donde estaba en cama muy enfermo, para recibir un mensaje especial de ti por mediación del director de la prisión. Él me lee una carta que le habías dirigido, donde afirmabas que te proponías publicar un artículo «sobre el caso del señor Oscar Wilde» en el Mercure de France («revista», añadías no se sabe por qué razón, «que es el equivalente de nuestra Fortnightly Reviera») y tenías mucho interés en obtener mi permiso para publicar extractos y selecciones de... ¿qué cartas? ¡Las cartas que yo te había escrito desde Holloway! ¡Las cartas que para ti deberían haber sido lo más sagrado y lo más secreto del mundo entero! ¡Ésas eran las cartas que querías publicar para asombro del ajado décadent, para chismorreo del voraz feuilletoniste, para estupefacción de los personajillos del Quartier Latin! Si en tu corazón no había nada que clamase contra un sacrilegio tan grosero, podías haberte acordado al menos del soneto que escribiera quien con tanta pena y desprecio vio vender en Londres, en pública subasta, las cartas de John Keats, y haber entendido al cabo el auténtico sentido de mis versos:

I think they love not Art Who break the crystal of a poet's heart
Those small and sickly eyes may glare or gloat.
[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta / para deleite de ojos ruines y enfermizos.]

Porque ¿qué querías demostrar con ese artículo? ¿Que yo te había querido demasiado? El gamin de París ya lo sabía. Todos leen los periódicos, y casi todos escriben en ellos. ¿Que yo era un hombre genial? Los franceses lo habían entendido, y la peculiar calidad de mi genio, mucho mejor que lo entendías tú, o podías entenderlo. ¿Que la genialidad se acompaña con frecuencia de un curioso retorcimiento de la pasión y el deseo? Admirable: pero ese tema hubiera sido más propio de Lombroso que de ti. Además, el fenómeno patológico en cuestión se encuentra también entre los que carecen de genialidad. ¿Que en tu guerra de odio con tu padre yo fui a la vez escudo y arma para los dos? Más aún, ¿que en esa caza atroz de mi vida que tuvo lugar una vez acabada la guerra él no me habría podido dar alcance si no estuvieran ya tus redes tendidas a mis pies? Totalmente cierto; pero me dicen que eso ya lo había hecho Henri Bauér la mar de bien. Además, para corroborar su tesis, si tal hubiera sido tu intención, no te hacía falta publicar mis cartas; por lo menos las escritas desde Holloway.
¿Dirás, en respuesta a mis preguntas, que en una de las cartas de Holloway yo mismo te había pedido que intentaras, hasta donde fuera posible, limpiar un poco mi nombre ante alguna pequeña porción del mundo? Ciertamente lo hice. Recuerda cómo y por qué estoy aquí, en este mismo momento. ¿Crees que estoy aquí por mis relaciones con los testigos del juicio? Mis relaciones, reales o supuestas, con esa clase de gente no eran materia de interés ni para el gobierno ni para la sociedad. No sabían nada de ellas, y menos aún les importaban. Estoy aquí por haber intentado llevar a la cárcel a tu padre. El intento fracasó, por supuesto. Mis propios abogados tiraron la toalla. Tu padre me volvió comple tamente las tornas, y me llevó a la cárcel a mí, y aún me tiene en ella. Por eso se me escarnece. Por eso se me desprecia. Por eso tengo que cumplir hasta el último día, hasta la última hora, hasta el último minuto de mi terrible reclusión. Por eso se han denegado mis apelaciones.
Tú eras la única persona que, sin exponerte de ninguna manera a escarnio ni peligro ni culpa, podría haber dado otro color a todo el asunto; haber puesto la cuestión bajo otra luz; haber mostrado hasta cierto punto cómo eran las cosas en realidad. Yo, por supuesto, no habría esperado, ni deseado, que declarases cómo y con qué fin habías buscado mi ayuda cuando tu apuro de Oxford; ni cómo, ni con qué fin, si es que algún fin tenías, prácticamente no te habías despegado de mí durante casi tres años. Mis intentos incesantes de cortar una amistad que era tan ruinosa para mí como artista, como hombre de posición, como miembro de la sociedad incluso, no tenían por qué haber sido relatados con la precisión con que aquí se han consignado. Tampoco hubiera querido que describieras las escenas que hacías con tan monótona reiteración; ni que dieras a la imprenta tus maravillosas series de telegramas, con su extraña mezcla de romance y finanzas; ni que citaras de tus cartas los pasajes mas repugnantes o despiadados, como yo he tenido que hacer. Aun así, pensé que habría sido bueno, para ti y para mí, que elevaras alguna protesta contra la versión que daba tu padre de nuestra amistad, no menos grotesca que venenosa, y tan absurda en lo tocante a ti como deshonrosa en lo tocante a mí. Esa versión ha pasado ya a la historia seria: se cita, se cree y se relata; el predicador ha hecho de ella su texto, y el moralista su tema baldío; y yo, que hablaba a todas las edades, he tenido que aceptar mi veredicto de un monicaco y bufón. He dicho en esta carta, y reconozco que con cierta acritud, que tal es la ironía de las cosas, que tu padre vivirá para ser el héroe de un opúsculo de catequesis; que a ti se te colocará al lado del niño Samuel, y que mi sitio estará entre Gilles de Retz y el marqués de Sade. Me atrevo a decir que más vale así. No quiero quejarme. Una de las muchas lecciones que se aprenden en la cárcel es que las cosas son lo que son, y serán lo que hayan de ser. Tampoco dudo que el leproso del medievalismo y el autor de Justine serán mejor compañía que Sandford y Merton.
Pero en el momento en que te escribí pensaba que para ti y para mí sería bueno, sería propio, sería acertado no aceptar la historia que tu padre había presentado a través de sus abogados para edificación de un mundo filisteo, y por eso te pedí que pensaras y escribieras algo que se acercara más a la verdad. Por lo menos habría sido mejor para ti que garabatear para los periódicos franceses sobre la vida doméstica de tus padres. ¿Qué les im portaba a los franceses que tus padres hubieran sido o no felices en su vida doméstica? No se concibe un tema que menos les pudiera interesar. Lo que sí les interesaba era cómo un artista de mi distinción, que por la escuela y movimiento que encarnaba había ejercido una influencia marcada en la dirección del pensamiento francés, podía, tras llevar semejante vida, iniciar semejante acción. Si para tu artículo hubieras propuesto publicar las cartas, me temo que incontables, en las que te había hablado de la ruina que estabas acarreando a mi vida, de la locura de los estados de ira que estabas dejando que te dominaran con daño tuyo y mío, y de mi deseo, más aún, mi determinación de poner fin a una amistad tan funesta para mí en todos los aspectos, yo lo habría entendido, aunque no habría permitido que tales cartas se publicaran; cuando los abogados de tu padre, queriendo sorprenderme en contradicción, presentaron de pronto ante el tribunal una carta mía que te había escrito en marzo del 93, donde afirmaba que antes que soportar una repetición de las detestables escenas que parecían darte tan terrible placer consentiría de grado en ser «chantajeado por todos los renters de Londres», fue para mí un dolor muy real que ese lado de mi amistad contigo fuera incidentalmente revelado a la mirada del vulgo; pero el que tú fueras tan tardo en ver, tan carente de toda sensibilidad, y tan falto de apreciación de lo raro, lo delicado y lo hermoso, como para tú mismo proponer la publicación de las cartas en las que, y con las que, yo intentaba mantener vivos el espíritu y el alma mismos del Amor, para que pudiera habitar en mi cuerpo a través de los largos años de humillación de ese cuerpo: eso fue, y sigue siendo para mí, causa del dolor más profundo, del desengaño más lacerante. Por qué lo hiciste, temo saberlo demasiado bien. Si el Odio cegó tus ojos, la Vanidad te cosió los párpados con hilos de hierro. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales», tu egotismo estrecho la había embotado, y el largo desuso la había inutilizado. La imaginación estaba tan encarcelada como yo. La Vanidad había puesto barrotes en las ventanas, y el carcelero se llamaba Odio.

(Continúa en esta otra entrada posterior)

viernes, 17 de diciembre de 2010

Flores de invierno

No sé si sobre agosto o sobre diciembre; en todo caso, ciclámenes.

Aquí, más sola que la una entre la tarde y la herida.
Aquí a uñas con la noche,
a solas en el tendido cero de esta rueda.
Me favoreciste tarde, tan tarde, soledad, que llegaste herida.
Allí, en la plena muerte de la flor.

* * *

Duele que dobla este óbito de hombre.
Ya dejarás que corra este vértigo
hasta que desaparezca.
Son avernos
los tajos.

* * *

La verdad es que me he quedado fría,
no sé si como este día frío, o como la faz
del suelo de agosto. Tan frío.

Denme calor, he perdido la piel y la espera.

* * *

flor muda de agosto
canta en invierno
quimeras en dos dimensiones.

( A una amiga, y poeta, le debo comenzar tal vez una especie de nuevo conocimiento hacia estas flores, flores de invierno, flores que siempre me han producido especial, por casi indiferente, estupor, tanta atracción como especial desapego, cierto desencuentro, cierta inasimilación o tal vez injusto uso por mi parte de ellas.  Mañana, en mi blog de fotografías diré el nombre de esta amiga, y poeta.)

Sofía Serra, Diciembre 2010

martes, 14 de diciembre de 2010

El hombre con bozal

El hombre con bozal

En el acaso sabroso del barrio nuevo
cantan las perdices, ¿se perdieron?
Esta súbita muerte bebe de los cristales. Amarga
el sostenido de los vasos con hielo
que estrellan círculos
contra las noches ajenas a las cuatro perchas,
sexo, beso, multa y ciclamen,
que nos cuelgan
de este cielo negro
perdido en la memoria,
que no recuerda y no recuerda
más que para agachar la cabeza y
presentar nuco a la puntilla
del suicidio
de nuestras venas de sal común,
sal,
son nuestras
las verdes praderas,
el cielo llano,
la alta meseta donde el aire se hace cúspide,
se envalentona contra nuestras mejillas arrebolando
el sinsabor,
la dulce indiferencia se llaga,
a todos mordía
creciendo en la roja semilla
de luna llena de tu boca.
¿Por qué la cerraste?

Sofía Serra, Octubre 2010

domingo, 12 de diciembre de 2010

Verdadero afán (republicación)

Entrada publicada en este blog el 24 de junio de 2009

(Título de la fotografía : Hermanas adelfas)


Adelfas hermanas de la vida


Qué mentiroso afán se descubre en el porvenir de las huellas quietas,
las sin paso, las fósiles, las abocadas al silencio transmutado,
al agorero desencanto,
que no son las nubes culpas yertas de nuestras futuras agonías,
sino ejército sublime de la bondad manifiesta.
El cielo, afanado en su cultivo, perfila a las adelfas;
las adelfas, las organizadas hermanas de las humedades reservadas,
las hábiles súplicas de las piedras que abastecen al azul henchido de florido albor,
la sempiterna juventud de la tierra en su plena madurez de tierra quemada y vida oculta,
señalada,
habituada yo, ya, a nuestra ceguera.
¿No veis cómo el cielo habla?
¿No se contempla la señal manifiesta de vida?
¿No es evidente que, en gentil pareja, el blanco y el verde concuerdan con el orden de la tierra
herida, la gallarda pleitesía que nuestra existencia justifica sobre al azul profundo, culmen
del Ser Valiente?
…Qué inoportunos, hueros e inútiles resultan los nombres que me disteis,
depositando en mis manos cestos que para nada sirven,
sombreritos de paja que ni para el sol, ni para el agua,
desposándome con ellos, amarrándome a estúpidos sortilegios, cuando,
efectivo ejemplo es que lo contemplado
requiere más pertinencia que lo razonado.
Puesto que azul profundo adviertes, no desdeñes la espera en redoblada alegría,
que las adelfas se nombran con lengua antigua de fraternidad,
que son ellas las que vivifican nuestros desiertos muertos y agostados,
aquéllos que sólo la chicharra sostiene.
Yo digo que sí, que los milagros existen, y que ellos son porque los creamos.
Y con ello y por ello, amenazo:
adelfa significa hermana, y yo, que verazmente deseo la muerte de la rata con humana forma,
hermana de la muerte soy.
Con febril, y humana, valentía.


(Sofía Jesús Serra Giráldez, Junio 2009)

sábado, 11 de diciembre de 2010

Mujer lluvia o nieve

Mujer lluvia o nieve

¿Qué sucederá por tu centro
cuando caminas salvaje en la noche
mano con mano de la noche,
hueco con hueco de la noche,
yendo,
sintagma que favorezca
negar hasta el vacío
qué soy yo,
qué soy yo
en esta rubia esfera de mármol y bronce?
Ruedan salvajes y suenan negras,
mañana de lluvia,
manada de lluvia,
botas de agua, goma de llantas,
y al cielo los cartones que caen desprendidos
tornándose silencios obedientes
a un no decir más
que me bebo hasta revertir en busca del soldado quimera.
… Qué bien olerá la noche seca de diciembre.


Me deshago por todos lados,
me amplío, me extiendo, me derramo
vertiendo-me hago huella inane,
sólida nieve que embarca abedules desnudos
para posarme como si no existiera,
ni amarme, que ya ni soy,
y qué mejor dicha,
que en todo me hallo
sin verme siquiera.

Sofía Serra, Diciembre 2010

jueves, 9 de diciembre de 2010

Tres días (desde un hospital)




Antes


Qué hacer ante todo y ante tanto,
algo que huye a estampida de cada verso
o poema que construye el mundo con sus manos
sin saber qué significa la muerte.
Dejar y transcurrir.
Levemente obscenos se bloquean
algunos parajes.
No hay luces.
La ciudad permanece dormida en mi estómago.
Qué cansada estoy.



Después


Detrás de todo signo se esconden las apariencias
de aquello que nos transforma,
sucediéndose,
tal vez por simulacro,
una junta de a dos dedos,
un restaño,
una ciudad desperezándose y yo aparezco dormida ante las ubres.
Los fiscales de la memoria trabajan incansables
mientras, a golpes de mazo,
los jueces
destinan, uno a uno, condena, no se sabe
si a luces de dios o del tiempo que perdieron.
Ellos.
Ellos mientras tú vives.

Sofía Serra, Diciembre 2010

martes, 7 de diciembre de 2010

De profundis (VI). Oscar Wilde


Por supuesto que tú tenías tus ilusiones, vivías en ellas de hecho, y a través de sus nieblas cambiantes y sus velos de colores lo veías todo cambiado. Pensabas, lo recuerdo muy bien, que tu dedicación a mí, con total abandono de tu familia y vida familiar, era prueba de tu maravilloso aprecio hacia mí y de tu gran afecto. Sin duda a ti te lo parecía. Pero date cuenta de que conmigo estaban el lujo, la vida regalada, el placer ilimitado, el dinero sin tasa. Tu vida familiar te aburría. El «vino barato y frío de Salisbury», por emplear una frase de tu invención, te sabía mal. De mi lado, y junto con mis atractivos intelectuales, estaban las ollas de Egipto. Cuando no me encontrabas a mí, los compañeros que elegías como sustitutos no eran como para presumir.
También pensaste que decirle a tu padre en una carta de abogado que antes que romper tu amistad eterna conmigo preferías renunciar a la asignación anual de 250 libras que, creo que con deducciones por tus deudas de Oxford, te estaba pasando por entonces, era situarse en la caballería andante de la amistad y pulsar la más noble nota de abnegación. Pero la cesión de tu pitanza no significaba que estuvieras dispuesto a dejar ni uno solo de tus lujos más superfluos ni de tus derroches más innecesarios. Al revés. Tu apetito de lujos nunca fue mayor. Mis gastos de ocho días en París contigo y tu criado italiano sumaron casi 150 libras: sólo en Paillard se fueron 85. Al tren de vida que querías llevar, todo tu estipendio de un año, comiendo solo y siendo especialmente ahorrativo en tu selección de los placeres menos costosos, difícilmente te habría durado tres semanas. El hecho de haber renunciado con fingida bravata a tu asignación, valiera lo que valiese, te daba al menos una razón pasable para tu pretensión de vivir a mis expensas, o lo que a ti te parecía una razón pasable; y en muchas ocasiones la esgrimiste seriamente, y la formulaste con puntos y comas; y el abuso continuo, principalmente, claro está, de mí, pero sé que también hasta cierto punto de tu madre, nunca fue tan penoso, porque, al menos en mi caso, nunca fue más absolutamente desprovisto de la menor palabra de gratitud ni sentido de la medida.
Pensaste también que al atacar a tu propio padre con cartas horribles, telegramas ofensivos y postales insultantes estabas realmente librando batallas por tu madre, sosteniendo su causa y vengando las ofensas y sufrimientos, sin duda terribles, de su vida matrimonial. Fue una total equivocación por tu parte; y una de las peores. La manera de vengar las ofensas de tu padre a tu madre, si lo considerabas parte de tus deberes de hijo, hubiera sido ser para tu madre mejor hijo de lo que eras: no hacer que le diera miedo hablar contigo de cosas serias; no firmar facturas para que ella las pagase; ser más suave con ella y no causarle penas. Tu hermano Francis le dio grandes compensaciones por lo que había sufrido, con su dulzura y bondad hacia ella en los breves años de su vida delicada. Tú deberías haberle tomado por modelo. Te equivocaste incluso al imaginar que para tu madre habría sido una delicia y una dicha absoluta que a través de mí hubieras conseguido llevar a tu padre a la cárcel. Estoy seguro de que te equivocabas. Y si quieres saber qué es lo que verdaderamente siente una mujer que tiene a su marido, al padre de sus hijos, vestido de presidiario y en una celda de presidio, escribe a mi mujer y pregúntaselo. Ella te lo dirá.
También yo tenía mis ilusiones. Pensaba que la vida iba a ser una comedia brillante, y tú una de sus muchas figuras airosas. Descubrí que era una tragedia repugnante y repelente, y que la siniestra ocasión de la gran catástrofe, siniestra por lo concentrado de su objetivo y la intensidad de una fuerza de voluntad encogida, eras precisamente tú, despojado de aquella máscara de alegría y placer con la que lo mismo tú que yo nos habíamos dejado engañar y extraviar.
Ahora podrás entender, ¿no es cierto?, un poco de lo que estoy sufriendo. No sé qué periódico, creo que la Pall Mall Gazette, hablando del ensayo general de una de mis obras, decía que me seguías a todas partes como mi sombra: el recuerdo de nuestra amistad es la sombra que va conmigo aquí; que parece no dejarme nunca; que me despierta por las noches para contarme una y otra vez la misma historia, hasta que su reiteración cansina ahuyenta el sueño hasta el alba; al alba vuelve a empezar; me sigue al patio de la cárcel y me hace hablar solo mientras hago la ronda; me veo obligado a recordar cada detalle que acompañó a cada momento horrible; no hay nada de cuanto sucedió en esos años infaustos que no pueda recrear en esa cámara del cerebro que está reservada al dolor o a la desesperación; hasta la última nota forzada de tu voz, hasta el último temblor y gesto de tus manos nerviosas, hasta la última palabra amarga, hasta la última frase venenosa vuelve a mí; me acuerdo de la calle o del río por donde pasamos, de la pared o del bosque que nos rodeaba, de qué figura hacían en la esfera las manecillas del reloj, de hacia dónde iban las alas del viento, de qué forma y color tenía la luna.
Hay, lo sé, una única respuesta a todo lo que te he dicho, y es que me querías; que a lo largo de esos dos años y medio en que los Hados estuvieron tejiendo un único dibujo escarlata con los hilos de nuestras vidas divididas, realmente me quisiste. Sí; sé que así fue. No importa cómo te portases conmigo, siempre sentí que en el fondo me querías de verdad. Aunque veía con toda claridad que mi posición en el mundo del Arte, el interés que mi personalidad siempre había suscitado, mi dinero, el lujo en que vivía, las mil y una cosas que componían una vida tan encantadora y prodigiosamente inverosímil como era la mía, que todas y cada una de esas cosas eran elementos que te fascinaban y te hacían aferrarte a mí, aun así, aparte de todo eso, había algo mas para ti, una extraña atracción: me querías mucho más que a nadie. Pero tú, como yo, has tenido una terrible tragedia en tu vida, aunque de signo totalmente contrario a la mía. ¿Quieres saber qué fue? Fue esto. En ti el Odio siempre fue más fuerte que el Amor. Tu odio hacia tu padre era de tal magnitud que superaba, anulaba, eclipsaba totalmente tu amor hacia mí. No hubo lucha alguna entre ellos, o si la hubo fue poca; de tales dimensiones era tu Odio y tan monstruoso. Tú no te dabas cuenta de que no hay sitio para las dos pasiones en una misma alma. No pueden vivir juntas en esa hermosa mansión. El Amor se alimenta de la imaginación, que nos hace más sabios que lo que sabemos, mejores que lo que sentimos, más nobles que lo que somos; que nos capacita para ver la Vida como un todo; que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales. Sólo lo bello, y bellamente concebido, alimenta el Amor. Pero el Odio se nutre de cualquier cosa. No hubo copa de champán que bebieras, no hubo plato exquisito que comieras en todos esos años, que no alimentara tu Odio y lo cebara. Para satisfacerlo jugaste con mi vida, lo mismo que jugabas con mi dinero, al desgaire, sin freno, indiferente a las consecuencias. Si perdías, pensabas que la pérdida no sería tuya. Si ganabas, sabías que tuyos serían el júbilo y las ventajas de la victoria.
El Odio ciega. Tú no te dabas cuenta de eso. El Amor alcanza a leer lo escrito en la estrella más remota, pero el Odio te cegó de tal modo que no veías más allá del jardín angosto, tapiado y ya marchito de tus deseos vulgares. Tu terrible falta de imaginación, el único defecto realmente fatídico de tu carácter, era enteramente resultado del Odio que vivía en ti. Sutilmente, en silencio y en secreto, el Odio iba royendo tu naturaleza, como muerde el liquen la raíz de una planta ajada, hasta que llegaste a no ver otra cosa que los intereses más ruines y los objetivos más mezquinos. Esa facultad que el Amor habría alentado en ti, el Odio la envenenó y paralizó. Cuando tu padre empezó a atacarme fue como amigo tuyo particular, y en una carta particular dirigida a ti. Tan pronto como leí esa carta, con sus amenazas obscenas y sus violencias groseras, vi de inmediato que un peligro terrible se cernía en el horizonte de mis agitados días; te dije que no quería ser la cabeza de turco entre vosotros dos, con vuestro odio inveterado; que yo en Londres era naturalmente una presa mucho mayor para él que un ministro de Asuntos Exteriores en Homburg; que sería injusto conmigo colocarme aunque sólo fuera por un instante en semejante posición; y que tenía mejores cosas que hacer en la vida que aguantar escenas con un hombre borracho, déclassé y medio idiota como él. No hubo manera de hacértelo ver. El Odio te cegaba. Te empeñaste en que la pelea realmente no tenía nada que ver conmigo; en que no ibas a tolerar que tu padre mandase en tus amistades particulares; en que sería muy injusto que yo interviniera. Ya antes de verme por ese motivo le habías enviado a tu padre un telegrama necio y vulgar a guisa de respuesta. Con eso, claro está, te condenabas a seguir un rumbo necio y vulgar. Los errores fatales de la vida no se deben a que seamos insensatos: un momento de insensatez puede ser nuestro mejor momento. Se deben a que somos lógicos. Hay una gran diferencia. Ese telegrama condicionó a partir de ahí todas tus relaciones con tu padre, y por consiguiente toda mi vida. Y lo grotesco es que era un telegrama del que el más vulgar galopín se habría avergonzado. De los telegramas insolentes se pasó con toda naturalidad a las cartas de abogado presuntuosas, y el resultado de tus cartas de abogado a tu padre fue, claro está, espolearle todavía más. No le dejaste otra alternativa que seguir. Le impusiste como cuestión de honor, de deshonor mas bien, que tu acción surtiera efectos aún mayores. Así que a la vez siguiente me ataca a mí, ya no en carta particular y como amigo tuyo particular, sino en público y como hombre público. Tengo que echarle de mi casa. Va buscándome de restaurante en restaurante, para insultarme ante la faz del mundo, y de tal modo que el replicar fuera mi ruina, y el no replicar fuera mi ruina también. ¿No fue ése el momento en que tú deberías haber dado un paso al frente para decir que antes que exponerme a tan odiosos ataques, a tan infame persecución por tu causa, de buen grado y al momento renunciabas a todo título sobre mi amistad? Ahora será eso lo que pienses, me figuro. Pero entonces ni se te pasó por la cabeza. El Odio te cegaba. Lo único que se te ocurrió (aparte, naturalmente, de escribirle cartas y telegramas insultantes) fue comprar una pistola ridícula que se dispara en el Berkeley en circunstancias que desatan un escándalo mayor de cuantos llegaran nunca a tus oídos. En realidad, la idea de ser el objeto de una disputa terrible entre tu padre y un hombre de mi posición parecía deleitarte. Halagaba tu vanidad, supongo que con toda lógica, y acrecentaba tu importancia ante ti mismo. Que tu padre se hubiera llevado tu cuerpo, que a mí no me interesaba, y me hubiera dejado tu alma, que no le interesaba a él, habría sido para ti una solución lamentable del litigio. Olfateaste la ocasión de un escándalo público y corriste a ella. La perspectiva de una batalla en la que tú estarías a salvo te entusiasmó. No recuerdo haberte visto nunca de mejor humor que el que mostraste en el resto de aquella temporada. Tu única decepción pareció ser que al final no pasó nada, y que entre nosotros no hubo más encuentro ni alboroto. Te consolaste enviándole telegramas de tal carácter, que al cabo el desgraciado te escribió diciendo que había dado orden a sus criados de que no le pasaran ningún telegrama bajo ningún pretexto. Eso no te arredró. Viste las inmensas oportunidades que brindaba la tarjeta postal abierta, y las explotaste a fondo. Le aguijoneaste aún más en la persecución de su presa. Yo no creo que él tampoco la hubiera dejado. Los instintos de la familia eran fuertes en él. Su odio
hacia ti era tan persistente como el tuyo hacia él, y yo era el buey de cabestrillo para los dos, y un modo de ataque a la vez que un modo de protección. Su mismo afán de notoriedad no era simplemente individual, sino racial. De todos modos, si su interés hubiera flaqueado por un momento, tus cartas y postales lo habrían vuelto en seguida a su antiguo ardor. Eso hicieron, y él lógicamente fue más lejos aún. Tras haberme acometido como caballero particular y en privado, como hombre público y en público, al cabo decide lanzar su gran ataque final contra mí como artista, y en el lugar donde mi Arte se está representando. Se procura por medios fraudulentos una butaca para el estreno de una de mis obras, y trama un plan para interrumpir la representación, hacer un sucio discurso sobre mí ante el público, insultar a mis actores, arrojarme proyectiles ofensivos o indecentes cuando salga a saludar al final, arruinarme totalmente de alguna manera asquerosa a través de mi trabajo. Por puro azar, en la sinceridad breve y accidental de una ebriedad mayor de lo habitual, alardea de su intención públicamente. Se informa a la policía, y se impide su entrada en el teatro. Tú tuviste entonces tu oportunidad. Tu oportunidad fue ésa. ¿No te das cuenta ahora de que deberías haberla visto, y haberte adelantado a decir que no querías que mi Arte, a lo menos, se perdiera por ti? Tú sabías lo que mi Arte era para mí, la gran nota fundamental con que me había revelado, en primer lugar ante mí mismo, y después ante el mundo; la verdadera pasión de mi vida; el amor frente al que todos los demás amores eran como agua de pantano al vino tinto, o la luciérnaga del pantano al mágico espejo de la luna. ¿No comprendes ahora que tu falta de imaginación era el único defecto realmente fatídico de tu carácter? Lo que tuviste que hacer era muy sencillo, y lo tenías muy claro ante ti, pero el Odio te había cegado y no veías nada. Yo no podía pedir excusas a tu padre porque él llevara casi nueve meses insultándome y persiguiéndome de la manera más aborrecible. No podía sacarte de mi vida. Lo había intentado una y otra vez. Había llegado incluso a dejar Inglaterra y marcharme al extranjero con la esperanza de escapar de ti. Nada había servido de nada. Tú eras la única persona que podía hacer algo. La clave de la situación estaba enteramente en ti. Fue la gran oportunidad que tuviste de darme alguna pequeña compensación por todo el amor, el afecto, la bondad, la generosidad y los desvelos que yo te había mostrado. Si me hubieras apreciado en la décima parte de mi valor como artista lo habrías hecho. Pero el Odio te cegaba. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales» estaba muerta en ti. No pensabas más que en la manera de llevar a tu padre a la cárcel. Verle «en el banquillo», como solías decir: ésa era tu única idea. Esa frase vino a ser uno de los muchos estribillos de tu conversación diaria. Se la oía en todas las comidas. Bien, pues viste satisfecho tu deseo. El Odio te concedió todo lo que querías. Fue un Señor indulgente contigo. Lo es, en efecto, con todos los que le sirven. Dos días te sentaste en un asiento elevado con los guardias, y te regalaste los ojos con el espectáculo de tu padre en el banquillo del Tribunal Central de lo Criminal. Y al tercer día yo ocupé su lugar. ¿Qué había pasado? Que en el espantoso juego de odio que os traíais, los dos habíais echado mi alma a los dados, y casualmente habías perdido tú. Nada más.
Ya ves que tengo que escribir tu vida para ti, y tú tienes que comprenderla. Hace ahora más de cuatro años que nos conocemos. La mitad de ese tiempo hemos estado juntos; la otra mitad yo he tenido que pasarla en la cárcel como resultado de nuestra amistad. Dónde recibirás esta carta, si es que te llega, no lo sé. Roma, Nápoles, París, Venecia, alguna hermosa ciudad sobre mar o río, no lo dudo, te acoge. Estás rodeado, si no de todo el lujo inútil que tuviste conmigo, por lo menos de todo lo que es placentero a la vista, al oído y al gusto. La Vida es muy bella para ti. Y sin embargo, si eres sabio, y quieres encontrar la Vida aún mucho más bella, y de otra manera, dejarás que la lectura de esta carta terrible - porque sé que eso signifique una crisis y un punto de inflexión tan importante para tu vida como escribirla lo es para mí. Tu cara pálida solía sonrojarse fácilmente con el vino o el placer. Si, mientras lees lo que aquí está escrito, de tanto en tanto te arde de vergüenza como al calor de un horno, tanto mejor será para ti. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.

(Continúa en otra entrada posterior)
 
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