miércoles, 24 de noviembre de 2010

De profundis (V). Oscar Wilde

Continuación de esta anterior


"A tu regreso a la ciudad desde el escenario material de la tragedia, a donde habías sido convocado, viniste enseguida a mí con dulzura y sencillez, vestido de luto y con los ojos empañados de lágrimas. Buscabas consuelo y ayuda como podría buscarlos un niño. Yo te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice también mía tu pena, para ayudarte a soportarla. Nunca, ni con una palabra, aludí a tu comportamiento conmigo, a las escenas repugnantes, a la carta repugnante. Tu dolor, que era real, me parecía acercarte a mí más de lo que nunca estuvieras. Las flores que tomaste de mí para ponerlas en la tumba de tu hermano habían de ser un símbolo no sólo de la belleza de su vida, sino de la belleza que yace latente en todas las vidas y puede ser sacada a la luz.
Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flagelarnos. Nos llevan a la ruina con lo que en nosotros hay de bueno, de amable, de humano, de amoroso. De no haber sido por mi piedad y mi afecto hacia ti y los tuyos, yo no estaría ahora llorando en este lugar terrible.
Por supuesto que en toda nuestra relación se descubre, no ya el Destino, sino la Fatalidad: la Fatalidad que camina siempre deprisa, porque va al derramamiento de sangre. Por tu padre procedes de una estirpe con la que el matrimonio es horrible, la amistad fatal, y que pone manos violentas sobre su propia vida o las vidas ajenas. En toda pequeña circunstancia en la que los caminos de nuestras vidas se cruzaron; en todo punto de importancia grande o aparentemente trivial en que acudiste a mí buscando placer o buscando ayuda; en las ocasiones menudas, los accidentes leves que no parecen, en su relación con la vida, más que el polvo que danza en un rayo de luz o la hoja que cae del árbol revoloteando, venía detrás la Ruina, como el eco de un grito amargo, o la sombra que caza con el animal de presa. Nuestra amistad realmente comienza cuando me pides, en una carta muy patética y encantadora, que te auxilie en una situación pavorosa para cualquiera, y doblemente para un muchacho de Oxford: así lo hago, y el resultado de usar tú mi nombre como amigo tuyo ante sir George Lewis es que empiezo a perder su estima y su amistad, una amistad de quince años. Cuando me vi privado de su consejo, su ayuda y su consideración, me vi privado de lo que era la gran salvaguardia de mi vida.
Me mandas un poema muy bonito, de la escuela poética estudiantil, para mi aprobación; yo contesto con una carta de fantásticos conceptos literarios te comparo con Hilas, o Jacinto, Jonquil o Narciso, o alguien a quien el gran dios de la Poesía favoreciera y honrara con su amor. La carta es como un pasaje de uno de los sonetos de Shakespeare, traspuesto a tono menor. Sólo la pueden entender los que hayan leído el Banquete de Platón, o captado el espíritu de cierto ánimo grave que se nos ha hecho hermoso en los mármoles griegos. Era, déjame decirlo con franqueza, el tipo de carta que yo habría escrito, en un momento feliz aunque caprichoso, a cualquier joven gentil de una u otra Universidad que me hubiera enviado un poema de su mano, seguro de que tendría el ingenio o cultura suficientes para interpretar a derechas sus fantásticas expresiones. ¡Mira la historia de esa carta! Pasa de ti a las manos de un compañero aborrecible; de él a una panda de chantajistas; se reparten copias por Londres, a mis amigos y al empresario del teatro donde se está representando mi obra; se le dan todos los sentidos menos el recto; la Sociedad se embelesa con absurdos rumores de que he tenido que pagar una enorme suma de dinero por haberte escrito una carta infamante; esto sirve de base al peor ataque de tu padre; yo mismo presento la carta original ante el Tribunal para que se vea lo que es en realidad; el abogado de tu padre la denuncia como intento repulsivo e insidioso de corromper a la Inocencia; al cabo entra a formar parte de una acusación criminal; la Corona la recoge; el juez dictamina sobre ella con poca erudición y mucha moralidad; al final voy por ella a la cárcel. Ése es el resultado de escribirte una carta encantadora.
Mientras estoy contigo en Salisbury te asustas muchísimo con una comunicación amenazante de un antiguo compañero tuyo; me ruegas que vea al autor y te ayude; así lo hago; el resultado es la Ruina para mí. Me veo obligado a echar sobre mis hombros todo lo que tú has hecho y responder por ello. Cuando te suspenden en la licenciatura y tienes que salir de Oxford, me telegrafías a Londres suplicándome que vaya a estar contigo. Lo hago inmediatamente; me pides que te lleve a Goring, porque en esas circunstancias no querías ir a tu casa; en Goring ves una casa que te encanta; la alquilo por ti; el resultado desde todos los puntos de vista es la Ruina para mí. Un día vienes a pedirme, como favor personal, que escriba algo para una revista estudiantil de Oxford que va a poner en marcha un amigo tuyo, de quien jamás había oído hablar en mi vida ni sabía nada en absoluto. Por darte gusto -¿qué no hice siempre por darte gusto?- le mando una página de paradojas destinadas en un principio a la Saturday Review. Pocos meses después me encuentro sentado en el banquillo del Old Bailey por el carácter de la revista. Forma parte de la acusación de la Corona contra mí. Se me pide que saque la cara por la prosa de tu amigo y tus propios versos. Lo primero no lo puedo paliar; lo segundo, leal hasta el amargo fin a tu juvenil literatura y a tu vida juvenil, sí lo defiendo con denuedo, y no tolero que se diga que eres un escritor de indecencias. Pero voy a la cárcel, de todos modos, por la revista estudiantil de tu amigo y «el Amor que no se atreve a decir su nombre». En Navidad te hago un «regalo muy bonito», como lo calificabas en la carta de agradecimiento, por el que sabía que tenías capricho, que valía 40 o 50 libras como mucho. Cuando llega el crac de mi vida, y quedo arruinado, el alguacil que embarga mi biblioteca y la pone en venta lo hace para pagar el «regalo muy bonito». Fue por eso por lo que se sacó a subasta mi casa. En el momento final y terrible en que me veo asediado, y espoleado por tu asedio a iniciar un acción contra tu padre y hacerle detener, el clavo ardiendo al que me agarro en mis esfuerzos desesperados por evadirme es el enorme gasto. Le digo al abogado en tu presencia que no tengo fondos, que de ninguna manera puedo correr con las altísimas costas, que no dispongo de ningún dinero. Lo que dije era, como sabes, la pura verdad. En aquel viernes fatal, en vez de estar en el despacho de Humphreys consintiendo débilmente en mi propia ruina, yo habría estado libre y feliz en Francia lejos de ti y de tu padre, ignorante de su aborrecible tarjeta e indiferente a tus cartas, si hubiera podido salir del Avondale Hotel. Pero la gente del hotel se negó en rotundo a dejarme marchar. Tú te habías alojado conmigo durante diez días; habías acabado incluso, para mi gran y, lo reconocerás, legítima indignación, por traerte a un compañero tuyo a alojarse conmigo también; mi factura por los diez días sumaba casi 140 libras. El propietario dijo que no podía permitir que se sacase mi equipaje del hotel mientras no hubiera pagado la totalidad de la cuenta. Eso fue lo que me retuvo en Londres. De no ser por la cuenta del hotel me habría ido a París el jueves por la mañana.
Cuando le dije al abogado que no tenía dinero para hacer frente al gigantesco gasto, inmediatamente interviniste. Dijiste que tu familia pagaría de mil amores todo lo que hiciera alta; que tu padre había sido un íncubo para todos ellos; que a menudo habían comentado la posibilidad de meterle en un manicomio para no tenerle por medio; que era una fuente diaria de molestias y disgustos para tu madre y para todos; que con que yo diera un paso adelante para que le encerraran, la familia me tendría por su adalid y su benefactor; y que los propios parientes ricos de tu madre tendrían verdadero placer en sufragar todas las costas y gastos que el esfuerzo pudiera requerir. El abogado tiró para adelante, y deprisa y corriendo se me llevó al juzgado de guardia. No me quedaba ninguna excusa para no ir. Se me obligó. Ni que decir tiene que tu familia no paga las costas, y que, cuando se me deja en la bancarrota, es por obra de tu padre, y por las costas -su miserable monto-: unas 700 libras. En el momento presente mi mujer, enemistada conmigo por la importante cuestión de si debo contar con tres libras o tres libras y diez chelines a la semana para vivir, está preparando los trámites de un divorcio, para el cual, por supuesto, serán necesarias pruebas totalmente nuevas y un proceso totalmente nuevo, quizá seguido de acciones más serias. Yo, naturalmente, no sé nada de los detalles. Lo único que sé es el nombre del testigo en cuya declaración se apoyan los abogados de mi mujer: es tu propio criado de Oxford, a quien por expreso deseo tuyo tomé a mi servicio en el verano que pasamos en Goring.
Pero no hace falta que siga poniendo ejemplos de la extraña Fatalidad que pareces haber atraído sobre mí en todas las cosas, grandes o pequeñas. Me hace sentir a veces como si tú mismo no hubieras sido más que una marioneta movida por una mano secreta e invisible para llevar sucesos terribles a un terrible desenlace. Pero también las marionetas tienen pasiones. Introducen una trama nueva en lo que presentan, y tuercen el desenlace ordenado de la vicisitud para amoldarlo a su capricho o su apetito. Ser enteramente libre, y al mismo tiempo enteramente sometida a ley, es la paradoja eterna de la vida humana, que a cada momento hacemos realidad; y a menudo pienso que ésa es la única explicación posible de tu naturaleza, si es que los profundos y terribles misterios de un alma humana pueden tener explicación, salvo la que hace que el misterio sea todavía mas prodigioso."

Continúa en esta posterior

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